Annie Leibovitz. Keith Richards, Weston, Connecticut, 1992
En la portada de la autobiografía del guitarrista de los Rolling Stones Keith Richards (Dartford, 1943), su nombre destaca más que el título: ´Vida´. Escrita con la ayuda de James Fox, esta variante tipográfica suele ser habitual cuando se trata de libros sobre famosos o celebrities como dicen los devotos de las alfombras rojas. Entonces tememos toparnos con una colección de lugares comunes a mayor gloria y fama del autobiografiado. Sin embargo, el libro se aleja de los oropeles y cuenta una vida colosal durante una época excesiva, y sin penitencia alguna.
A diferencia de Mick Jagger, la otra cara más visible de los Stones, mas altivo y narciso, Richards es el lado amable de esta banda de rock. Un personaje que ha representado a la perfección el papel del roquero puro y duro, el chico malo y salvaje que se compró una pistola al comienzo de su carrera musical e hizo uso de una navaja durante largo tiempo. Tampoco dudó nunca en meterse en una pelea o responder a una ofensa. Por todo ello, y mucho más, ha ejercido de padre espiritual de los múltiples roqueros que decidieron ir por el lado salvaje de la vida con menor fortuna (vital y de bolsillo) que él.
Nuestro héroe ha tenido suerte y ha llegado sano y salvo a la última vuelta del camino, al igual que sus compañeros de grupo. Amante de los excesos, entre otros episodios vitales fue yonqui durante una década junto a su primera mujer, la modelo italogermana Anita Pallenberg. Pero no fue la única sustancia que le acompañó porque drogas y rock suelen aparecer bajo las luces de neón del backstage y forman parte del medio ambiente.
Lo que resulta claro es que aún disponiendo de todo el dinero del mundo para invertir en la compra de droga, Richards no logra eliminar el estado primario de todo adicto y que es la imperiosa necesidad de conseguir más droga. Lo cual conduce a búsquedas desesperadas, persecuciones policiales, tribunales y otros perjuicios importantes. Él atribuye su supervivencia a que pudo disfrutar de la máxima calidad y que no aumentó la cantidad para potenciar el efecto aunque no lo refleje en todas las páginas. Pero su visión es honesta y no cae en los tópicos de rigor.

Anita Pallenberg, Tala y Keith Richards
Sin embargo, los testimonios de los adictos varían en la forma pero no en el fondo. La transferencia mágica que supone intercambiar el miedo a la muerte por el quedarse sin dosis. De este modo el futuro queda aparcado en un presente que gira siempre alrededor de la droga. Y para entender mejor la toxicidad de Richards se puede leer otro de los escasos libros escritos sobre los Rolling Stones desde dentro. Me refiero al de Tony Sánchez, apodado Tony el Español: “Yo fuí camello de Keith Richards”. El retrato que hace de Richards y compañía es bastante despiadado. ( Richard le devuelve la pelota en su autobiografía). Sánchez, hijo de emigrantes españoles, era un pequeño mafioso del Soho londinense que se ocupaba de todo un poco para Richards, en especial de conseguirle drogas.
En asuntos de corazón y sexo, Richards es un romántico y por eso sus amores, aparte los ocasionales cuando estaba de gira con las groupies de rigor, se desenvuelven alrededor de mujeres complicadas, como Linda y Anita Pallenberg. Pero la línea entre la neurosis y la pose es muy tenue en ambientes donde el exceso es norma y prestigio. Se empieza de amante apasionado y se acaba de enfermero. Mujeres difíciles de llevar, caprichosas y exigentes. Parece que a nuestro héroe le gustaba la dificultad y el sacrificio, y al igual que con la heroína, cuanto más se sufre por conseguirla, más se disfruta luego.
A diferencia de Jagger, Richard no es un seductor. Cree en la buena música y en la fraternidad generalizada que practican los verdaderos grupos de rock, la pandilla de toda la vida con valores como la lealtad y cierta hombría donde la masculinidad no está en crisis frente al feminismo rampante gracias a su poderío.
El retrato que hace de Jagger es bastante demoledor. Un narciso que busca el control y el poder. No le gustan los excesos ni los chicos malos o las drogas duras, sino el poder y la fama propia y ajena. Amigos desde la infancia pero opuestos, en su larga carrera musical estuvieron a punto de separarse varias veces. Pero ninguno de los dos logró triunfar del todo en solitario y el público les condenó a seguir juntos, aunque distantes, hasta la muerte.

Patti Hansen y Keith Richards fotografiados por su hija Alexandra
Llama la atención la cantidad de horas y trabajo que conlleva hacer un disco tras otro con sus canciones, arreglos y producciones varias. En los años sesenta, pese a tener éxitos mundiales como Satisfaction, debían sacar una canción nueva en cuatro semanas y sin repetirse. Luego las sesiones de composición y producción llevan consigo noches eternas durante semanas, y así siempre. No hay gloria sin trabajo previo.
Pero volviendo al personaje Richards su fidelidad es enternecedora en un mundo tan cambiante. Frente a un Mick Jagger que se deja nombrar Sir por la corona británica, Richard sigue apegado a su estilo, incluso una vez encontrada la estabilidad sentimental con su segunda mujer, la norteamericana Patti Hansen. Padre de cinco hijos (uno fallecido a los pocos meses), y abuelo de dos, vive entre su casa de Connecticut y Jamaica, sin renunciar a su puesto de rebelde, ahora limitado a declaraciones a los medios como que se fumó las cenizas de su padre (detalle que aclara en el libro)o que Jagger debería hacerse una vasectomía.
Desde luego hay vida en este libro, anécdotas e historias detalladas que ayudan a recomponer unas décadas claves y un grupo único que adaptó la música negra para un público blanco. ¿Lo peor del libro? La receta final de salchichas con puré de patatas, presentado como una gran aportación gastronómica incluida la salsa HP. Un detalle que sólo se puede comprender si vemos en Keith Richards a un genuino guitarrista británico apegado a sus orígenes.
El título de este libro es verdad. Vida.