No desvelo nada nuevo si digo que la biografía de un libro de biblioteca está levemente narrada, con elocuentes elipsis, en su ficha de préstamos, al modo de esas célebres vidas que se resumen en una línea cronológica. A la mínima curiosidad, consultamos en las fichas cuántas veces ha salido un ejemplar de su ubicación en la estantería y en qué momentos ha llegado a la de una casa particular. Hay épocas de mucho movimiento y las leemos atando cabos que casi siempre hacen el nudo en el peso de la promoción o en las vacaciones de verano, y hay también otros casos en los que el libro confiesa apenas cuatro préstamos en varios años, váyase a saber si disfrutados por la misma persona. En combinación con otros detalles nos puede dar idea del carácter de sus lectores: si los préstamos han sido pocos, ¿a qué se deben esas esquinas tan violentadas y el desgaste de su cubierta?; si muchos, ¿cómo habrán reaccionado otros antes de mí ante las páginas subrayadas con tinta azul? Por eso siempre me fijo en esa pequeña nota que algunas veces se sitúa al principio y otras al final del libro. En mi biblioteca preferida de Madrid lo hacen al final, y eso le ha dado doble misterio –resuelto– a la sorpresa que alguna vez me llevo. Fue Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg, el primer libro que estrené sin ser mío: nadie antes que yo había leído ese ejemplar cuyas páginas me esperaban intactas. A las pocas semanas me ocurrió de nuevo con No leer (Anagrama, 2018), de Alejandro Zambra, y la sensación es de lotería de juguete.
Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) también ha tenido sus idas y venidas con las anotaciones de otros en sus lecturas. En un ejemplar de Toda la luz del mediodía, la novela de Mauricio Wacquez, encontró un duro diálogo desarrollado en los márgenes. En realidad se trataba de un monólogo de amonestación en el que el lector previo se mostraba implacable con la prosa de Wacquez. Aun así, desencantado y reticente, aquel lector llegó hasta el final en el pulso, quién sabe si por voluntad o por obligación. Y Zambra se perturba al comprobar que aquella caligrafía no distaba tanto de la suya propia. Es este el tipo de cosas que relata el autor y crítico chileno en No leer, un libro articulado a partir de decenas de artículos, crónicas y ensayos publicados en diferentes medios desde 2002, año en que Andrés Braithwaite –detonante y compilador de la primera versión de este libro– aceptó los primeros textos de Zambra.
Como cabe esperar a pesar de su título, No leer es la invitación –provocación, casi– a la lectura por parte de una persona que se ha debatido y así continúa haciéndolo entre la doble tendencia entre ser autor y escribir sus propios libros o ser crítico y escribir sobre los libros de los demás. Zambra no ha renunciado a nada, y así hasta ahora ha publicado varias novelas, libros de relatos e incluso un poemario. Pero al mismo tiempo, él mismo asume que la lucha vocacional no lo es tanto y que su lugar estaba ya establecido. Era el del lector: «(…) publiqué algunos libros y ahora me cuesta imaginarme la vida sin escribir. Pero escribir y leer son experiencias totalmente distintas. El placer de pasar la tarde leyendo fue, para mí, muy anterior al deseo de escribir. Y sigue siendo más pleno, más estable». La ambigüedad del título se explica, finalmente, porque cuando dejó la crítica literaria semanal sintió «muchas veces el placer de no leer algunos libros». Quien lo probó lo sabe. Zambra explica que, durante años, leyó las novedades literarias que le solicitaban reseñar, especialmente novelas chilenas: «Necesitaba ponerme al día, leer los libros anteriores de los autores que me tocaba reseñar. Y quería ser riguroso, por lo que con frecuencia leía dos veces novelas que en un mundo perfecto hubiera abandonado en el primer párrafo». Esto, reconoce, endurecía algunas de sus reseñas. Y aunque no es el tono general de los textos aglutinados en No leer, no se nos priva en este libro de piezas magníficamente irónicas en su severidad. Una de ellas es la crítica que escribe a la poesía de Karol Wojtyla, una sabia reseña sin algodones que deja momentos como los que siguen: «Destacan, por otra parte, las manías del autor, como escribir, sin motivo alguno, ciertas palabras con mayúscula (los pronombres “Él”, “Tú”, “Ti” y “Su”, fundamentalmente) cuando alude a una serie de personajes que, sin embargo, nunca son individualizados» o «Aunque Wojtyla realiza honestos esfuerzos por escribir con decoro, hay que decir que su libro muestra a un poeta aún no del todo consolidado. Sus textos por lo general son herméticos, algo cansinos y demasiado solemnes».

Alejandro Zambra
En su aproximación a publicaciones de todo tipo, Alejandro Zambra no deja sin embargo pasar la oportunidad de mostrarnos el parnaso de sus letras, en el que estarían Bolaño, Ribeyro, Borges, Parra… Y aunque en algunas ocasiones cae en un tono letraherido –casi inevitable en este tipo de escritura–, el conjunto transmite un color más allá del blanco y negro gracias a su destreza para compartir anécdotas que no podríamos aprender en manuales.
Organizado en tres partes, No leer nos ofrece en la primera textos breves, lúcidas pinceladas en torno a novedades literarias del momento. En la segunda los escritos son más extensos: crónicas de viajes como el que hace a Santo Stefano Belbo, pueblo natal de Cesare Pavese, recorridos por su relación personal con figuras ya míticas como Nicanor Parra, observaciones brillantes de la literatura de los hijos de grandes figuras literarias… Y la tercera parte se compone de piezas más personales, sobre sus propios libros: la génesis de su novela Bonsái y cómo fue adaptada al cine por Cristián Jiménez o la profundización en la idea de Clarice Lispector de cómo para hacer literatura hay que ser muy poco literario. En todo ello, al cabo, hay algo más, una reflexión intermitente en torno a la capacidad de contar cosas, al desajuste entre géneros y la poca importancia de estos rótulos.
Se disculpa a veces el autor por la cantidad de citas que aporta en cada texto, y da ternura empatizar con ese fervor que solo se puede transmitir entre comillas. ¡Lean esto!, parece decir, convencido entonces de que todo lo que hace, las cientos de miles de palabras que debe completar a tramos para entregar antes del cierre, serán convincentes de veras, virulentas en el mejor sentido, si dejamos hablar al otro. Por eso a Alejandro Zambra hay que leerlo cuaderno en mano, para apuntar algunas frases suyas y de otros y, sobre todo, para hacer la lista de los libros que nos avergüenza no haber leído aún, imprescindibles para nuestra formación no obligatoria.