Continuación de “Cuando se vacían las playas” (2012), “La Ciudad Amurallada’ de Eduardo Iglesias (Hermida, 2025) presenta, como en aquella anterior entrega, un infierno distópico que encuentra su contrapunto y su salida liberadora en la aventura del relato de carretera.

Las distopías se han caracterizado tradicionalmente por dibujar un futuro apocalíptico con rasgos reconocibles en las sociedades del presente, que, de este modo, quedan retratadas y delatadas en la tentación totalitaria que subyace bajo ciertos síntomas, tics y vicios que ya muestran de forma inquietante aunque no en toda su virulencia. En esa joven tradición se situaba “Cuando se vacían las playas”, la novela que el escritor donostiarra Eduardo Iglesias publicó en 2012 y que añadía al género diatópico un cariz de posmoderno y deudor de este tiempo en el que, como las grandes catedrales de los sistemas filosóficos, la novela total ha cedido el paso a la “novela parcial”, que ofrece una visión fragmentaria y modesta, precaria, de la realidad a la cual responde con su descripción realista o -como es el caso- con la elaboración fantaseadora y fantasmalizadora de la ficción. La distopía que pintaba en aquella obra Iglesias se situaba en el año 2036 y su protagonista, el detective J Solo, nos venía a decir que las cosas son susceptibles de empeorar notablemente.  

‘La Ciudad Amurallada’, la novela que Iglesias publica en estos días, nos devuelve a aquellas páginas de ‘Cuando se vacían las playas’, pero para constatar que las cosas han ido a peor, en efecto, desde aquel lejano 2036 del que ahora nos separan veinte años. Ya no solo está prohibido fumar y beber sino que no hay bares en donde te sirvan un refresco ni bibliotecas, ni museos, ni salas de conciertos. Y J Solo, al que creímos muerto, ha conseguido rehacerse de las graves lesiones y heridas de los disparos que en su día recibió, pero ya es un hombre distinto, desentendido de su lucha contra el orden establecido, transformado en un orador pacifista y un músico fantasma, un viejo loco que viaja en una furgoneta con un piano y una perra interpretando a Shostakóvich ante los más improvisados auditorios, aunque las fracciones rebeldes lo sigan teniendo por héroe y fuente de inspiración. El género de carretera vuelve a presentarse como una salida del infierno distópico y una alternativa romántica que aquí adquiere unos tintes coloristas de épica de western. Aunque conduce una furgoneta, ese J Solo con su piano y su perra posee una inconfundible aureola de predicador chiflado del lejano Oeste en el technicolor de los años 60 y 70.  

 

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Tanto ha cambiado que ni siquiera lo reconoce la propia Lara Márquez, con la que tuvo un ‘affaire’ sentimental en la anterior novela y que, en el presente, capitanea la guerrilla insurgente frente a la urbe fortificada que da título al libro. Asimismo aparece un tercer personaje en escena, un mercenario llamado Samuel Negro, alistado con la represión, que tendrá un encuentro con el protagonista donde reside el nudo de la trama argumental.

Si en ‘Cuando se vacían las playas’ se podían atisbar coqueteos postnovelescos con el género negro, a los cuales respondía la condición de investigador de casos criminales de su héroe, en ‘La Ciudad amurallada’ se advierten flirteos con el género de espionaje y contraespionaje así como una profundización en el onirismo de hace trece años, que de lúdico habría pasado a adquirir unos decorados crepusculares.

La generación del mayo francés abrazó el “prohibido prohibir” como lema, pero la deriva que ha seguido la política en las décadas posteriores a la de los 60 no ha sido muy fiel a esa consigna. A la cultura de la restricción clásica, que aquella juventud podría identificar con el gaullismo y la moral conservadora, le ha seguido un nuevo prohibicionismo de signo progresista que le hace la pinza a la sociedad de las libertades, esta vez apelando al bien común y a una ética utopista. El resultado de ese cerco al libre albedrío es un modelo social cada vez menos lejano al que Curzio Malaparte definió irónicamente como la dictadura perfecta: “Régimen en el que lo que no está prohibido es obligatorio”. Es esa deriva la que justifica el creciente auge de la literatura distópica posmoderna, que, como la anterior, la moderna a secas, se nutre figurativamente de los totalitarismos que asolaron el siglo XX aunque con unos novedosos ingredientes de imaginería futurista-medievaloide, de nostalgia underground y psicodelia. Sin embargo hay algo que se repite: el definitivo papel que jugaba la ilusión del mañana. Tanto el comunismo como los nazifascismos rindieron un gran culto a la ciencia, a la técnica y a la estética futurista. De esa deriva híbrida, que no nos permite distinguir si ‘el mundo feliz’ de Huxley era de izquierdas o derechas, se hace eco esta nueva entrega de Eduardo Iglesias. ‘La Ciudad amurallada’ nos lleva a un territorio carente de libertad donde se hallan proscritas todas las modalidades de placer, incluidas las artes, que todavía, en nuestros días, constituyen la felicidad en el reino de este mundo.

 

Foto de Alessandro Chiarini

 

En ‘Cuando se vacían las playas’ ya se nos daba cuenta de esa metrópoli encajonada entre muros, pero quedaban algunos espacios fuera de ella y de su control tecnológico-policial. Todavía quedaban ciertos vestigios de la Ciudad del Siglo XX, o también denominada Antigua Ciudad Abierta, en donde los inadaptados podían refugiarse. Pero aquellos territorios ya han desaparecido en un presente hostil que ha reducido el estrecho círculo de escapatoria de éstos a unas precarias cavernas entre las que no falta una Cueva Presocrática que hemos de suponer  anterior a aquella de la que nos hablaba Platón en el libro VII de la ‘República’. Iglesias recrea, así, referencias filosóficas, como esa metáfora del conocimiento, en lugares míticos que ilustran la geografía imaginaria de su cosmos narrativo.

 Eduardo Iglesias es un escritor que atraviesa una fase de revisión de los héroes que creó hace varios lustros. Revisión que consiste en la evolución del hombre de acción barojiano hacia un estado de melancolía, de recuerdo y de reflexión. De este modo, J Solo experimenta un proceso muy distinto en los detalles, pero al mismo tiempo paralelo en el fondo, al que vivía en 2023 el personaje de ‘Manga Ranglan y el viento de la memoria’, que había sido creado en 1992. En ambos casos, nos hallamos ante una sutil fantasmalización del luchador en retirada. Si en el caso de Manga Ranglan este movimiento se producía en un apartamento, el caso del guerrero de “La Ciudad Amurallada” va a tener lugar en un decorado exterior, muy logrado por su plasticidad colorista y su marcado tono poético.  Sin embargo, conviene recordar que J Solo es un pariente del Ave Fenix, que en su trayectoria vital nace y renace de sus cenizas. Baroja nos dijo que la acción es lo único que puede curarnos de la melancolía de la existencia. En ‘La ciudad Amurallada’ la acción parece detenerse en el espectacular desenlace, pero J Solo siempre tiene cartas en la manga.