Foto de Toa Heftiba
¿Por qué no se publican libros en verano?
El verano, estación que hasta hace poco se asociaba a playas y vacaciones, y que desde hace un par de años sólo tiene que ver con el calor extremo y los partes meteorológicos, omite a su vez el que los libros tengan algo que decir. Es curioso, pero cuando hay más personas de vacaciones, o al menos, trabajando con horarios simplificados, es cuando las editoriales no suelen proyectar lanzamiento alguno. Como si el verano, en realidad, fuera un espacio de tiempo donde aparte de hablar de las presuntas olas de calor hubiera que leer libros que se lanzaron en mayo mientras Georgie Dann o Leticia Sabater sí disfrutan de su canción del verano. Un editor amigo añade que, aunque haya más tiempo libre, numerosas editoriales y aún un mayor número de pequeñas librerías cierran por vacaciones. Además, en los grandes almacenes donde todo sí sigue abierto, sus empleados esenciales también ponen el foco en la tortilla bajo la sombrilla y la sandía enterrada en la orilla. Yo creo que en realidad libreros y editores utilizan el verano para perder menos dinero –no se publica, sólo se vende lo ya editado– para a mitad de septiembre volver a tratar de convencernos de que ellos poseen las mejores novedades. Otras razones para no editar en verano tienen que ver con que “la gente está en la playa o en el extranjero y no toma en cuenta las novedades”, cuando una presentación es harto compleja por las mismas razones. Pero yo sigo en mis trece: si el verano es la estación por antonomasia para los conciertos atestados de decenas de miles de espectadores, ¿cómo no van a poder congregarse veinte personas para escuchar poemas inéditos del poeta vivo que más les guste? En el fondo, yo creo que la literatura en general sigue transitando por tiempos pretéritos, embadurnada en profusos anacronismos como cuando hasta los años 80 del siglo pasado bastantes diarios se publicaban sólo seis días a la semana. Y claro, basándome en mi teoría deberíamos todos luchar por calificar a alguna obra como el libro del verano. Y que la acaben leyendo hasta Georgie Dann y Leticia Sabater.

Cómo montarte una librería con 300 ejemplares esenciales
Al hilo de la historia que contaba hace dos semanas en este mismo espacio, donde un hombre se quejaba de que nadie quisiera hacerse cargo de la librería de su fallecido padre cuando él fue el primero que la descartó como parte de su inventario vital, me veo en la obligación de realizar serias advertencias sobre todos aquellos que, o quieren comenzar a crear la biblioteca más maravillosa de sus vidas, o que por el contrario son jóvenes deseosos de acceder a los clásicos y a sus cercanos aunque se encuentren sin blanca. Porque gracias a la falta de escrúpulos de los herederos de los padres, salvo si lo que dejan es dinero, casa con piscina o acciones del Banco Santander, se pueden encontrar en librerías de segunda mano auténticas joyas por, a lo sumo, dos o tres euros. O sea que, si buscas bien y negocias mejor, por menos de mil euros te haces con la mejor colección de libros que muchos, donde yo mismo me encuentro, hemos sido aún incapaces de crear (en mi caso porque prácticamente sólo compro a estrenar). Y para muestra dos botones. El primero: accedí a un anticuario aún no sé ni por qué razón –no tengo ni propiedades ni dinero ni gusto por los muebles–, cuando de pronto, torcí la cabeza ante unos cuantos libros yéndoseme la vista hacia uno de apariencia vieja con tapa dura y verde que resultó ser una primera edición escocesa y en inglés de los ensayos de Hume del año 1949. Cuando alborotado por la emoción pregunté a la señora por su precio, ella extendió la mano para, tras tomar el libro, posarlo sobre las mías. “Es todo tuyo. Aquí no vendemos libros, sino muebles. Y es la primera vez que alguien pregunta por el precio de alguno. Llévatelo”, me espetó. Y de allí que me fui, alucinado y dichoso. Al día siguiente, en una tienda de telas que en su puerta principal coloca una caja de madera donde se fomenta el llevarse o entregar libros, otro de tapa dura sobre Mao Tse–Tung de Robert Payne que me traje para casa. Con esto quiero decir que, aunque comprar libros a estrenar sea conveniente para editoriales, autores y tiendas de libros, existe la posibilidad de salir adelante sin tener que pedir un crédito al banco. O sea, que mejor que la macetita con la planta falsa en la balda del salón donde también se encuentran esparcidos todos tipo de souvenirs, mejor, qué digo, mucho mejor, una buena selección de libros que para alguien, alguna vez, debieron ser esenciales.

Vera y Vladimir Nabokov
Exofonía
Ayer mismo alguien me preguntaba si leía libros en inglés. Le dije que no. Que suficiente tengo con tratar de mejorar mi lengua castellana y de que ciertos vocablos en desuso no me abandonen a mí también. Y que claro, puedo leer noticias o titulares de periódicos en la lengua franca mundial, pero que mi tiempo es oro y que, salvo poemas de algunos autores norteamericanos, me ciño a mi lengua materna. Y les hablaba sólo de leer en otro idioma cuando la locura absoluta es poder escribir, no una nota o un correo electrónico, sino una obra literaria a través de un lenguaje que al menos al inicio de tu vida no era el tuyo. Nabokov fue uno de los casos más sonados. Ruso no sólo de nacimiento, sino que allí se hizo hombre, al pertenecer a una familia poderosa y amante de la perfección, estudió inglés mucho y bien. Los sorprendente es que tras escribir sus primeras obras en ruso tomó el inglés como su lengua para escribir libros, entre ellos la fabulosa novela Lolita que las mentes censoras de nuestra época creen que es un libro de un enfermo que fomenta la pedofilia, cuando en realidad es una obra maestra prosística que el mismo Vladimir se encargó de traducir al ruso para que no se perdiera nada, entendiendo que también utilizaba frecuentemente el francés intercalado con el inglés. Jack Kerouac, americano de nacimiento, utilizaba en casa siempre el francés ya que sus padres eran naturales de Quebec, y cuando decidió escribir con esas frases como impulsos que disimulaban su escasa pericia literaria, lo hizo en inglés. Emil Cioran, un filósofo que debería ser leído por obligación y rumano de nacimiento estudió en su propia lengua romance además de en alemán. Ya mayorcito –a los veintiséis años de edad–, se mudó a Francia, país desde donde escribió su maravillosa obra. Pues bien, el gran Cioran a partir de su residencia francesa escribió sólo en francés, cuando hasta casi la treintena de edad seguía siendo su tercera lengua. Charles Simic, nacido en Yugoslavia y que se fue a los USA con su familia a los 16 años de edad, comenzó a escribir sus poemas en inglés porque las chicas no entendían el serbio. De todas formas, hay que separar el ser poliglota con el poder escribir obras literarias en otro idioma que no sea tu lengua materna. Porque ahí radica el excelso mérito. Porque podrás hablar en siete idiomas y escribir sólo en uno y mal. Y si no que se lo pregunten a José Luis Moreno.

