Una reconstrucción de Esparta: el pórtico persa y el lugar de consulta de los lacedemonios. Pintura de Joseph Michael Gandy

 

César Fornis acaba de publicar “Esparta. Ciudad de la virtud y de la guerra” (La Esfera de los Libros, 2025). Habrá que dedicar la atención a tan excelente trabajo. Pero es que el mismo no se entiende sin lo que él mismo dio a la luz en 2019, “El mito de Esparta” (Alianza Editorial) que es donde ahora vamos a poner el foco.

El DRAE ofrece tres acepciones de espartano. Las dos primeras son meramente geográficas: “Natural de Esparta, ciudad de la Grecia antigua” y “perteneciente o relativo a Esparta o a los espartanos”. Pero hay un tercer significado que va más allá: “Austero, sobrio, firme, severo”. Y con los siguientes sinónimos: “austero, sobrio, riguroso, duro, firme, severo, estricto, rígido”.

De la voz lacónica también tenemos tres acepciones. La primera de ellas hace referencia a “laconio (perteneciente a Laconia)”, que es la comarca del Peloponeso donde se ubica Esparta. La segunda de las respuestas tiene ya otro contenido: “Breve, conciso, compendioso”. Por ejemplo, “Lenguaje, estilo lacónico. Carta, respuesta lacónica”. Con los siguientes sinónimos: “conciso, escueto, parco, breve, sobrio, sucinto”. Pero aún encontramos una tercera posibilidad, referida a la gente que gasta esos modos a la hora de expresarse: “Que habla o escribe de manera lacónica”. Por ejemplo, “escrito lacónico, persona lacónica”. Con los antónimos de “locuaz, verboso”.

 

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En fin, para el adjetivo lacedemonio, el nombre histórico de aquella polis y de sus nativos, nos encontramos dos respuestas. La primera es “natural de Lacedemonia, país de la antigua Grecia. Usado también como sustantivo”. Y, por la segunda y última, “perteneciente o relativo a Lacedemonia o los lacedemonios”.

Sí, hay lugares cuyos habitantes presentan hechuras comunes -el carácter nacional del que habló Julio Caro Baroja, el genius loci, …- que, llevadas al extremo del estereotipo, se terminan convirtiendo en verdaderos rasgos de identidad colectiva. Y se mantienen en el tiempo, aun cuando la realidad haya cambiado y esos clichés -positivos o casi siempre negativos- hayan dejado de responder a ella: ya se sabe lo de Georg Steiner, cuando afirmaba que “los estereotipos son verdades cansadas”. Como bien dice Paul Cartledge en frase que el libro de César Fornis recoge en página 289, “Esparta, para bien o para mal, es una marca (a Brand), no sólo un nombre”. Y lo mismo cabe decir de lo lacónico.

O, dentro de España, los catalanes, los gallegos o los andaluces. Y, en el interior de estos últimos, los sevillanos y los granadinos. Que cada uno ponga los concretos calificativos -y los juicios de valor, por supuesto- que sin duda le vienen a la cabeza.

 

Dibujo en un antiguo vaso de mujeres espartanas en una prueba de atletismo

 

¿Cuáles son esos rasgos en el caso de Esparta y en general los habitantes de la región de Laconia? Que se trataba de una sociedad disciplinada, fruto de una educación muy rígida, cuyos habitantes se expresaban, sí, con gran economía de medios y sin la menor concesión a la galería: la retórica era lo más opuesto a sus modos. El arquetipo es, por supuesto, Leónidas, con sus trescientos de las Termópilas, cuya derrota en 480 antes de Cristo en las guerras médicas frente a las tropas de Jerjes, lejos de depreciarlo, lo ha convertido en un icono de dignidad y grandeza. Y, como todo estereotipo, Esparta -la autoritaria, para emplear una palabra poco amable- tiene su némesis en Atenas, la democrática. Los legisladores Licurgo (por cierto, también el nombre de un personaje de Doña Perfecta de Benito Pérez Galdós) y Solón encarnan los respectivos arquetipos personales en lo que hoy llamaríamos la clase política o las dirigentes.

En la batalla del relato, desarrollada desde entonces a lo largo de miles de años, Esparta (triunfadora frente a Atenas en la guerra del Peloponeso: 431 a 433 antes de Cristo) ha acabado viéndose severamente derrotada, porque su papel ha sido el del antipático, cuando no el aguafiestas o económicamente el miserable. Es lo que explica con todo lujo de detalle este libro, ya desde su mismo rubro: “El mito de Esparta”, con el subtítulo -nada exagerado, aunque se antoje pretencioso- de “Un itinerario por la cultura occidental”. Es un libro de historia, sí, pero no de la historia de la ciudad de Esparta, sino de historia de las ideas políticas: lo que, a lo largo del tiempo, se ha ido pensando, para lo bueno y para lo malo, sobre lo que fue aquello. Con los sesgos, los maniqueísmos y las simplificaciones que en esos menesteres resultan inevitables y que el autor explica, aunque con todos los matices que son necesarios para que el lector pueda ir formando su criterio propio y soberano.

¿De qué otra región o país, más cercana en el espacio y sobre todo en el tiempo, pudiera decirse que encarna los ideales -para lo que gusta y para lo que disgusta, se insiste- de la Esparta de hace más de dos milenios? Sin duda alguna, Prusia. Nadie ignora (o, mejor dicho, nadie debiera ignorar si acaso fuere medianamente culto) sus felices y modernizadoras reformas políticas de las primeras dos décadas del siglo XIX -resulta inevitable mencionar a Karl Freiherr von Stein y a Karl August von Hardenberg-, que en España estudió Alejandro Nieto en un memorable libro, El mito de la Administración prusiana, de hace casi setenta años, hoy disponible en formato electrónico en el Instituto Clavero Arévalo, de Sevilla.

 

Temístocles honrado en Esparta, ilustración de A. C. Weatherstone, 1915

 

Pero, pese a esa brillante historia, la mala reputación acabó llevándoselo todo por delante. El 25 de febrero de 1947, apenas terminada la Segunda Guerra Mundial y con Alemania dividida en zonas de ocupación -tres occidentales y una oriental-, el Consejo de Control Aliado aprobó el Decreto -o Ley, porque las palabras ahí significaban poco o nada- de abolición de Prusia (Abschaffung von Preussen). La Exposición de Motivos, por así llamarla, contenía una verdadera condena. “El Estado prusiano, que desde los primeros días ha sido portador del militarismo y lo reaccionario en Alemania, ha dejado de existir de facto”. Más aún: si se decide la abolición es “por el interés de presentar la paz y la seguridad de los pueblos y con el deseo de asegurar una reconstrucción de la vida política de Alemania sobre una base democrática”. Unas palabras lapidarias -lacónicas, sí- para motivar el veredicto, pero sabiendo todos que se trataba de una lanzada a moro muerto porque en 1947 lo que no existía –de facto y también de iure– era la propia Alemania, que no contaría con la Ley Fundamental de Bonn (para las tres zonas occidentales) hasta dos años más tarde y en la que el régimen de ocupación -en el oeste- se mantuvo formalmente en vigor hasta 1955. Más aún: Prusia, como Land, había dejado de existir en los primeros meses de 1933, cuando Hitler llegó al poder y el régimen descentralizado de la República de Weimar quedó reducido a la nada.

En síntesis, lo resuelto con tanta solemnidad en 1947 forma parte de la literatura de ficción, cuando no meramente fantástica: sin ello, la realidad habría seguido siendo la misma. Y con eso no se está desconociendo la extraordinaria relevancia de la propaganda -el relato, sí, sea para elogiar o para denostrar- en la vida: en 1947 Prusia se encontraba fatalmente sentenciada y no había quien pudiera evitarlo.

La referencia a Prusia ocupa un lugar propio en el libro de César Fortis, cuyas páginas 242 y 243 son de referencia obligada. Para recoger las palabras literales: “En 1824 Karl Otkried Müller -Profesor en la Universidad de Göttingen y pionero junto a Barthold Georg Niebuhr de una «Historia de la Antigüedad» convertida en disciplina académica- pública Los dorios, libro de enorme transcendencia”. Porque sucede que “Müller reformula la leyenda de Esparta en clave romántica, a la vez que sienta las bases de la mística moderna en torno al dorismo”. Y es que “frente a una Atenas abierta y liberal, Esparta encarna bien el Estado robusto, hermético y de sólida unidad nacional que prefigura un Estado alemán jerarquizado y militarizado, aunque en estos años se trate aún de Prusia”. Y para sintetizar: «De hecho, Müller llama a los espartiatas Preussen der Antike, ´prusianos de la Antigüedad´».

 

César Fornis. Foto de José Ángel Garcia

 

Pero el libro de Fornis es mucho más completo, como acredita su índice, con capítulos específicos dedicados a la idea de Esparta -entonces, muy positivos- en el renacimiento (“modelo político para humanistas, utópicos y monarcómacos”), en la ilustración, en Estados Unidos (“desde los Padres Fundadores a la Guerra de Secesión”) y en la revolución francesa, con Saint-Just en un lugar destacado, ya que, como se explica en páginas 224 y 225, era “el más idealista y el más espartano de los jacobinos”, porque “su estilo era lacónico, su carácter austero, sus costumbres políticas severas”. Y también Robespierre, del que se recoge su informe de 7 de mayo de 1894 (18 de floreal del año II) ante el Comité de Salud Pública: “Los siglos y la tierra se reparten entre el crimen y la tiranía; la libertad y la virtud apenas han descansado un instante en algunos lugares del globo. Esparta brilla como un relámpago en las inmensas tinieblas”. Que el destino de ambos -Saint Just y Robespierre- fuese trágico (por méritos propios, sin duda), y además muy pronto, no ayudó precisamente a que el futuro de la imagen de su reivindicada Esparta resultase brillante: más bien justo al contrario. Y no digamos el hecho de que, en los años treinta y cuarenta del siglo XX, fuese el nazismo el que intentase apropiarse de las aportaciones laconias: hay abogados defensores que, lejos de beneficiar a su cliente, lo que hacen es perjudicarlo hasta el punto de dejarlo inservible para los restos.

Aunque, para decirlo todo, habría que recordar que en Alemania también la izquierda tiene idealizado a lo lacedemonio. En 1918 y 1919, el grupo de Rosa Luxemburg -el Partido Comunista, para entendernos- se llamaba la Liga espartaquista: será verdad eso de que les extrémes se regoignent. Y no sólo en tierras germánicas: en el mundo soviético, a algunos equipos de fútbol se les puso el nombre de Spartak, empezando por el de Moscú. Aunque debe advertirse que son muchos los que piensan que esas denominaciones vienen de Roma, del legendario gladiador Espartaco, que era de otra región, Tracia, al norte de Egeo, hoy dividida entre Bulgaria, Turquía (la Turquía europea) y la propia Grecia.

Particular interés tienen los capítulos 13 (“El mito en la calle: la recepción de Esparta en la cultura popular”) y 14 (“El ariete de mito: Leónidas y las Termópilas en la tradición occidental”), con las referencias cinematográficas recientes que están en la mente de todos y que, para muchas personas, sobre todo los más jóvenes, fueron la primera ocasión -y la única- de conocer este riquísimo desarrollo de la historia de las ideas.

 

Louis-Antoine de Saint-Just. Atribuido a Jacques- Louis David, finales del siglo XVIII

 

Y eso sin olvidar lo relativo a Helena, mal llamada de Troya, pero que en realidad venía de Esparta, donde -perdón por recordar lo que es notorio- había esposado a Menelao, el rey. De hecho, el libro incluye un Capítulo 11, para explicar que la ciudad también dio lugar a un mito de género: una suerte de feminismo anticipado.

En el Epílogo, el autor nos pone al corriente de lo que ha sucedido -al cabo, se trata, sí, de un itinerario por la cultura universal, como en efecto reza el subtítulo, en un recorrido que llega hasta nuestros días- en las últimas décadas: primero, la puesta de relieve de los rasgos negativos de la sociedad espartana, en especial la presencia de los ilotas o esclavos, que eran la inmensa mayoría, lo cual desacredita el argumento de la igualdad; y segundo, la relativización de la singularidad lacedemonia dentro del abigarrado planeta de las polis griegas, al grado de haber terminado llegando a “un escepticismo rayano en el pirronismo”, cuando no un “abierto negacionismo”. Para terminar así: “(…) El mito de Esparta parece haberse agotado para los historiadores de la Antigüedad, al menos por el momento. El tiempo dirá si se trata solo de un ciclo o por el contrario de un sólido dictum”: páginas 346 y 347.

Ni que decir tiene que en un texto tan breve como éste hay muchas cosas que se tienen que quedar en el tintero. Por ejemplo, el retrato que de Licurgo hizo el romano Plutarco en sus Vidas paralelas. O lo que explicó Pausanias, el historiador y geógrafo, también después de Cristo, acerca de sus viajes por Grecia. O el hecho de que, hablando precisamente de Homero -o sea, remontándonos muchos siglos hacia atrás-, el nombre que le daba al conjunto de los griegos era el de aqueos.

En la siguiente entrega me ocuparé, sí, del libro recién publicado por el mismo autor, la citada “Esparta, ciudad de la virtud y de la guerra”. Pero había que empezar poniendo las cosas en su contexto. En su sazón, que diría Cervantes. Estas líneas son solo algo así como un aperitivo.

 

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