Habitualmente enfrentamos el día a día con la absoluta seguridad de que nos comunicamos con los demás de forma clara y segura. Amanecemos relativamente tranquilos  con nuestra exclusiva narrativa interna y nos incorporamos a la vida y al encuentro con el otro con la misma espontaneidad con que nos levantamos ágilmente de la cama, venciendo una aceleración inversamente proporcional a 9,8 m/s2. Pero en la comunicación no existe la exactitud matemática de la ley de la gravedad, por el contrario, podríamos decir que está regulada por las singulares leyes del caos, y estas reglas nacen del fondo de nuestro inestable mundo emocional cocinado en algún caprichoso entorno, en cualquier azaroso clima y con su particular e idiosincrática materia prima.

Las leyes del caos pertenecen a una rama de la matemática y de la física que estudia sistemas dinámicos complejos que son altamente sensibles a las condiciones iniciales. Amén. Nos viene al pelo esta definición. Somos: “sistemas dinámicos complejos altamente sensibles”. Seguramente será por eso por lo que cualquier perturbación de la fuerza nos pone, con mucha rapidez de los nervios y con gran facilidad, lo mismo nos hundimos en el Tártaro (profundo abismo usado como una mazmorra de sufrimiento para criminales mortales y prisión para los dioses titanes), que agarramos el sable de luz para defender nuestra particular Estrella de la Muerte.

De lo que nosotros creemos que decimos a lo que el otro escucha hay un recorrido lleno obstáculos de entonación, de prosodia, de zancadillas del inconsciente que se encuentra, a su vez, con los correspondientes impedimentos de percepción del que oye, que, además, está lleno de las interferencias de su particular bullicio mental.

 

Foto de Ludovica De Santis

 

Los acuerdos del lenguaje son un auténtico milagro de la evolución, pero de la idea original que sale del que habla a la idea que ser forma en la cabeza del que oye se puede parecer lo que un huevo a una castaña. De ahí que es recomendable, tener presente que entre medias de todo ese loable intento de trasmisión entre las personas está el reino del Caos. Caos: el verdadero fundamento de la realidad como decía el sabio Heráclito.

Los ejemplos cotidianos, más claros de malentendidos los tenemos en los mensajes de WhatsApp, están cargados por el diablo porque carecen de entonación y de melodía, estos ingredientes se intentan suplir con los simpáticos emoticones, pero esta vez la imagen no vale más que las palabras, los ritmos y los silencios. Lo más interesante de esto es que al final el que interpreta el tono del mensaje se está retratando. ¡Zas! Un zasca en toda el alma.

Es fácil entender que cuando nos dicen o escuchamos algo, siempre nos altera, por muy pétreo jugador de póker que se sea.  En el caso de que se produzca una fuerte conmoción, esto será señal inequívoca de que se ha dado en la diana, y hemos picado el anzuelo. En estos momentos, es del todo recomendable que tiremos del sedal hasta llegar a entender que tripa se nos ha roto. Interpretando la alteración como una advertencia, una alerta que nos indica por donde bucear, porque sin lugar a duda, en estas aguas, a mayor o menor profundidad, encontraremos materiales fácilmente inflamables, bien en forma basura venenosa o bien como tesoros escondidos lleno de joyas y fuerzas ocultas.

 

Foto de Ludovica De Santis

 

Si se pudiera materializar y almacenar la cantidad de rabia, dolor y tristeza que se producen por no comprendernos y malinterpretarnos, llenaríamos cientos de miles de siniestros buques de carga con destino a jorobarnos la existencia.

En el mundo emocional de cada uno se gestan continuamente mil batallas, y en cualquier momento en que se produzca el más mínimo roce, estamos raudos a desenfundar y apretar el gatillo.

Pero, es muy posible estar confundido, asustado, torpe, fastidiado, cabreado y soltar exabruptos o bobadas. Podemos ahorrarnos mil heridas si damos un amplio margen a la intencionalidad del mensaje, si ponemos en la ecuación la inconmensurable ignorancia, para que nos advierta de que es muy probable que no entendamos lo que sucede o lo que nos dicen, y eso no tiene por qué implicar que nos quieran herir. Estamos en la era de la ofensa y del agravio y como también estamos en la era narcisista, es muy difícil aguantarnos y malamente nos soportamos.

 

Foto de Ludovica De Santis

 

Hay un chiste que lo expresa atinadamente:

Uno dice: “¡Hola!, ¡qué tal?”

El otro contesta: “¡Pues anda que tú!

Para poder comprendernos entre nosotros es imprescindible contar con que no sabemos, y que es muy probable que el otro tampoco sepa. “Lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa, por eso nos pasa lo que nos pasa”, sentenciaba Don José Ortega y Gasset.

Entender no es lo mismo que comprender. Entender es, según el diccionario de la Real Academia: Tener idea clara de las cosas, saber con perfección algo. Para eso hacen falta datos y muchas operaciones lógicas. Mientras que comprender, también según el diccionario de la Real Academia, es: Abrazar, ceñir o rodeara por todas partes algo. Contener. Para eso no hace falta datos, hace falta Querer.

Los poetas saben contar bien las cosas del “Querer”, he aquí una muestra:

Si las cosas no fueran

tan enojosas

sí quedara más tiempo

para otras cosas

que no fueran andarse

desesperando

y abominar del mundo

de cuando en cuando

a tu vera hermana mía

cuanto tiempo pasaría.

Si no existieran tantos

Inconvenientes

y los recelos fueran

menos frecuentes

sí los que nos rodean

lo comprendieran

y en el fondo del alma

no se ofendieran

a tu cuerpo y a tu cara

con que gusto me arrimara…

                        (J.A. Sánchez Ferlosio)

 

Foto de Peter Turnley