Enrique López Viejo
Con el paso del tiempo se tiende a reducir nuestra curiosidad y
quedamos cercados por una red de conocimientos y amistades que comparten
nuestras aficiones, bien por elección propia o experiencias biográficas comunes,
aunque también caben las conversiones tardías. (…)
Lo difícil es el proceso
inverso. Mantener el interés por aprender cosas nuevas, sumar experiencias y
seguir con  la cabeza alerta para apreciar
lo bueno que te presenta la vida.

Si además cuentas con la ayuda de un amigo que sabe disfrutar y transmitirte
sus múltiples conocimientos sin resultar pedante y de una forma divertida,
mejor aún. Cuanto menos, te sientes más cómodo, lo mismo que si hablas con una
persona de una altura parecida a la tuya y no tienes que agachar o subir la
cabeza. Pero es raro dar con esa persona capaz de mantener tu atención aunque
sea hablando de asuntos anodinos. Tampoco se trata de sacar a la luz nuestros
saberes para mayor gloria de nuestro ego, si no de conversar, un arte que está
en vías de desaparición por exceso de verborrea y abundancia de oyentes discapacitados,
y que exige curiosidad, lecturas y la sabiduría que proporciona haber tenido
alguna que otra vida paralela.
Enrique López Viejo, un amigo querido que nos ha dejado el pasado
martes
, sabía hacerlo con maestría y, entre risas, la conversación con él seguía
la senda que iba de la tarde hasta la noche. Desconozco si en justa
correspondencia, quien domina esta habilidad de encantamiento tiene una
tendencia natural a escribir bien. Enrique escribía bien, muchos de sus
artículos han visto la luz en estas página, y seguirán estando con nosotros porque
aún nos quedan cosas suyas por publicar.
Poseía un estilo particular, y aunque se estuviese en desacuerdo con
su indignación del momento, pues casi siempre le invitaba a escribir su
desacuerdo hacia algo, te gustaba. De pronto, el motivo de su indignación, que
también podía ser lo contrario (el entusiasmo desmedido), daba la vuelta como
el forro de un traje para disfrutar del placer de
la contradicción.
Como escritor tardío tuvo el hándicap de su larga y “molesta”
enfermedad, porque si algo es común a todas las enfermedades, es la “molestia”
de tener que someterse a reconocimientos, medicinas y tratamientos diversos y
que a menudo atentan contra la convención de Ginebra sobre el trato a los
prisioneros de guerra. Pero a nadie le gusta apearse antes de tiempo de esta
tierra y no queda más remedio que aguantar.
Enrique supo mucho de todo esto, pero su gran mérito fue sacar
fuerzas de la flaqueza y escribir cuatro biografías y un libro de memorias en
estos últimos años. Decía que a escribir biografías te lleva la curiosidad, el
tratar de conocerlo todo en la vida y el ambiente del personaje que te interesa.
Explicaba que el protagonista es lo principal. Luego está la forma de contarlo,
tratar de ser lo más ameno para que resulte interesante para el lector.
Por su experiencia vital, sentía debilidad por esos personajes de
vidas límite y fronterizas con varios territorios, aunque como lector de Los Viajes alrededor de mi habitación de
Xavier de Maistre, sabía que la verdadera aventura no se mide por la distancia
recorrida y los peligros enfrentados, si no por la lucha que mantenemos contra
nosotros mismos.
Esto le condujo a contarnos en Tres
rusos muy rusos
, su primer libro, la vida
sin igual de los grandes libertarios rusos del siglo XIX, Herzen,
Bakunin
y Kropotkin, para luego atreverse con la biografía del dandy de vida
tumultuosa,  Pierre Drieu La Rochelle, el aciago seductor (2), como la tituló
Enrique, y seguir con La vida crápula de
Murice Sachs
(3). Un personaje encantador y excepcional, un ser moral y
amoral, que tuvo una vida tan trepidante como desgraciada, en palabras de
Enrique. Estas dos últimas biografías son también una incursión por la otra
cara de la primera mitad del siglo XX, menos conocida y, por ello, más
interesante.
Consciente de que las fuerzas amainaban, acometió la última empresa,
tras escribir una semblanza de un pintor español injustamente olvidado, Francisco Iturrino. (4). Se trató de la
primera parte de sus memorias, tituladas La
culpa fue de Baudelaire
(5) y que presentamos en diversos sitios y ciudades
el año pasado.
Ahora que las memorias de los años ochenta empiezan a florecer, a la
de Enrique le cabe el honor de haber sido la primera en mirar hacia un pasado que
ya no es tan reciente. Y ahí le hemos dejado, a la espera de recuperar fuerzas
para acometer la segunda parte, la época dorada de una vida de la que no escribiré
que “brilló con luz propia”, pues seguro que Enrique enseñaría su risa socarrona
e irónica, pero que viene a ser el marco de un retrato distinto a lo habitual.
Y así, casi sin darnos cuenta, una vez más se hizo de noche pero nadie
de sus amistades ni su paciente mujer, Beatriz, pudo encender una luz para que
pudiéramos encontrar nuestra copa, porque la muerte llega de improviso incluso
para quien nos ha malacostumbrado a verle salir de todas sus crisis. Al menos
podemos leerle y mirar ese retrato que vive en nuestro recuerdo para atisbar en
su mirada atenta el principio de toda amistad: Compartir lo que poseemos.
1.-
“Tres rusos muy rusos. Herzen, Bakunin y Kropotkin”. Enrique López Viejo.
Editorial Melusina. Barcelona, 2008
 
2.-
«Pierre Drieu la Rochelle. El aciago seductor». Enrique López Viejo.
Editorial Melusina. Barcelona, 2009.
 
3.-
“La vida crápula de Maurice Sachs”. Enrique López Viejo. Editorial Melusina.
Barcelona, 2012.
 
4.-
“Francisco Iturrino. Memoria y Semblanza”. Enrique López Viejo. Galería
Rembrandt, 2014.
 
5.- “La
culpa fue de Baudelaire”. Enrique López Viejo. El Desvelo ediciones. Santander,
2014.