Foto de Bill Brandt

 

Sabíamos, y temíamos, que la pandemia traería una epidemia de diarios. Que la introspección, la calma obligada, la tranquilidad impuesta y la ilusión de no ser ya parte de la maquinaria de producción y consumo, sino amos y señores de nuestro espacio y tiempo, traerían consigo otra ilusión: la de ser creadores, sobre todo de obras de arte que tan poco exigen —al menos en apariencia— como la escritura.

Pero no todo el mundo puede escribir, ni siquiera un diario del confinamiento. O dicho de otro modo: pocos pueden escribir, precisamente, un diario del confinamiento. Un diario donde no nos hablen, porque no queremos oírlo —no queremos leerlo— de lo doméstico domesticado. En una situación que nos ha vuelto casi tan iguales como la muerte, ninguno queremos saber quién se ha quedado sin papel higiénico (esa posesión obvia y cotidiana que se convirtió en símbolo de estatus y de resistencia) ni lo difícil que es conciliar. Si confinados, sordociegos, inválidos, anestesiados… o recién salidos de ese túnel oscuro de paredes móviles y gelatinosas como estamos ahora, vamos a leer un diario del confinamiento, queremos que sea algo que no podríamos escribir nosotros.

¿Tendría que escribirlo un poeta? No lo creo: tendría que escribirlo una persona sensible, capaz de mirar y de filtrar lo que ve cuando mira, y ponerlo en palabras. Palabras de poeta, pero también de hombre de a pie y de fotógrafo. Porque a un poeta que no sea fotógrafo de las palabras no podríamos entenderle. Jordi Doce es todo eso.

 

Jordi Doce

 

Por eso esta vida en suspenso la ha escrito y descrito, creo yo, la persona idónea. Habituado a transitar entre las lenguas, a rebuscar el adjetivo exacto o el verbo que lo diga todo, dotado y entrenado a base de horas de lápiz y papel para encontrar la palabra con el número de sílabas que mejor entra o a detectar un endecasílabo en una broma que uno suelta sin pensar, la ropa tendida en las cuerdas de la corrala de atrás no es cutre ni vulgar: es una metáfora de la rutina detenida, un toque de color espontáneo que ha adquirido la foto fija e inevitable que la ventana arroja, de fuera adentro. Los juegos de mesa en familia o las series de moda dejan de ser marca del tedio navideño con la familia impuesta por la lotería de la vida y son escape, liberación, fantasía infantil: algo así como las tildes, los signos de puntuación o los silencios que salpimentan el más exigente de sus poemas. Qué poco hace falta, se dice uno mientras va leyendo día tras días las entradas de este diario donde se nos cuenta lo mismo que hemos vivido nosotros, pero desde otro lado, qué sencillo resulta contar lo que sentimos, lo que pensamos, lo que nos acaece, marcado por esa aguja silenciosa de un reloj invisible e intangible. Sacar al perro, leer la prensa, escuchar las noticias con sus cifras escalofriantes. Constatar que los policías de balcón y los de paisano no son leyenda urbana ni invención de algún exagerado que no tiene nada mejor que hacer. Ir al supermercado o a comprar la prensa, a Correos el día que se abre la mano… Tomar el pulso al movimiento apenas permitido. Las luces, siempre a la misma hora. El café en el balcón, ahora que no hay tráfico, si no achicharra el sol ni se impone la lluvia que amenaza. Las relaciones humanas reducidas a la mínima expresión, siempre distancia mediante. La hora en que nos volvemos gregarios aun los que no lo somos. Todo esto está en el libro como estuvo en nuestro confinamiento, poetas o no, artistas dados a la meditación o gente de a pie que recorre como león en jaula el salón reconquistado. Pero también están sus traducciones, aventuradas o escogidas, de poemas que de otro modo no podrían llegarnos. Sus lecturas, sus reflexiones sobre la distopía de la que aún no hemos salido. Su ingenio para traernos al libro impreso la máxima que vio en una pintada callejera. Sus frases eficaces que, como las de Juan de Mairena, ponen en lenguaje poético los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa: un telón de agua prieta que inunda los desagües y desbrava las hojas primerizas en medio de un silencio municipal, espeso. Vivimos en una gráfica, dice. Y afirma que este gris parece que lleva ahí desde siempre, que nunca se irá, pero es también el color de la impaciencia.

Todo esto nos ha pasado, pero ninguno hemos sabido decirlo así. Por eso La vida en suspenso es un diario del confinamiento, pero no uno cualquiera: no el que escribiríamos nosotros.

 

 

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