Para cualquier amante del libro resulta una delicia esta “Breve historia del marcapáginas” del italiano Massimo Gatta, editado de una forma exquisita por Fórcola. Como lo define con acierto en el prólogo David Felipe Arranz, “es un librito de capricho o ensayo liminar para que los lectores de cualquier clase indaguen a posteriori en el tema por su cuenta y riesgo”.
El autor se ocupa con brevedad y de forma amena en contarnos la historia de este curioso objeto de papel. Aunque también pueden serlo de seda, cuero, plástico e incluso madera o metal. El más antiguo del que hay noticia, encontrado entre los restos de un monasterio copto del siglo VI d. C. en Egipto era de cuero.
En el libro, muy bien traducido por Amelia Pérez de Villar, Gatta nos cuenta casi todo sobre ese objeto que sirve para recordar donde reanudar la lectura. Por lo que escribe, deduzco que Massimo Gatta es uno de esos investigadores literarios que lo saben casi todo sobre el libro como objeto cultural y en especial lo que viste al volumen, ya sean las sobrecubiertas (la bata), las fajas publicitarias (una especie de pantalones), las portadas ilustradas (camisas) exlibris, solapas…
La mayoría de los lectores apenas prestan atención a estos aderezos que tienen algo de fetichismo libresco, lo mismo que los glotones se abalanzan sobre el plato sin prestar atención a la presentación, porque es un accesorio útil una vez entrado en faena y siempre que no se nos olvide en otro lugar.

Giorgio de Chirico. El cerebro del niño (1914)
Gatta considera al marcador un objeto simbólico. Para justificarlo dispara en muchas direcciones y pone como ejemplo retratos de grandes pintores de los siglos XVI y XVII, en que aparecen libros con marcapáginas, reproducidos en el libro de Fórcola. La importancia de un marcador de página reside en que es un signo que impide perdernos en nuestra lectura. Incluso como se ve en algunos cuadros, la señal la dicta el propio dedo índice convirtiendo la mano en marcapáginas.
También se habla de flores y hojas usadas como marcapáginas y que luego se secan entre el papel, costumbre que Gatta atribuye a Gabrielle D´Annunzio. Puestos en los marcadores raros, se recuerda una anécdota del siglo XVIII y en la que un famoso erudito y bibliófilo, Antonio Magliabechi, quien, entre otras cosas, proporcionó el núcleo bibliográfico inicial del que surgió la Biblioteca Nacional de Florencia, era muy sobrio en sus hábitos de vida. Como siempre estaba leyendo libros, incluso cuando comía, a veces para no perder el tiempo cuando el engullir le impedía leer ponía como marcapáginas una rodaja de salami.
Gatta recurre a citas de autores que hablan del uso del marcador y de las librerías que los regalan y crean, aparte claro está de las editoriales. Marcapáginas publicitarios y otros asuntos curiosos hasta acabar en los pósits y bookmarks de los libros digitales. En la bibliografía, sorprende la cantidad de artistas e ilustradores gráficos que han diseñado marcadores.
Al final de esta agradable lectura sacamos dos conclusiones: cualquier cosa puede servir de marcapáginas para el libro que estamos leyendo, pero ha de ser un objeto que tengamos a mano y en caso de no tener nada se dobla una esquina. La otra es que el hecho de que en un libro digital sea también necesario una señal para interrumpir la lectura y luego reanudarla, nos reafirma con el autor que el libro de papel es un objeto que alcanzó la perfección muchos siglos atrás.
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