Foto de Agustín Centelles, 1936
- Lo malo de los legisladores no es que se metan al oficio de historiador -al cabo, no se puede establecer nada deseable para el futuro sin haberse tomado la molestia de conocer el presente y el pasado y haber sacado consecuencias-, sino que, cuando lo hacen de manera explícita, emplean los únicos instrumentos que tienen, que son muy toscos: lo que los pintores llaman, en expresión nada amable, la brocha gorda. Muy en particular si ese veredicto sobre el pretérito no pretende recoger opiniones generalizadas -en la episteme, en la doxa o en ambas- sino que se concibe y se diseña al servicio de la polarización del presente: se trata precisamente de crear opinión, distinguiendo entre los buenos (yo) y los malos (tú). Más aún: todo mi pasado es bueno y todo tu pasado es malo. La brocha se ensancha hasta mostrar hechuras propias de las personas de obesidad mórbida.
La Ley 20/2022, de 19 de octubre, de Memoria Democrática, asumió el empeño -en rigor, innecesario para sus propósitos- de idealizar a la Segunda República. En el Preámbulo, II, se menciona la Constitución de 1931 entre los “hitos de nuestra historia democrática”, que abrieron “momentos esperanzadores para el conjunto de nuestra sociedad”. Y, ya en una afirmación específica, del período 1931-1936 se realzan “sus avanzadas reformas políticas y sociales”. Todo muy guay.
Pero bien sabemos que leyes las hay de dos clases y sucede que las jurídicas -las aprobadas por los Parlamentos y publicadas en un Boletín Oficial, estableciendo en efecto condenas y distribuyendo aplausos para que la gente no se comporte y piense de una manera y sí de otra: lo que desde David Hume (1711-1776) llamamos el deber ser- son sólo una de ellas y no las más importante. También están las leyes físicas, que, a diferencia de las anteriores, no prescriben lo que se quiere que ocurra (que la gente no fume en los bares, que los conductores no vayan a demasiada velocidad, …), sino que describen lo que de hecho pasa: el ser, así guste o no. El científico, cuando las formula, se limita a describir la realidad. Con la mayor exactitud. Y ahí sigue siendo muy importante Isaac Newton (1643-1727), la tercera de cuyas leyes -en sentido físico, se insiste- puede enunciarse diciendo que toda acción genera una reacción de igual intensidad, pero en sentido opuesto.
Será por eso que en los últimos tiempos parece haberse abierto la veda entre los historiadores profesionales para poner de relieve que en el período 1931-1936 hubo muchos claroscuros o incluso más oscuros que claros. Por ejemplo, el libro de Sergio Campos Cacho y José Antonio Marín Otún, Violencia roja antes de la guerra civil. O, previamente, el de Roberto Villa y Manuel Álvarez Tardío, 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular. Por supuesto que la literatura que no comulga con la imagen idílica del período 1931-1936 es anterior: baste recordar que de 2005 es la obra de Stanley Payne, El colapso de la República. Los orígenes de la guerra civil (1933-1936). Pero es un hecho objetivo que el revisionismo -palabra también lastrada ideológicamente- se ha disparado, en cantidad y calidad, a partir de noviembre de 2022: apenas dos años, pero que han cundido una barbaridad. ¿Habría pasado lo mismo -esa eclosión de publicaciones sobre la materia y siempre poniendo sobre los puntos sobre las íes en lo que hace al desempeño de aquel régimen- si acaso no se hubiese aprobado la tal Ley? Todo son conjeturas y quizá no se trate propiamente de una reacción en el sentido de Newton -las correlaciones no siempre se explican por la relación lineal de causalidad-, pero la experiencia enseña que las coincidencias suelen obedecer a algo. Muy en particular en un país como el nuestro, en el que nada produce un rechazo tan general como eso que llamamos el oficialismo (o la ortodoxia, en términos griegos): basta que el Gobierno de turno, el que sea, diga A para que la gente pase a pensar que lo mejor está en B.
Recuérdese durante el franquismo, al menos en su etapa final: bastaba que un libro llevase el sello de Ruedo Ibérico para convertirse en objeto de culto. Otro ejemplo aún más chistoso: la gente acudía en estado de trance a los conciertos de… ¡Lluis Llach! Vistas las cosas con ojos de hoy, casi medio siglo más tarde, algo impropio de personas con buena salud mental.
Sí, época curiosa aquella: tener abierto un Consejo de Guerra por libertad de expresión no sólo no constituía un engorro, y menos aún un estigma, sino que el destinatario de la medida lo consideraba como una medalla, que exhibía orgulloso entre sus méritos. Fue el caso, por citar un nombre, de Albert Boadella: un verdadero héroe. Y, en aquella sazón, escuchar a los barandas del momento seguirse expresando en tono amenazador sobre lo que la gente ya consideraba algo encomiable resultaba esperpéntico o incluso surrealista: provocaba gran regocijo. Ya se sabe que los políticos suelen tener alterada la percepción de la realidad.
Sí, lo heterodoxo -un concepto siempre heteroreferencial, porque sólo se entiende una vez que se ha definido lo ortodoxo- es lo que acaba llevándose el gato al agua, por mucho que Don Marcelino Menéndez y Pelayo emplease la palabra con tono de descalificación: menudo favor les hizo a aquellos a los que quiso condenar.
Es lo relatado en el legendario bolero de Natalia Lafourcade, Soy lo prohibido:
“Soy ese vicio de tu piel, que ya no puedes desprender.
Soy lo prohibido, soy esa fiebre de tu ser, que te domina sin querer.
Soy lo prohibido, soy esa noche de placer.”
Así somos, sí. Todo lo que disgusta a los gobernantes -los que sean, insisto- provoca morbo, como “ese beso que se da sin que se pueda comentar”, “ese nombre que jamás fuera de aquí pronunciarás” y “ese amor que negarás para salvar tu dignidad”. Sí, lo prohibido. Lo máximo: la subversión -hoy, por ejemplo, el negacionismo climático- es lo que tiene ¡qué gozada!
En ese contexto ha visto la luz el libro, ciertamente voluminoso, que estamos glosando, que somete a análisis lo sucedido entre febrero y julio de 1936 -la primavera de aquel año y también los inicios del verano- sobre una base que la contraportada sintetiza con palabras felices: partiendo de que “sus protagonistas no sabían lo que iba a pasar en los meses siguientes y que cualquier salida era posible”.
Y es que “es el primer estudio de la primavera que explica en profundidad cómo reaccionó el Gobierno al desafío de la violencia política, analizando con distancia y rigor el papel de todos los implicados. Es también el primer trabajo que, de forma monográfica, ha investigado todas las víctimas de esa violencia -tanto muertos como heridos graves- y sus responsables. Gracias a una ambiciosa base de datos, construida pacientemente durante años con numerosas fuentes primarias, se ofrece un balance estadístico concluyente para comprender aquellos meses”. Se alude con ello al Apéndice, “Los números de la violencia”, de páginas 577 a 593, donde se ofrecen hasta 8 figuras, a saber:
– 1: Distribución provisional de la violencia en datos absolutos. A su vez, con desglose por número de episodios y víctimas totales. Madrid está a la cabeza de ambos.
– 2: Promedio diario de episodios y víctimas por titulares del Ministerio de la Gobernación. Distinguiendo cuatro períodos (el de M. Portela, el de Amós Salvador, el de la interinidad de Casares y el de Juan Moles) y, en cada uno de ellos, con dos promedios: por número de episodios y de víctimas.
– 3: Responsables del inicio de la violencia por grandes bloques: izquierdas (más de tres cuartas partes) y derechas (el resto).
– 4: Víctimas totales agrupadas por conjuntos genéricos: izquierdas (los que más, aunque no en tanta proporción), derechas, fuerza pública y otros.
– 5: Víctimas desglosadas por filiación política concreta: derechas s/d, fascistas, cedistas, alfonsinos, liberales, izquierdistas s/d, socialistas, comunistas, anarquistas y la categoría residual IR/UR.
– 6: Agresores agrupados por episodios y víctimas ocasionadas. En cada una de esas dos columnas se habla de izquierdas, derechas, policías y militares.
– 7: Tipos de armas utilizadas por número de episodios. De fuego, en el 62 por ciento de los casos.
– Y 8: Modalidades de acción violenta. Son (con dos columnas, una con el número de episodios y otra con el de víctimas) cinco: agresiones, atentado, colisión-tiroteo, choque con la policía y otros.

Foto de Agustín Centelles, 1936
La aritmética, y en particular la estadística, no está a salvo de manipulaciones, pero sin duda contribuye a dar apariencia de objetividad. Cosa distinta es que los resultados gusten a unos o a otros y, de hecho, estas cifras han sentado como un tiro en el oficialismo (aquí con el nombre específico de memorialismo, por la Ley de 2022), que se ha apresurado a descalificar el libro con los adjetivos al uso: el presentismo es así y, como los peronistas, se muestra incorregible. En el fondo -vuelvo a lo ya dicho-, a los autores les han hecho una propaganda que no hay dinero en el mundo para pagar. Algo así como, salvadas todas las distancias, los citados Consejos de Guerra por libertad de expresión de la época del tardofranquismo. Nos quejamos del oficialismo, siempre -en todas las épocas y sin discriminación de credos- tan previsible y elemental, pero, bien mirado, si no existiera habría que inventarlo.
La mejor prueba de ese saludable efecto beneficioso es que el trabajo de Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío ha dado lugar a muchas reseñas, de gente que (aun siendo cada uno de su padre y de su madre: solo faltaba) lo han aplaudido por su ecuanimidad. Por ejemplo y sin ánimo agotador:
* Octavio Ruz Manjón, ABC Cultural, 6 de abril de 2024: “Los frutos del odio sembrado”. Con el siguiente segundo titular:
“Este ensayo fundamental repasa el momento más transcendental de la historia de España en el siglo XX. Cinco meses entre las elecciones de febrero y el golpe de Estado de julio en los que se decidió el futuro de la República”.
Y es que “el odio se convirtió en un factor determinante de la vida política española”.
* César Cervera, en la misma publicación y fecha: “1936, el fantasma de la primavera pasada”. De los autores del libro se afirma que “hablan de cosas tan remotas (o no) como la radicalización del PSOE en los meses previos a la fuera civil, la quiebra del Estado de Derecho en nombre supuestamente del bien común o el descrédito de los moderados que, en un mundo al revés, exigían que cumplieran la ley los que gobernaban. En ningún momento ellos hacen paralelismos, son los hechos y fuentes primarias inéditas quienes los hacen, los que dibujan algunos de los pecados nacionales. La soberbia, la avaricia, la envidia… la ira”.
* José de Miguel Bàrcena, Letras libres, 1 de mayo: “Una historia de violencia”. En efecto:
“La primavera de 1936 se cuenta en este libro como una historia de violencia, a partir de un apabullante aparato metodológico inspirado en la microhistoria: los autores analizan pormenorizadamente centenares de agresiones, atentados y ataques con víctimas”.
* Rafael Núñez Florencio, El cultural, 3 de mayo: “Antesala de la tragedia incivil”, subrayando que “en estas páginas queda claro que, fuera como fuese la violencia primavera de 1936, la guerra civil no era inevitable”.
Y con las siguientes palabras iniciales, a modo de contextualización:
“La controversia en torno a los meses anteriores a la Guerra Civil se polariza en dos planteamientos enfrentados y casi irreductibles. La historiografía autodenominada progresista, que en sus formulaciones más radicales idealiza la República, subraya la normalidad del período, mientras que la historiografía conservadora enfatiza el ambiente de violencia, sosteniendo que la declaración abierta de hostilidades empieza con el triunfo del Frente Popular en febrero del 36 (incluso para algunos antes, en octubre de 1934, con la revolución de Asturias).
En ambos casos, se incurre en dos defectos: el principal, un enfoque más político que histórico que mira al pasado con categorías actuales y pretende dictaminar en términos rotundos y apriorísticos sobre la convulsa trayectoria de la España contemporánea. En segundo lugar, la tentación teleológica: saber que el 18 de julio estalló la guerra lleva a contemplar los meses anteriores como un camino abocado al abismo”.
El artículo de Núñez Florencio es muy enjundioso y en el último de los párrafos sobre el libro se refiere al apéndice “Los números de la violencia”, que califica de “interesantísimo”. Para concluir con el siguiente vaticinio:
“Por supuesto, la violencia del período no justifica el golpe militar pero los autores defienden dos tesis que, aunque fundamentadas empíricamente, resultarán polémicas: que el gobierno republicano había perdido el control del orden público y que sus palos de ciego se dirigían más contra las provocaciones fascistas que contra los agitadores izquierdistas”.
Vaticinio de 3 de mayo -hace ya varios meses- que se ha revelado certero: el oficialismo habría reaccionado en cualquier caso, pero, como los viejos censores del lápiz rojo, necesitaba una coartada y es en esas afirmaciones del libro donde la ha encontrado. Ya se sabe que los oficialistas (al cabo, cortesanos) están a la que salta.
* Antonio Muñoz Molina, El País, 15 de junio: “No basta la memoria”. Al igual que en el artículo anterior, se empieza sintetizando el panorama de las visiones sobre lo sucedido en 1936 entre el 17 de febrero y el 18 de julio:
“En la memoria oficial de derechas, los desórdenes y los crímenes de esos meses convulsos fueron responsabilidad de una izquierda volcada a una inminente revolución comunista: la violencia de extrema derecha, y el golpe militar, habrían sido la respuesta legítima para restaurar el orden y evitar una dictadura soviética”.
Por el contrario:
“En la memoria de la izquierda, la violencia fue una estrategia desestabilizadora de la derecha y la extrema derecha: la izquierda no habría tenido más remedio que defenderse contra las agresiones, y las organizaciones obreras respondieron al levantamiento militar y fascista con las armas en la mano, en defensa de la legalidad republicana”.
Del libro se proclama su carácter “a la vez apasionante e ingrato”, subrayando, con todo de encomio, que los autores “han preferido dejar a un lado los testimonios memoriales elaborados al paso de los años, para centrarse en las fuentes primarias, en lo que sucedía en el momento, lo que contaban y ocultaban los periódicos, lo que proclamaban los dirigentes en los mítines y en escalofriantes sesiones parlamentarias; y sobre todo en los números, registrados en informes y archivos judiciales”.
* Ricardo Dudda, The objective, 23 de julio: “La mejor historia es revisionista”, y es que “sólo un análisis ideologizado puede interpretar una crítica a la violencia que puso contra las cuerdas a la República en 1936 como justificación de lo que vino luego”. Para concluir así: “El revisionismo de Álvarez Tardío y Rey es un ejercicio riguroso de historia sin presentismos; es también una obra que trata al lector como un adulto y no como un adolescente ideológico que no quiere leer aquello que desafía sus perjuicios”. Es un comentario, dicho sea by the way, que se basa en lo que los propios autores afirman en las Conclusiones, en el segundo párrafo (página 570): “(…) no hay por qué tratar a todos los lectores como si fueran creyentes; desde luego, merecen un respeto. Por eso, no hemos investigado la primavera de 1936 y la violencia política para solventar dilemas morales simples ni para alentar discursos maniqueos, encontrando respuestas fáciles a preguntas difíciles”. Se puede decir algo parecido a lo de aquella historia de la guerra civil que se publicó en Buenos Aires en los años sesenta, con la siguiente advertencia inicial: “No apta para irreconciliables”.
La lista de opiniones sobre el libro pudiera seguir hasta casi el infinito, porque en efecto ha despertado mucho interés: bien contentos que pueden estar sus autores, dos Catedráticos de esa asignatura tan atractiva que responde al nombre de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos. Una noción parecida a la historia de las mentalidades de Jacques Le Goff y sus colegas franceses.
Está generalizada la opinión de que la Universidad española, que en el franquismo, al menos en la segunda mitad, era un hervidero (y, en términos políticos, la única oposición mínimamente efectiva), ha caído hoy en lo burocrático y anodino: una cosa no ya gris, sino incluso amarillenta, lo que supone algo aún peor que si estuviese politizada. Lo cierto es que en esta rama del saber, la historia contemporánea, no es así, como lo demuestra este libro y las reacciones -en tropel, dicho sin exagerar- que ha generado. Si entre las causas -específicas- se encuentra la Ley de memoria democrática de 2022, bienvenida sea la misma: en buena hora se les ocurrió a sus autores idealizar el período 1931-1936 y sólo los mezquinos no les aplaudirían. Pena que no se dicten otras Leyes sobre el Derecho Administrativo de cualquier época, por ejemplo, con ánimo de embellecerlo: serviría para que también los de esa asignatura nos pusiésemos las pilas y nos lanzásemos en tromba contra ella. Sería muy entretenido.
No sé si el libro es ecuánime o no pero «muchas reseñas, de gente que (aun siendo cada uno de su padre y de su madre: solo faltaba) lo han aplaudido por su ecuanimidad» viendo de donde salen las críticas me parece todo menos ecuánime.