Soldados malienses

 

La popularidad de los conflictos bélicos depende de varios factores y hay unos que casi todo el mundo conoce y ha oído hablar de ellos, mientras que otros afloran de cuando en cuando a pesar de que pueden tener consecuencias más próximas al lugar donde vivimos. Como señala Alberto Masegosa en “Guerra Santa al sur del Sahara” (Tirant humanidades, 2025)  The Institute Ford Economics and Peace precisó en un informe del 2024 que el Sahel había desplazado a Oriente Medio como la zona más violenta y que el 47 % de los 8.000 muertos por terrorismo en el mundo se habían producido en esa región africana.

El Sahel es una amplia franja de tierra que se extiende por África,  al sur del desierto del Sáhara. En las últimas décadas, esta zona semiárida, que abarca países como Malí, Níger, Burkina Faso, Chad, Nigeria, Mauritania y la República Centroafricana, se ha convertido en el epicentro de una compleja red de conflictos invisibles para la opinión pública mundial. Se trata de las guerras  del Sahel: poco conocidas, con múltiples capas y arraigadas en causas mucho más antiguas y complejas que el yihadismo por sí solo.

De ahí el interés del libro del periodista Albero Masegosa que ha sido corresponsal en múltiples lugares (París, México, Túnez, Marruecos, Egipto, Nueva York, Israel y Palestina, la India, el África subsahariana y el Sudeste Asiático) y que conoce como enviado especial los países de los que habla en su libro. Como explica, hay que partir del legado del colonialismo. Cuando las potencias europeas —principalmente Francia— trazaron las fronteras modernas de las naciones africanas, ignoraron las realidades étnicas, lingüísticas e históricas. Las fronteras artificiales dividieron tribus y agruparon comunidades dispares con poca identidad común.

 

 

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Tras la rápida independencia en la década de 1960, iniciadas por algunos líderes africanos como el guineano Sekou Touré, que como recuerda Masegosa, con su célebre frase de» preferimos la pobreza en la libertad, que la riqueza en la esclavitud” se convirtió en el mantra de otros dirigentes independentistas que al igual que él se convirtieron en dictadores despiadados que hicieron más pobres sus países. Las potencias coloniales prefirieron seguir manteniendo el control económico de sus antiguas colonias y deshacerse de la compleja administración local. De esta forma los nuevos Estados heredaron sistemas administrativos frágiles, economías dependientes e  identidades nacionales inexistentes.

Los nuevos gobiernos, dominados por élites étnicas o regionales, a menudo descuidaban las zonas rurales remotas. Las infraestructuras, la educación y las oportunidades de empleo se concentraban en las capitales, mientras que las comunidades periféricas permanecían aisladas y desatendidas. El descontento se agravó y creó un vacío que otros no tardaron en aprovechar.

Además, el cristianismo apenas penetró en el Sahel. Las comunidades políticas de África occidental tuvieron un contacto limitado con los misioneros cristianos, que eran escasos y estaban mal conectados con las redes transaharianas. El Sáhara actuaba como barrera cultural y física a la influencia cristiana, mientras que el islam estaba arraigado en el norte de África y se había filtrado hacia el sur a través del comercio y la diplomacia.

 

Fachada este de la Gran Mezquita de Djenne, en Mali

 

Desde el siglo XIV, hubo en esta zona poderosos imperios que controlaban las rutas comerciales transaharianas y prosperaban económicamente gracias al oro, la sal y el tráfico de esclavos. Una característica definitoria de su desarrollo fue la creciente islamización de sus élites e instituciones, impulsadas en gran medida por los lazos económicos y diplomáticos con el norte de África y el resto del mundo islámico.

El islam ofrecía algo más que orientación espiritual. Proporcionaba herramientas administrativas, marcos jurídicos y acceso a escribas alfabetizados y redes comerciales. En este contexto, el islam se convirtió no solo en una elección espiritual, sino también estratégica, vinculando a las élites a un amplio mundo, alfabetizado y económicamente poderoso.

 

El auge del yihadismo

Tras la caída de Muamar el Gadafi en Libia en 2011, el Sahel sufrió una explosión yihadista. Las armas saqueadas de los arsenales libios inundaron la región y los combatientes tuaregs que antes servían en el ejército de Gadafi regresaron al norte de Malí. Su rebelión de 2012 contra el Estado maliense creó un vacío de poder que grupos islamistas se apresuraron a llenar.

 

Yihadistas de un grupo armado

 

Con el tiempo, estos grupos islamistas se fracturaron, cambiaron de nombre y se extendieron a través de las fronteras. Hoy en día, la región está dominada por dos grandes coaliciones yihadistas: el Estado Islámico y Al Qaeda. Estos grupos explotan los agravios y  proporcionan un gobierno rudimentario en zonas donde el Estado está ausente o es depredador.

Como escribe Masegosa, la amenaza yihadista en el Sahel no tiene tanto que ver con el radicalismo religioso como con el poder, la identidad y la supervivencia. En muchas aldeas, unirse a un grupo militante puede ser el único medio de obtener ingresos o protección frente a milicias rivales y soldados corruptos.

En respuesta a la creciente inseguridad, los gobiernos del Sahel recurrieron a la ayuda militar internacional en particular de Francia, la UE y Estados Unidos  que intentaron reforzar los ejércitos locales y atacar a los líderes yihadistas. Sin embargo, estos esfuerzos no lograron abordar las causas profundas de los conflictos y, en algunos casos, la actuación francesa avivó los sentimientos nacionalistas y anticolonialistas.

 

 

El resultado fue una ola de golpes de Estado y transiciones militares. En todos los casos, los nuevos regímenes justificaron sus acciones como necesarias para luchar más eficazmente contra el terrorismo. Sin embargo, estos regímenes han dado lugar a menudo a una mayor represión.

A medida que Francia y Estados Unidos redujeron su presencia militar y diplomática en el Sahel, Rusia llenó el vacío, a través del grupo paramilitar Wagner. Estos agentes rusos, afianzados en varios países, especialmente en Malí y la República Centroafricana, han redefiniendo el equilibrio de poder regional. El principal interés de Rusia en esta zona es conseguir apoyos internacionales en la guerra contra Ucrania.

El cambio comenzó en 2021, cuando la junta militar de Malí expulsó a las tropas francesas e invitó a los mercenarios de Wagner con el pretexto de proporcionar seguridad y entrenamiento. Esta medida se produjo tras años de creciente sentimiento antifrancés, alimentado por la aparente ineficacia de la acción de Francia y las acusaciones de neocolonialismo.

 

 

El enfoque de Wagner contrasta fuertemente con el de Occidente. Las fuerzas francesas, de la UE  y estadounidenses dieron prioridad a las operaciones antiterroristas, la vigilancia con drones y el entrenamiento de fuerzas de élite. Wagner, por el contrario, se integra directamente en los ejércitos nacionales, y participan en los combates.

Otro factor que impulsa los conflictos en el Sahel, y que a menudo se pasa por alto, es la degradación medioambiental. La región es una de las más vulnerables del mundo al cambio climático. La desertificación, las lluvias irregulares y la disminución de las fuentes de agua, especialmente a lo largo del río Níger y la cuenca del lago Chad, hacen que los medios de vida tradicionales se vuelven insostenibles, y la población se ve empujada a las ciudades, a la migración o a los brazos de los grupos insurgentes.

Las rutas migratorias que atraviesan Mauritania, Níger y Libia conectan el Sahel con Europa. A medida que las economías locales se derrumban y los gobiernos fallan, el flujo de refugiados y violencia aumenta. Como se desprende de la lectura del interesante  libro de Alberto Masegosa, las guerras del Sahel no son crisis lejanas, sino señales próximas de un sistema global bajo presión.

 

Campamento de refugiados