María Casarés

No hace falta decirlo: Maria Casarés (sin acento en la i, pero con él en la e), 1922-1996, es la gran actriz de teatro de París de la segunda mitad del siglo XX. La Comédie française no se entiende sin sus representaciones de los personajes, entre otros, de Shakespeare o de Victor Hugo. No se exagera al parangonarla con lo que en la ópera fue su coetánea (y también residente a orillas del Sena, al menos en su última etapa) María Callas (1923-1977), aunque la vida de esta última -una griega nacida en Nueva York- se truncara mucho antes.

La actriz, como igualmente le sucedió a la cantante, fue de esas personas cuya vida (familiar y privada, aunque lo de privada es sólo un decir) se trenza en la opinión pública con su excelente trabajo, con el resultado -injusto- de que éste deja de ocupar el lugar central. De la segunda María, la diva por excelencia, lo primero que nos viene a la cabeza a todos, por muy fans del bel canto que seamos, es su relación con Onassis: en parte, sí, el papel couché contribuyó a su fama, pero al tiempo puede tener la consecuencia de desdibujar a la artista y aun a la persona. Y a la actriz le puede suceder algo parecido, aunque ahora el nombre de él es el de Albert Camus, con quien tuvo una relación que, para no entrar en detalles, puede calificarse de contradictoria. Clandestina, pero a la luz del día. Estable -desde 1944 hasta la muerte de él, a los cuarenta y nueve, el 2 de enero de 1960, apenas dos años después de haber obtenido el Nobel de Literatura-, pero con paréntesis. Intensísima, pero no exclusiva, hasta el grado de que hoy la llamaríamos abierta o sería un caso de poliamor, porque él no dejó de estar casado y de procrear y ella, para decirlo todo, también se buscó la vida. Y, en fin, no precisamente platónica (antes al contrario: aristotélica hasta lo pletórico), pero a la vez con una plasmación literaria rayana casi en el misticismo, como lo prueba la correspondencia que, a instancias de la hija de él, se publicó (en francés, por supuesto) en 2017. Hay incluso libros monográficos que tienen por objeto a la pareja, como el famoso Tu me vertigues, con el subtítulo de L’amour interdit de Maria Casarés y Albert Camus -tampoco traducido al español- de Florence M-Forsythe.

En el bien entendido de que, entre las dos Marías (Callas y Casarés) hay una diferencia en contra de esta segunda: de George Kalogeropoulos, pese a sus méritos abriéndose esforzado camino como farmacéutico en Manhattan, no se acuerda nadie -salvo  estudiosos  tan   concienzudos como Fernando Fraga en su biografía de la diva-, como no sea para decir que era el padre de la Callas. Y sin embargo la Casarés no sólo tiene que soportar que se la conozca con el poco brillante título de la amante de Camus, sino que, además, al poner de relieve que su padre fue un político español de la Segunda República, Santiago Casares Quiroga, parece que nos topamos con un segundo factor masculino a la hora de no contemplarla a ella en su individualidad. Algo, además, particularmente injusto, porque, dicho sea con sinceridad, el buen hombre no merece -o al menos esa es mi sincera opinión- ningún reconocimiento.

 

Casares Quiroga con su hija María

 

Para que Santiago Casares Quiroga acabase llegando a ser el Presidente del Consejo de Ministros cuando, el 18 de julio de 1936, sobrevino el golpe de Estado, tuvieron que haberse dado muchas coincidencias. Una verdadera conjunción astral. Para exponer los hechos sin el menor juicio de valor:

 

– El Presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, actuando al amparo del Art. 81 de la Constitución, disolvió el Parlamento y convocó elecciones para 473 escaños, a celebrar el 16 de febrero y, en segunda vuelta, el 1 de marzo.

Siendo la segunda vez que lo hacía -la primera, en 1933-, se planteaba la duda de si estaba facultado para hacerlo.

– El Frente Popular (del que formaban parte el PSOE e Izquierda Republicana, entre otros) obtuvo el 47,03 por ciento de los votos, lo que se tradujo en 263 mandatos. O sea, mayoría absoluta muy holgada.

– Por entender que, con la disolución, el Jefe del Estado se había extralimitado en sus funciones, se vio depuesto el 7 de abril, poniéndose en marcha el procedimiento de elección de su sustituto (o sea, convocando a los célebres compromisarios), que concluyó el 10 de mayo con la elección, en el Palacio de Cristal del Parque del Retiro, de Manuel Azaña: 754 votos sobre un total de 847.

– El nuevo Presidente ofreció la Jefatura del Gobierno a Indalecio Prieto. Pero el PSOE se mostró dividido -sobre todo, por la oposición de Largo Caballero- y la propuesta no prosperó. Había que buscar a otro candidato y Azaña lo encontró, el 13 del mismo mes de mayo, en Casares Quiroga, con quien había compartido logia masónica. Y que desde 1931 era un rostro conocido en los gabinetes.

– El ruido de sables se hizo ensordecedor en cuanto entró el verano, sobre todo en África y más aún en Pamplona. El volcán erupcionaría en África el 17 de julio y en la península al día siguiente. Un golpe que no triunfó ni tampoco fracasó: mitad y mitad, según zonas. Y Casares Quiroga dejó su puesto esa misma noche: había durado poco más de dos meses.

Hasta aquí, el relato estricto. Sin sesgos.

 

Anne Plantagenet

 

Lo que vino después (Martínez Barrio intentando pactar con los rebeldes, sin éxito) es conocido y se extendió, con Giral, Largo Caballero y Negrín al frente, durante casi tres años, pero ahora no nos interesa. Sólo se trataba de explicar que, para que Casares llegara a donde llegó, tuvieron que ponerse, en pocos meses -los primeros seis de 1936-, muchas estrellas en fila: una disolución parlamentaria inconstitucional pero efectiva; un determinado resultado electoral; y una primera designación fallida. Muchas casualidades. Y el resultado de su (breve) gestión -hablo yo, aunque recogiendo una opinión extendida- no fue precisamente brillante. De hecho, es un “mal aimé” de la historia de España. Los franquistas y también los republicanos (si es que acaso se acuerdan de él, cosa que, a diferencia de lo que sucede con Azaña, Prieto o Largo Caballero, sucede cada vez menos: está simplemente olvidado, porque, dicho sea sin ensañarse, se le considera poco más que un pobre diablo) coincidieron, por motivos diferentes o incluso inversos, en dedicarse a denostarlo.

Pero, como el mundo es redondo y no para de girar sobre sí mismo, el destino ha venido a redimirlo, porque fue -lo más positivo de su trayectoria vital- el padre de María Casares, luego Maria Casarés (no Marie, a la francesa). Hay hijos que han venido al mundo para hacer grandes a sus progenitores: así lo exige el cuarto mandamiento de la ley de Dios, quizá, junto al quinto (“no matarás”), el más respetable de todos ellos. Y es que no cabe imaginar qué habría quedado del hombre aquél en la memoria española si no fuese porque trajo a la vida a esa descendiente.

Faltaba una obra que se centrara en Marie Casarés y no en su circunstancia. La feliz idea fue de Anne Plantagenet -vaya un apellido: el de los ocho hijos de Leonor de Aquitania con Enrique II de Inglaterra, entre ellos la también Leonor, la mujer de Alfonso VIII de Castilla, fallecida en 1214 en Burgos, y que está enterrada en el Monasterio de las Huelgas-, que a los méritos de su estirpe -ella sí- añade los suyos propios: nada menos que recientísima traductora al francés del libro de Irene Vallejo El infinito en un junco. Dos personas de postín. Y en esta ocasión sí hemos dispuesto, y pronto, de una versión en la lengua de Cervantes. Medalla para Juan Vivanco y también para la editora, María Tena.

El libro es, todo él, una gozada y aun los más conocedores encontrarán en él muchas novedades, como por ejemplo las tournées por Sudamérica (1957, 1961 y 1964), con epicentro obviamente en el Teatro Colón de Buenos Aires. O los detalles de la última parte de la vida de María -murió al poco de cumplir setenta y cuatro-, en la finca La Vergne, en el pequeño pueblo de Alloue, de apenas 600 habitantes, en el oeste: departamento de Charante, capital Angouleme, aunque con subprefecturas en Cognac y Confolens. La Francia vacía, para decirlo con la expresión de Sergio del Molino. Allí está enterrada y allí se encuentra la que fue su casa.

 

María Casares, junto a Jean-Louis Barrault y Albert Camus

 

Es un libro al tiempo serio y, por qué no decirlo, exuberante: si Maria fue siempre pasional -lo suyo no era la contención ni los convencionalismos-, de la autora -y esas cosas se contagian a su vez al lector- cabe decir que se enfrenta al personaje con ese mismo espíritu, sin reservarse nada.

En el trabajo, y quizá sea lo más importante de todo, se refleja la Francia del segundo tercio del siglo XX, tan bien estudiada entre nosotros por Fernando Castillo: la de los traumas de la ocupación, la post-ocupación, la guerra de Argelia y mayo de 1968, pero también la que, pese a todo ello y por encima de todo ello, supo acoger y hacer suyos a un Yves Montand -Ivo Lilli, de Montecatini Terme-, a una Sylvie Vartan -búlgara aunque a estas alturas nadie se acuerde-, a un Charles Aznavour, de familia armenia, a un Georges Moustaki -egipcio- o a los propios Camus y Casarés, todos ellos luego tan franceses como Edith Piaf, Jean Cocteau o André Malraux. Y eso por no hablar de los que habían llegado antes, como, en primerísimo lugar, un Pablo Picasso.

Las sociedades, cuando reciben a tanta gente -y de la cantidad sale la calidad-, a veces lo hacen bien y son las primeras que se enriquecen, como -son otros ejemplos- el México de 1939 con los exiliados españoles o los Estados Unidos con los judíos que huyeron de la Alemania nazi. El libro se abstiene de hacer reflexiones generales sobre ese fenómeno: el elogio de algo tan infrecuente y positivo como la Francia que abrió los brazos a esta joven de La Coruña y, sin duda con muchísimo esfuerzo y una determinación de hierro, porque a nadie se le regala nada, le hizo triunfar. Pero, leído el texto con ojos de hoy, es quizá lo que despierta más entusiasmo -y envidia, todo hay que decirlo- en el lector español. Nuestro terroir parece seguir siendo el del esparto -país áspero, sí-, mientras que, al norte de la isla de los faisanes, si en efecto existió y prosperó esa gente es porque -sin soslayar, se insiste, sus méritos individuales- el suelo gozaba de unas características edafológicas privilegiadas: ni demasiado calcaire ni tampoco en exceso doux. El punto exacto.

La presentación en Madrid tuvo lugar el 20 de octubre en la librería Rafael Alberti, bajo la hospitalidad de Lola Larumbe. Allí estaban, por supuesto, María Tena y también la mismísima Irene Vallejo. Anne Plantagenet dio vivas muestras de encontrarse encantada con esas compañías. ¡Como para no estarlo!

 

 

 

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