1. Estamos, en España y en Andalucía, en plena descristianización, palabra quizá más exacta que la de secularización (o laicismo): el número de hijos nacidos fuera del matrimonio -por poner ese indicador tan expresivo- no para de crecer y además sucede que, cuando los padres, antes o después del bebé, deciden casarse, lo hacen en cada vez más medida al margen de la Iglesia Católica: por la bandera, como se decía antes. Y todo ello, que hace cincuenta años las familias más tradicionales aceptaban de mala gana -recuérdese la descalificante expresión de bodas de penalty, o, como se dice en Argentina, bodas de apuro-, con absoluta tolerancia e incluso aplauso.

Y eso por no hablar de la asistencia a misa los domingos y fiestas de guardar, lo que antes se llamaba el precepto, donde tiene lugar el sacramento de la comunión: los porcentajes no paran de reducirse.

Es un fenómeno sociológico que se ha ido produciendo desde, por poner un inicio, los años sesenta del pasado siglo, es decir, en pleno franquismo, un régimen político expresamente confesional (el nacional-catolicismo): señal de que ese tipo de cosas, como en general casi todas, suceden de abajo arriba y los políticos se limitan a no prohibirlas o, todo lo más, a prestarles una regulación legal para que esos niños no sean de peor condición que los demás. Pues bien, en ese contexto sucede que, en Sevilla, las procesiones de Semana Santa siguen concitando el entusiasmo de la gente -las cofradías que se dedican durante todo el año a la preparación de las procesiones son una manifestación de la sociedad civil, es decir, plenamente espontánea e incluso sin participación del clero o, menos aún, el Obispo- y los sucesivos gobernantes de la ciudad o de Andalucía no se han atrevido a ir en contra, por mucho que en teoría hiciesen gala de ser unos comecuras. ¿A qué se debe la contradicción? ¿o es que acaso no se trata de una contradicción? ¿qué entendemos por religión en general y por religión católica en particular? ¿estamos ante algo estrictamente privado o, por el contrario, caben las manifestaciones colectivas?

  1. No hace falta ser discípulo confeso de Werner Heisenberg (1901-1976), uno de los padres de la mecánica cuántica, para suscribir su frase de que la observación cambia lo observado. No sólo lo cambia sino que en ocasiones es incluso quien lo fabrica: son los ojos del que contempla la cosa -un plato de comida, una vivienda o lo que encarte- los que, en virtud de su propia experiencia, determinan si el producto está bien o está mal. O está bien hoy y pasa mañana a estar rematadamente mal. Es una ley física y por tanto de las que se formulan para describir cómo es la realidad, no, como las leyes en sentido jurídico, para prescribir cómo debiera ser, para explicarlo con los conocidos conceptos de otro prócer del pensamiento, David Hume (1711-1776). Y, para dar a cada uno de lo suyo y no dejarse a nadie en el tintero, recordemos que lo de Heisenberg debe mucho a Friedrich Schelling (1775-1854), para quien el sujeto (el yo) y el objeto (la naturaleza) resultan indisociables. Al fondo de esa manera de ver las cosas está, por supuesto, Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) y al final de la cadena, el mismísimo Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716).

 

Comprar el libro

 

Pero no nos vayamos por las ramas. Donde hemos de fijarnos es en el maestro Heisenberg y su constatación de que es el objeto (la Semana Santa de Sevilla, en particular) presenta unas u otras hechuras según quien sea el sujeto que lo contemple: los ojos de cada quien, que son, como suele decirse, de su padre y de su madre. Cá uno es cá uno: joven o viejo, hombre o mujer, creyente (en tal o cual religión) o no, … Hay de todo, como en botica. Y por eso las opiniones, aun versando sobre una misma cosa, serán, y de hecho son, tan distintas o incluso opuestas: lo que para uno es blanco inmaculado otro lo percibe negro como el tizón.

  1. Hoy, en esta España tan progre (el dique de la derecha y la extrema derecha en Europa, según el oficialismo) y en la que todo son identidades -la palabra que sirve para cualquier cosa-, la visión del hecho es la que, por así llamarla, se veía venir. Con fecha 6 de abril del pasado año 2023 apareció en el periódico Público un artículo cuyo titular ya prometía: “La Semana Santa como forma de resistencia a la globalización: una mirada desde la antropología”. Y lo que viene a continuación no defrauda a nadie: <<Los antropólogos Gema Carrera e Isidoro Moreno y el cineasta Jesús Pascual reflexionan sobre la polisemia de una celebración de la primavera en Sevilla: “Globalización significa desarraigo y este tipo de fiestas son ocasiones de reidentificación, de ver comer, de oler cosas diferentes. En la Semana Santa se reafirman identidades colectivas, que en la cotidianeidad no existen o están muy rotas; lo identitario funciona para mucha gente por encima de los contenidos explícitos de la propia Semana Santa”.

El tal Jesús Pascual resulta ser director de la película Dolores, guapa, en la que, con el fondo de la Semana Santa de la ciudad del río Betis, se reflexiona sobre algo tan oportuno como las identidades queer, nada menos. Y de ahí la siguiente manera de juzgar las cosas:

“La Semana Santa se lee desde fuera muchas veces como una fiesta católica, donde la gente que va son creyentes y van los domingos a misa, pero esto es falso. La Semana Santa de Sevilla es principalmente una fiesta de la primavera en la que se celebra un sentimiento de pertenencia a la ciudad, al barrio, a los amigos, a la familia, de conexión con tus padres, con tus abuelos”.

 

 

Y, ya en términos más precisos:

“Es verdad que no se puede separar (100% de religión y muchas veces las hermandades funcionan como un brazo ejecutor de la iglesia y evangelizan según la doctrina católica. Pero no es simplemente eso: la gran mayoría de personas tiene espiritualidad y un sentido de lo trascendente, pero desde luego alejado de lo que dicta El Vaticano. Sí que entiende la fe y la devoción, palabras que parece que significan lo mismo en todas partes, pero (que) (…) estoy seguro de que significan cosas diferentes en Sevilla y fuera de Sevilla”.

El artículo concluye con otra afirmación lapidaria del director de la película: “La Semana Santa tiene que ver con el despliegue de la calle. Se le inculca desde pequeño de manera muy lúdica. Se vive como un niño vive la navidad. Y aunque es un ejemplo bruto, el de la navidad, no del todo afinado, sí sirve para entender algunas cosas. Es decir, todo el mundo entra de pequeño en la navidad cuando es un niño. Y la navidad (sigue) siendo católica, pero ha transcendido el componente católico, sólo que la navidad ha transcendido a un sitio (sic) mucho más capitalista y neoliberal y la Semana Santa de momento parece que no tanto. Se asimila como parte de tu vida y no tiene tanto que ver con la religión, sino con sentirte ciudadano de Sevilla. Se celebra la primavera y el ser sevillano”. La referencia (acusatoria) al neoliberalismo se estaba echando en falta pero acabó por llegar: era cuestión de un poco de paciencia.

Es así, se insiste, como se ven las cosas desde la perspectiva progresista, por así llamarla. La de quienes combaten sin piedad contra ese horror que es el negacionismo climático, para situarnos.

A Heisenberg, en síntesis, le asiste toda la razón: el objeto es algo que depende de los ojos del sujeto.

Y eso sin contar con que, en los últimos tiempos, hemos podido conocer estudios tan serios como el de Javier Alonso, La última semana de Jesús, Alianza, 2019, que ponen literalmente patas arriba el relato tradicional -el de los Evangelios- de la pasión y su cronología, esto es, que todo transcurrió en una semana, de un Domingo (el de Ramos) a otro (el de Resurrección), porque la investigación más solvente se inclina por pensar que en la primera de esas fechas lo que se celebró fue una fiesta de tabernáculos, es decir, en septiembre u octubre, al comienzo del otoño, de suerte que (dando por cierto la historicidad de Jesús de Nazaret y su muerte en una primavera, que a estas alturas no se controvierte) los acontecimientos -la Pasión- se desarrollaron en realidad durante al menos varios meses. Del mismo Jesús Alonso es otro libro de interés, La resurrección, con el subtítulo De hombre a Dios, 2017, en el que, partiendo de la base de que la resurrección es básica para la creencia cristiana (no sólo católica), se pone de relieve que el primero que habló de ella fue San Pablo en sus cartas (1 Corintios: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe”) y que entre los cuatro Evangelios hay diferencias importantes en el relato del entierro, el sepulcro -lo que un día apareció vacío- y la propia naturaleza (¿corporal o no? ¿ante quién? ¿sólo mujeres? ¿cuáles? ¿cuándo?) de la reaparición del Mesías. Pero también ese paréntesis hay que cerrarlo, volviendo a la Semana Santa de Sevilla, que obviamente sigue la secuencia oficial, con el Domingo de Ramos, la última cena el jueves, la crucifixión el viernes, la Madrugá entre medio y, en fin, el Domingo de Resurrección o de Pascua. Y así hasta el año siguiente, de donde viene por cierto la famosa expresión, para referirse a un arco temporal muy extenso, “De Pascuas a Ramos”: un año casi entero, salvo esa precisa semana.

 

Comprar el libro

 

  1. En lo que tiene que ver con la vivencia de las ideas católicas y la práctica de sus ritos, los llamados sacramentos, la sociedad francesa ha tenido conocidamente (sin necesidad de remontarnos a los hugonotes y el Edicto de Nantes de 1648 sobre tolerancia religiosa, muestra de que allí lo católico no tenía el monopolio de las mentes) una trayectoria diferente a la nuestra, en el sentido de que la laicité -palabra típicamente del Hexágono y no siempre fácil de traducir- se produjo antes y de manera más intensa, al menos en París y el resto de ciudades importantes. El proceso tuvo, sí, impulsos políticos -desde arriba, para seguir con el mismo símil- y en dos momentos, la Revolución en su etapa inicial (1789-1793) y la Tercera República, sobre todo con las leyes de Juls Ferry de 1880-1885 sobre la educación. Pero bien sabemos que, como se dice precisamente en Francia, no se cambia la sociedad por Decreto. Que ese tipo de mandatos normativos tengan éxito o no es algo que depende de la libre voluntad de los destinatarios, que en este concreto extremo estaba por la labor, por entenderlo un elemento de progreso y -término clave- de modernización. No ha sucedido así en todas partes, porque hay lugares, como Irlanda o Polonia, donde la religión católica se ha considerado como un elemento de identidad nacional -cuanto más se la perseguía, más convencida estaba la gente de llevar la contraria y asistir a las Iglesias- e incluso de libertad individual. Una vez más, no hay recetas de validez universal en Europa.

O menos aún en el mundo: en México, la reforma (en esencia, Benito Juárez) fue esencialmente anticlerical, en el sentido de anticatólica, y eso tuvo el efecto de que cada vez más gente acudiera a ver a la Virgen de Guadalupe. Verdaderas masas: en tropel, dicho sea literalmente. Tercera ley de Newton, ya que estamos hablando de leyes físicas: toda acción genera una reacción de la misma intensidad y de sentido contrario.

Por supuesto que en Francia el proceso de descristianización se ha topado también con resistencias, desde la Vendée -en plena Revolución- y luego el affaire Dreyfus, con la constitución en 1899 de Action Française, un movimiento nacionalista que, aparte del antisemitismo, formulaba una impugnación general de la secularización, entendida, se insiste, como una desvinculación de la Religión Católica -la que se terminó formalizando en 1905 con la llamada Ley de separación del Estado y la Iglesia- y también de sus creencias y valores. Esos sectores de la sociedad francesa (“ultramontanos”, como se les solía definir para descalificarlos) veían a España con envidia, y más aún a Andalucía, la tierra de María Santísima.

Así las cosas, hemos de poner el foco en el libro de Juan Villegas Martín, La pasión francesa, con el subtítulo La Semana Santa de los viajeros franceses. Y, por supuesto, Sevilla como escenario. En la contraportada se explica bien: “El mundo francófono ha sentido siempre una intensa fascinación por Sevilla y sus manifestaciones festivas. Innumerables autores, de todo tipo y con una gran diversidad de enfoques, han ido transmitiendo durante casi tres siglos este motivo inspirador de la primavera en la ciudad del Guadalquivir, hasta convertirlo en todo un género literario. De esas miles de páginas han salido referencias creativas ineludibles, auténticas y provocativos exotismos, también tópicos turísticos e intelectuales aburridos y pretenciosos, pero todos ellos, casi siempre, con un marbete parecido, La Semaine Sainte à Seville”.

 

 

No hace falta decir que el título La Pasión francesa se presta a dos interpretaciones: la Pasión (de la Semana Santa sevillana: de ahí la mayúscula) vista por los franceses y también la pasión, ahora con minúscula, con la que los franceses contemplaban esos hechos.

Y por supuesto que, dado el vasto período de tiempo que se estudia, se produjeron cambios tecnológicos, que el libro recoge. Primero, en los medios de transporte: en página 81 se explica que ya en 1866 (es decir, casi al final del Reinado de Isabel II) se podía ir en tren desde Madrid, esto es, salvando Despeñaperros. En el bien entendido de que, como se recoge en página 86, desde antes, en 1959, estaba abierto el trayecto entre las dos ciudades del río, Córdoba y Sevilla.

Pero segundo, en los modos de reflejar gráficamente los acontecimientos, empezando por los grabados (de Gustave Doré, que viajó en 1862, se habla en páginas 74 y siguientes) y pasando por las fotos -los daguerrotipos- hasta llegar al cine.

El autor del libro se pone, por tanto, en la línea de Heisenberg: lo que importa no es el objeto -la Semana Santa-, sino la mirada que le dirige un determinado sujeto-, los franceses (francófonos, se dice, pero casi todos galos). Pero, una vez tomada esa opción que confiesa en el Capítulo 1 (“Mirando desde el otro lado”, páginas 11 a 20), el orden que se sigue es el cronológico, a saber:

– 2. “Visiones de la primera mitad del siglo XIX”, páginas 21 a 68.

 

Grabado de Gustavo Doré

 

Nos encontramos ahí, como era de esperar, con el abad Víctor Postel -páginas 50 a 63-, conservador donde los hubiera, que en 1850 redactó un artículo que el autor del libro resume afirmando lo siguiente:

“Es evidente que la mirada de Víctor Postel sobre las festividades sevillanas está fuertemente impregnada de un sentido religioso que podíamos calificar de nostálgico. Sus palabras tienen mucho de lamento por el terreno perdido por el catolicismo en una Francia laica que ha renunciado a sus tradiciones, a las que contrapone esa España que ha conocido aún católica y aferrada a las suyas”.

Recuérdese que en 1850 se estaba en París en plena Segunda República, llamada a terminar pronto, con el autogolpe del Presidente, Napoleón sobrino, y su proclamación como Emperador.

– 3. “Quien no ha visto Sevilla (1855-1874)”, páginas 69 a 96.

Quien ahí nos sale el paso (páginas 85 a 93) es Eugène Poitu, caracterizado por el autor como “jurista, intelectual francés y escritor de literatura de viajes”. Fue en 1866 cuando estuvo en Sevilla y tres años después publicó un libro en el que relata las cosas desde una perspectiva justo opuesta a la del cura Postel: en las procesiones sólo observó puro paganismo y casi idolatría, porque todo resulta de “un materialismo (…) burdo”.

No habrá que recordar -añado yo- que se trata del reproche habitual de los protestantes a los católicos, a partir de la exuberancia del Barroco. Dicho con las conocidas y tremendas palabras de La Lupe, “teatro, lo tuyo es puro teatro”.

 

 

– 4. “Impresiones viajeras en tiempos de la restauración”, páginas 97 a 150.

Ahí nos topamos, entre otros, con Émile Marnéjouls, “diputado izquierdista y Ministro durante varias legislaturas en la Tercera República Francesa”. Estuvo en Sevilla en 1877 y su trabajo, publicado siete años más tarde, merece para el autor (páginas 102 a 113) un elogio entusiasta: “el texto (…) representa (…) una de las reflexiones más completas y documentadas sobre la significación artística y sociológica de la fiesta sevillana. El rigor descriptivo domina sus explicaciones sobre pasos y enseres, sin que esto excluya, a veces, la emoción poética ante la belleza que presencia”.

 

– 5. “Turismo y tradición a finales del siglo XIX”, páginas 151 a 198.

– 6. “Viajes, escritores y periodistas en las primeras décadas del siglo XX”, páginas 199 a 254.

– 7. “Visitando Sevilla en el ocaso de la Monarquía”, páginas 255 a 318.

– 8. “¿Tradiciones que mueren? Los años republicanos”, páginas 319 a 368.

– 9, “Miradas francófonas en la posguerra y la dictadura”, páginas 369 a 426.

– 10, “De Ramos a Pascuas. Epílogo”, páginas 427 y 428.

Donde el autor hace una síntesis feliz, poniendo el foco en la “gran diversidad de perspectivas” de los franceses, “pues sus ojos eran diversos”. Y es que “en sus relatos la alabanza y el panegírico se mezclaron con la incomprensión o la crítica, el dogmatismo con la heterodoxia, la sorpresa con la decepción; no hubo miradas únicas, sino perspectivas múltiples”.

 

 

Puro Werner Heisenberg, sí. Pero con un punto en común de casi todos:

“(…) parece claro que la fiesta mayor de Sevilla no dejó indiferente a la gran mayoría de estos visitantes francófonos, que siempre valoraron las singularidades de una celebración heredada del pasado aunque tan viva en el presente de la ciudad. Su capacidad para conmover, su sentido de lo extraordinario, de la exterioridad del culto, la familiaridad entre los hombres y sus dioses, la mezcla de lo sagrado con lo terrenal, y tantos otros rasgos irrepetibles de la Semana Santa fueron siempre motivo de fascinación para las retinas llegadas desde fuera de los muros de la ciudad. Esta fuera para ellos, por encima de la materialidad de los tesoros artísticos, la mayor riqueza de la feria de Sevilla”.

No es de extrañar que, recién publicado el libro, el periódico El País le dedicara -13 de abril de 2022, Sección de Cultura- una página completa, hablando (en el doble sentido que se indicó más arriba) de “la pasión francesa por la Pasión sevillana”, minúscula la primera y mayúscula la segunda. Y anunciando que se trata de “un ensayo (que) documenta la atracción de la literatura, el arte y la prensa gala por la Semana Santa desde el siglo XIX”.

Un libro espléndido, sí. Muy entretenido y además soberbiamente escrito (y bien editado: enhorabuena a El Paseo). Los sevillanófilos tenemos que estarle muy reconocidos al autor.

Un último apunte, ya fuera del libro, y basado en el hecho incontestable de que el mundo no sólo es redondo sino que además no para de girar. Sucede que, en los últimos cincuenta o sesenta años, Francia ha recibido millones de inmigrantes de Marruecos y Argelia y, aunque allí el islamismo es de menos intensidad que por ejemplo en Irán, ha sido inevitable que la religión de Mahoma permee a sectores enteros de la sociedad (como se ve por ejemplo en los nombres de las personas: lo que antes, en referencia al bautismo, se llamaba nombres de pila) y a barrios completos. Y he aquí que frente a ese hecho notorio la República -ya la Quinta- no ha reaccionado con la misma energía que, bajo la bandera del progreso, empleó en el siglo XIX con el catolicismo. Antes al contrario: allí ha prendido ese producto intelectual que se llama islamogauchisme (el líder de cuyo partido político, para más escarnio, procede de una estirpe de Mula, Murcia: el pimentón cunde mucho) y los que se le oponen -la derecha, para entendernos, por cierto cada vez menos apegada al catolicismo- ya no son antisemitas, sino que consideran que el enemigo se encuentra en esa religión que está cada vez más presente allí. Sí, todo ha cambiado a orillas del Sena (y del Loira y del Ródano): que el mundo gire sobre sí mismo es lo que tiene. A ver cómo juzgaría hoy esa gente a los pasos y a los nazarenos. Y al Barroco en general, empezando por las imágenes de Martínez Montañés.

 

El paso de misterio del Santísimo Cristo de la Exaltación es uno de los más antiguos que procesionan en la Semana Santa de Sevilla, desde el siglo XVII