Foto de Carlo Traini
Ya se van sembrado las costas de sombrillas multicolores, y se acercan a la orilla multitudes de humanos cansados buscando la tranquilidad y quizá el retorno a ese origen oceánico que a todos nos embelesa y calma meciéndonos y arrullándonos con el ritmo de las olas y su sonido sedantes.
Es el momento donde los cuerpos aparecen más desnudos, se han moldeado a golpes de gimnasio y hormonas también algunos con trazas de bisturí y sustancias de todo tipo para tener más de algo: más glúteos, más pecho, más abdominales, etc., depende de los sexos. También ha habido un cruce acumulativo de exigencia inter-sexos; antes las mujeres se depilaban y los hombre marcaban abdominales, ahora los hombre también van depilados y esculpidos y las mujeres luchan por lucir tableta, sin un pelo en el cuerpos salvo tremendas pestañas, cejas pulidas y melenas al viento. Además de adornos y plumajes ahora es al cuerpo mismo, desde dentro, al que se le somete a excesos para ser más reclamo, más atractivos, más deseados, ¿más queridos? Cuantas carencias, cuantos “menos” pueden estar compensándose por ahí. Hay que meternos en la cabeza, de una vez por todas, que por más que lo intentemos hay vacíos imposibles de llenar.
Hemos pasado en unas décadas de vivir bajo la obligación de que las mujeres vayan vírgenes al matrimonio y luchar por la llamada “liberación sexual”, al poliamor y a la variabilidad de la identidad de género. En el fondo, demos las vueltas que le demos, lo que se anda tramitando siempre es buscar la manera que nos miren, nos vean, nos quieran, nos valoren, nos amen… y pasárnoslo bien, para eso somos capaces de los excesos y disciplinas más exigentes. Esta genial que la gente se cuide y embellezca para estar atractivo y que corra la diversión en las camas rociándose de champan y tomando caviar en un ombligo o haciendo el salto del tigre, pero además de la juerga dionisiaca que nos sirve de disfrute y alegría necesitamos desesperadamente sentirnos queridos y reconocidos y es vital para el alma el abrazo que nos funde con el otro mientras penetramos en su mirada buceando en lo hondo de su pupila, totalmente sudorosos e impregnados de ternura.
La ternura es requisito indispensable para la vida.
También hay cuerpos señalados con tatuajes que expresan desde pertenencias tribales, hasta deseos, recuerdos, o jeroglíficos secretos cuyo sentido a veces ni siguiera conoce quien los luce. La necesidad de marcar los cuerpos viene de muy muy lejos, muy lejos en los tiempos de la historia y posiblemente muy lejos en las profundidades de la mente. La necesidad de marcar en la piel algo que no se siente que está presente, y que se precisa inscribir a flor de piel para tener el recuerdo perenne de una ausencia, un dolor, una crisis, un amor, algo que se desea explicitar en el cuerpo de forma imborrable. Quizás, también, taparse con dibujos, esconderse, camuflarse es una tarjeta de presentación y al igual que la ropa describe algo nuestro, dando una información que busca, como no, placer, comprensión, y cariño. Por más que aparezcan dragones, serpientes enroscadas en los brazos, flechas que atraviesan biceps, lobos esteparios que nos miran fijamente, flores, rosas, ojos, alas y toda suerte de arabescos, en el fondo del fondo, lo de siempre: que nos quieran, que nos reconozcan a pesar de estar camuflados, o que nos reconozcan en esos camuflajes.
La piel que nos contiene es la frontera entre uno mismo y lo de fuera y entre uno mismo y lo de dentro. Puede aparecer un sarpullido, una rosácea, una psoriasis, cuando algo nos ataca el alma, al igual que se irrita cuando nos roza una ortiga o nos pica un insecto, bien sea desde dentro o desde fuera, la piel que habitamos nos envía mensajes y reacciona ante la adversidad alterando su estructura, mostrando heridas, escozor, llagas o pus.

Foto de Carlo Traini
Al igual que esa piel que envuelve el cuerpo, nuestro etéreo aparato psíquico esta empaquetado por un Yo-piel* que tiene tareas muy similares a la piel física: nos contienen, nos protegen y son el límite de nuestra individualidad. Tanto una como otro puede ser sensibles o burdos, tener la piel fina o tener una coraza o piel de elefante. Desde bebes, todos los cuidados y caricias y la satisfacción que generan se convertirán en la capacidad de desear y amar placenteramente, o por el contrario esa falta de tacto convertirá en angustia lo que debía ser goce. Nuestro Yo piel también reacciona si se ve sometido a excesos de instintos voraces o a exigencias de ideales déspotas, y se forman heridas, urticarias y pústulas en el alma.
Hay que cuidar el Yo-piel tanto como hay que cuidar la piel, nutriéndoles, hidratándoles, acariciándoles, abrazándoles y desde luego, siempre, siempre, siempre grandes dosis de cataplasmas de ternura.
La ternura es imprescindible para el cuerpo y para el alma.

Foto de Carlo Traini