Autorretrato de Paul Gaugin con un Jesucristo amarillo

 

Paul Gauguin no era un francés cualquiera, era peor y mejor. Y mitad peruano por vía materna. Y antes de pintor fue un banquero reconvertido en pintor que vio las reglas de la sociedad y dijo: «No, muchas gracias», y creyó ver la salvación en las mujeres tahitianas a las que pintó. Si cuento esto es gracias a la irónica y mordaz biografía de Sue Prideaux, «I Am the Wild», que nos ayuda a comprender el caos de este gran pintor.

Paul Gauguin nació en 1848 en París, justo a tiempo para la revolución de aquel año en la capital francesa hijo del periodista Clovis Gauguin y Alina Maria Chazal, hija de la líder proto-socialista Flora Tristán, una precursora del feminismo cuyo padre formaba parte de una influyente familia peruana. Su familia decidió que era un momento excelente para huir a Perú, en busca de estabilidad.

En Lima, el pequeño Paul se vio rodeado de llamas, una lujosa arquitectura colonial y una sensación de grandeza imperial que quizá arruinó para siempre el futuro burgués que le esperaba. Su padre murió durante el viaje, por lo que dejó a su mujer y resto de hijos en manos de sus familiares. 

 

Comprar en Amazon

 

Tras regresar a Francia a los siete años (tuvo que aprender francés), pasó una temporada en la marina y luego, porque la vida es una sucesión de giros extraños, se convirtió en corredor de bolsa. Sí, Paul Gauguin, pintor de trópicos sensuales y desesperación existencial, vestía traje, tecleaba números y probablemente decía cosas como «dividendos».

Como la bolsa no es lugar para una futura leyenda de la historia del arte, a los treinta y pico años, Gauguin decidió que iba a ser Artista, con A mayúscula y boina, como era al uso.

Empezó a pintar los fines de semana y demostró que era bastante bueno. Se hizo amigo de Pissarro y Cézanne, fingía estar arruinado (cuando no lo estaba) y empezó a producir obras atrevidas, cuadriculadas y extrañamente planas que confundían a todo el mundo.

 

Naturaleza muerta con naranjas. Paul Gauguin

 

Finalmente, tiró por la borda su respetable vida. Dejó su trabajo, abandonó a su mujer y a sus cinco hijos (una decisión que los historiadores califican de «absolutamente reprensible» y que él calificó de «reencontrarse a sí mismo») y se marchó en busca de lo real, lo primitivo y lo absoluto que desde luego no podía estar en París.

En uno de los episodios más disfuncionales de la historia del arte, Gauguin compartió vivienda con Vincent van Gogh en Arlés. Gauguin era ruidoso, obstinado y vestía pantalones amarillos como si fuera un rotulador andante; Vincent era inestable, intenso y cada vez más convencido de que los girasoles intentaban comunicarse con él.

Discutían sobre arte, religión y, probablemente, sobre quién dejaba pintura por toda la cocina. Un día, Gauguin salió a dar un paseo y, al mirar atrás, vio a Vincent corriendo hacia él con una navaja. Como era de esperar, esto puso punto final a su experimento.

 

Tahiti: I Raro Te Oviri (Under the Pandanus), Paul Gauguin (1891

Desilusionado con Europa —¿por qué sufrir en el gris París cuando se puede sufrir en tecnicolor?—, Gauguin se marchó a Tahití. Afirmaba que quería «vivir como un salvaje». Esto significaba vivir en una cabaña, quejarse del colonialismo (mientras se beneficiaba de él) y relacionarse con chicas adolescentes y salvajes.

Allí produjo algunas de sus pinturas más famosas y exuberantes: mujeres de piel dorada, árboles rojos, caballos morados. De su estilo surgió algo nuevo: simbolismo a través del postimpresionismo, filtrado a través de una fantasía colonial difusa.

Sue Prideaux, en su biografía, no rehúye los aspectos más sórdidos como es de rigor en estos tiempos. Presenta a Gauguin como un antihéroe complicado: brillante, arrogante y moralmente escurridizo como una anguila. Además, estaba arruinado la mayor parte del tiempo y a menudo intentaba intercambiar su arte por alcohol, pan o otra sesión de retratos poco acertada.

 

Camino en Tahití. Paul Gauguin

 

Gauguin era un prolífico escritor de cartas que están llenas de reflexiones cósmicas, desvaríos y comentarios ocasionales como «Yo soy lo salvaje». Desde luego estaba convencido de su genio y nosotros también.  Asimismo se consideraba un incomprendido, lo cual era cierto. Y estaba convencido de que el establishment artístico francés acabaría reconociendo su genio, lo cual sucedió después de su muerte.

La última pincelada

Gauguin pasó sus últimos años en las islas Marquesas, donde se enzarzó en disputas con los funcionarios coloniales, los sacerdotes locales y sufrió diversas enfermedades. Pintaba frenéticamente, seguía escribiendo manifiestos descabellados y protestaba en contra del estado del mundo. Su salud se deterioró. Murió en 1903 a los 54 años, enterrado bajo una cruz que probablemente consideraba que no era lo suficientemente irónica desde el punto de vista simbólico.

Como todos los genios trágicos, fue ignorado en vida y alabado solo después de su muerte. Sus cuadros se venden ahora por cientos de millones.

I Am the Wild, la biografía de Sue Prideaux, no intenta redimir a Gauguin. No es necesario. Lo muestra en todo su esplendor escandaloso, afilado y, a veces, ofensivo: un hombre que huía de todo menos de la pintura. Su arte contribuyó al nacimiento del modernismo, su vida parece una historia con moraleja escrita por una musa particularmente amargada.

¿Vale la pena leer esta biografía?

Aprendemos y aceptamos que algunos artistas eran demasiado salvajes para su propio bien, y lo suficientemente salvajes como para que la historia los recuerde.   

 

Paul Gauguin. Ta matete Le Marche. 1892