“La conquista del Dru” (Mis montañas, 1961), de Walter Bonatti, que yo leí de la Biblioteca de Selecciones(1970), es el relato de la hazaña que supuso escalar el Pilar suroeste del Aiguille du Dru y su detallado ascenso metro a metro. Llegados a Chamonix por el valle del Arve, se nos introduce en una lucha de cinco días contra aquella montaña de los Alpes franceses, participamos de la angustia, las hinchazones, los espasmos y la sangre, hasta comprender la forma en que montaña y hombre se vuelven consustanciales. Su lectura instruye en el mundo del alpinismo incluyendo un glosario de nudos, anillas, grietas y paredes de las montañas. Pero, aventura al fin, narra las peripecias de un grupo de personas, un héroe que se destaca, la intrepidez y la victoria, las inflexiones de una voz interna que tiembla temerosa y la fuerza surgiendo de las mismas profundidades del alma; Bonatti se refiere a la conexión que hay entre las victorias sobre la naturaleza y “las conquistas interiores dictadas por el espíritu”.

No menos extraordinario para mi niñez fue encontrarme con las descripciones que realizaba Alan Devoe del bosque por donde la liebre de las nieves saltaba los montoncillos de copos blancos que se destacaban de los oscuros verdes de cedros y helechos o los detalles aterradores que Jack Denton Scott daba sobre los leones asesinos de Tsavo y Mikindani y sus observaciones en los parque de Kruger y Nairobi que enviaban para su publicación en la Reader´s Digest.

Los viajes y la literatura me parecían y me siguen pareciendo una combinación inigualable. Asimismo, son extrañas las sensaciones que genera en el lector. Aunque el registro diario de una expedición aspire a la fidelidad, el lector no descartará que el narrador haya incorporado elementos de ficción, y no estará equivocado. Paradójicamente, el lector fantaseará que un texto de ficción tenga componentes verídicos, aunque se trate de Los viajes de Gulliver.  

 

Comprar en Amazon

 

El verano peligroso (1960) de Ernest Hemingway retrata a la perfección la vida de un hombre de acción que nunca se subordinó al Hemingway escritor. El Hemingway aventurero, el temerario, el trotamundos tiende a precipitarse sobre el texto con violencia y belleza. Casi siempre se impone la sangre caliente, pero nadie podría quejarse de un estilo de escritura que “multiplica la intensidad”, tal como escribió Carlos Baker en su biografía del autor, y que persiste en mostrar el mundo como lo ven sus ojos: salvaje y peligroso. Eso es lo que Borges no toleraba de Hemingway, “el entusiasmo didáctico de exhibir homicidios”, como dijo de la novela Tener y no tener y que en parte esta narración de viajes tiene como eje. El verano peligroso trata sobre la muerte y la muerte en tanto expresión cultural.

Hemingway recorre las plazas de toros más importantes de España siguiendo el rastro de sangre de dos famosos matadores. En el trayecto, Hemingway alude a los conocimientos que adquirió durante la escritura de su novela Fiesta cuando participó en los Sanfermines, que aludía a las fiestas taurinas, y que más tarde ampliaría con Muerte en la tarde; aprende cosas nuevas, se especializa y las incorpora a su obra a la manera de una didáctica intensiva: el texto se puebla de cursivas en castellano con términos específicos sobre las corridas, lo que habrá significado una llamativa novedad para el lector en inglés, tanto como para el lector en castellano desconocedor de la tauromaquia: verónicas, faenas, picadores, muletas mientras la lectura tensa va siendo apuñalada con detalles lentos y suaves que parecen una caricia, que confunden los actos de amor y de muerte; dice: “para clavarle la espada con la palma de la mano e inclinarse de modo que hombre y bestia constituyan una sola figura conforme el acero se hunde hasta que ambos quedan unidos”. Luego agrega: “Es la más bella forma de matar al toro”.

Cuenta James A. Michener en la introducción de la edición de Planeta, que Hemingway había recibido el encargo de la revista LIFE para escribir un artículo de diez mil palabras y que este ―motivado por la competencia de los toreros; los trayectos interminables que unían Alicante, Barcelona, Burgos, Madrid, Zaragoza o Málaga y el drama alrededor de comparaciones siempre odiosas y cornadas que por poco no penetran el recto y llegan al intestino― entregó ciento veinte mil. Los editores hicieron lo suyo recortando hasta llegar a un número de palabras lo suficientemente conveniente para un público norteamericano que era indiferente a las corridas de toros y que se ajustara a la dimensiones de una revista y a la fama del autor.

 

Foto de la portada de la revista LIFE donde se publicó el artículo y en que parecen de izquierda a derecha Luis Miguel Dominguín, Antonio Ordoñez, y Ernest Hemingway

 

Por fortuna, el libro encuentra un balance entre el mito del escritor que caza cocodrilos en la Florida y la sensibilidad de un hombre que quiere contar lo que lo emociona. Dice: “Entré en la jaula de un lobo que hacía poco capturaron en los alrededores para jugar con él. Decidí que lo peor que podía hacer era morderme. El animal era agradable y reconoció a alguien a quien gustan los lobos.” También: “Nos detuvimos en el primer pueblo donde dos cigüeñas anidaban en el techo de una casa […]. El macho le acariciaba el cuello con el pico, ella lo miraba con toda […] devoción.”  

El ánimo de Hemingway es siempre curioso y dispuesto al asombro. Explora, interviene, busca para que ningún asunto le sea ajeno ni remoto; no se perdonaría que la vida pasara por su lado sin tocarlo. Nunca es un simple espectador. Se siente el placer y la desgracia, la satisfacción tras comer y beber en una casa con pinos en la cercanía de las montañas, la sencillez en la actividad hogareña de comprar cerezas para guardar en la nevera portátil. Entre momentos pueriles y momentos grandiosos se alza el relato de viajes. Y uno puede refugiarse en unos o aventurarse en otros. Confiar en que hay tanto realidad como ficción como la que uno desee. Caer extenuado después del itinerario en la cama de un hotel o junto al toro sangrando.

 

El torero Antonio Ordoñez y Ernest Hemingway en Haro (La Rioja) durante el verano peligroso de 1959.