A Eduardo Salas

 

                  “yo que soy algo más que un gustador superficial de Madrid…” Ramón Gómez de la Serna. “Pérez Galdós”.                  En Nuevos retratos contemporáneos (1945), pg.213.

 

SEGUNDA PARTE

 

Retratos Contemporáneos (1941) debió de cosechar un cierto éxito, porque poco tiempo después de su segunda edición (publicada en octubre de 1944), apareció Nuevos Retratos contemporáneos (Editorial Sudamericana, 1945) por donde desfilan, entre otros, dentro del ámbito de escritores o artistas españoles los hermanos Machado, Ventura García Calderón, José Echegaray, Benavente, Adriano del Valle, Amadeo Vives, Vicente Blasco Ibáñez, Emilia Pardo Bazán, José Pijoán, Pedro Luis de Gálvez, Enrique de Mesa, Pérez Galdós, Darío de Regoyos,  Pablo Neruda, Gabriel Miró, Pedro de Répide, Cansinos Assens y Manuel de Falla en cuyas semblanzas también aparece Madrid al fondo.

 

XV

“¡Qué interesante Madrid vivió el poeta!”, escribe Ramón al abordar la figura de Manuel Machado (1874-1947), de quien dice que “a los nueve años -por tanto en 1883- se trasladó a Madrid en compañía de su familia y allí estudió bajo el mandato de Francisco Giner”. “Lo vivió [Madrid] -apostilla Ramón- entrando en la entraña de la ciudad cumbre de España, bajo esa luz cenital que disfruta Madrid, porque es la coronilla de la alta meseta. Pulida su chulería andaluza con la chulería de Madrid llena de ´rentoides´, concepto que no he sabido nunca qué significa […]. Durante toda mi vida le he visto pasar por las calles de Madrid como andaluz que se escabulle al aire peligroso del invierno madrileño, haciendo un quite a los cuernos del Guadarrama, arremetido por las esquinas”. Relata Ramón varios encuentros con Manuel Machado en Madrid y en París. En Madrid, rememora Ramón, “me lo encontré después posesionado de su cargo como Director de la Biblioteca Municipal de Madrid, mientras yo buscaba papeles del gran sainetero don Ramón de la Cruz, que se guardan allí”. La faceta conjunta de Director de la Biblioteca Municipal y del Museo Municipal de Madrid, instituciones ubicadas en el antiguo Hospicio de la calle de Fuencarral la he resumido en mi libro Actas del Patronato y de la Comisión Ejecutiva del Museo Municipal (1927-1947) (Ayuntamiento de Madrid, Museo Municipal, 1997). Manuel Machado llegó a ese cargo en 1925, fecha a partir de la cual hay que situar la cita de Ramón, quien también tuvo amistad con uno de los más importantes responsables de la creación del Museo Municipal como fue Félix Boix, patrono del Museo, quien le facilito a Ramón algunas de las imágenes de Madrid para su fundamental libro Elucidiario de Madrid (1931), publicadas algunas de ellas sin embargo mucho antes en el periódico La Tribuna el 17 de abril de 1920 (núm 3.027), donde ya cita a Boix a propósito de “ese dibujo a lápiz [“La Fuente de la Puerta del Sol”], que he podido reproducir debido al espléndido espíritu del gran coleccionista don Félix Boix”. En realidad no es dibujo, sino una litografía, que en Elucidiario de Madrid califica de “grabado inédito y perfecto”, en el que se “entrevé que la calle de Carretas estaba totalmente entoldada”. Es obvio el interés de Ramón por subrayar ese aspecto de la calle de Carretas, pues en ella estaba ubicado su Café de Pombo.

También coincidió Ramón con Manuel Machado en la redacción del periódico El Liberal “donde yo también hice literatura cuando él no se había marchado aún del viejo diario”. El mundo de los colmados y de las antiguas tabernas madrileñas fue parte del escenario de los encuentros entre ambos escritores. “Dicharachero, consciente, dentro de esa alegría del mundo que le ha tocado vivir perentoriamente, no puedo olvidar los ratos en que me tocaba departir con él en la tarde madrileña. Sucedían los encuentros en el centro de Madrid en el disparadero de la plaza que llaman de las Cuatro Calles, en los vericuetos de la Calle del Príncipe, y de la Calle de la Cruz a espaldas y en esa vuelta del Teatro Español, donde hay cinco o seis colmados discretos y silenciosos en que se bebe la sin par Manzanilla, el único vino que refresca sin estar helado y que nunca araña ni estraga al garguero […] En los cafés, en los bares, se divierte la señoritada pero en los colmados meditan los castizos y hay allí menos matonismo y más reflexión que en ningún sitio. […] Muchas tardes y hasta algunas noches en la madrugada -que vuelve a parecerse a la tarde- he buscado ese laberinto de los colmados que hay a la sombra de los teatros clásicos de la corte de las Españas […] Allí -repite Ramón- me encontraba a Manuel Machado […] y charlamos de la vida como si tuviese marco dorado […] Teníamos amigos que solo eran amigos de colmado y que al abandonar ese barrio no volvíamos a encontrar nunca, así Paco ´el encuadernador´ […]. Cuando el gran poeta estaba en el colmado alargaba mi tertulia, y solo cuando le veía ponerse sobre los ojos su sombrero negro de ala anchurosa y su capa después de dar una larga al ambiente, me levantaba y me iba alegre de haber estado junto a él como viejos conocedores de la verdad vinícola y a veces morena de la vida”, y así, sigue recogiendo Ramón diálogos y ocurrencias vividas entre ellos en esos lugares de esparcimiento, donde queda fijada la semblanza del poeta. Por el contrario la figura de su hermano, Antonio Machado (1875-1939) la relaciona Ramón exclusivamente con los Cafés. Primero con el Café Español: “Así como a Manuel se le encontraba solo en la encrucijada de colmados que he descripto [sic], a Antonio solo se le veía en un café sórdido que era también de mi predilección: el café Español, frente al Teatro Real. Allí, entre un público fagocitario -no solo por su calidad de fagocitos, sino porque algunos tocaban el fagot en la orquesta de la Ópera o en la banda de alabarderos- nos desayunábamos a las siete de la tarde. Yo con mi mujer me establecía en los divanes de enfrente a una de sus ventanas, y Antonio se colocaba de espaldas a la luz, junto al quicio de la misma ventana. Nos saludábamos con buena fe y reconocimiento y comenzábamos la novena de la meditación y de la oración en el café modesto. Estábamos muy solitarios. A lo más llegaban hasta él, para formar la exigua tertulia de sus hermanos, destacándose la sonrisa escéptica y retozona de Manuel, que sobre las ocho u ocho y media se escapaba hacia el barrio de la cuchipanda”. Por la alusión a su mujer, Luisa Sofovich, la escena tenemos que situarla en la década de los años 30. Ramón y Luisa Sofovich vivieron en Madrid  a partir de febrero de 1932 hasta su salida en agosto de 1936 para Buenos Aires, de donde ella era oriunda. El cierre de este Café -cuenta Ramón- supuso el traslado de Antonio al Café Varela: “… cerraron el café Español, en cuyo sensato ambiente de modestia comprendíamos mejor la pobreza estratagémica de los españoles, y poco después encontramos un tramo más allá, ya traspuesta la rampa de la cuesta de Santo Domingo, ya en medio de la confusión del centro, el café sustitutivo: el café de Varela. Nos volvimos a saludar, aunque más de lejos, pues él se situaba junto al mostrador y a mí me gustaba sentarme más a la entrada. No dejaba de atisbar, sin embargo, lo que pasaba en su tertulia. Era más nutrida”. Este es el escueto Madrid de Antonio Machado que rememora Ramón. La estampa final con la que cierra la semblanza del gran poeta pertenece ya al momento de la Guerra Civil y el exilio: “cuando la ráfaga guerrera sopló hacia las fronteras, se le vio arrastrado, debilitado, muy cansado del esfuerzo hecho, parándose su corazón grande y heroico en el desorden y la penuria de la retirada”.

 

XVI

Más tenue aún, como una pincelada a la acuarela, es el fondo madrileño que emerge en la semblanza que Ramón dedica a Ventura García Calderón (1886-1959) cuya evocación transcurre sobre todo en la capital de Francia y en Bruselas. En esta “Galería de Retratos” de la que habla Ramón al comienzo de esta semblanza “el que puedo copiar […] es Ventura”, de los dos hermanos que eran, sobre todo por el trato que dice que tenía con este. En ella vemos a este escritor, crítico y diplomático peruano publicando en El imparcial madrileño “aquella entrevistas con los grandes franceses”, hospedándose “en las posadas de España” y “durante la guerra [sentándose] en los divanes madrileños y [anotando] perspectivas y figuras que en sus apuntes tienen una verdad entusiasta […]”.

 

XVII

Un Madrid burgués es el Madrid al fondo del retrato de Don José Echegaray (1832-1916), así con “Don” igual que el de Valle-Inclán, que comienza precisamente aludiendo a su vivienda y profesión: “El señor ingeniero don José de Echegaray vive en casas de buenas cortinas y buenos muebles, gozando de buenos puestos que le hacen tener todos los meses unos buenos billetes de banco”. Respecto de la segunda: “Don José entre cálculo y cálculo -no muy buenos cálculos porque por haber calculado mal se le hundió un día la cubierta del tercer depósito de agua de Madrid sobre cien obreros, matando a algunos- se distrae y escribe poesías, conatos de novelas, pero sobre todo nomenclaturas de dramas”. Aquel Madrid del dramaturgo es un “Madrid manso y feliz en esos años [que] se conmueve ante los dramas de comedor y abismo que estrena doña María [Guerrero]. A don José -obsérvese la ironía- los hombres de ciencia le reputan “gran dramaturgo” y los literatos le reputan “gran matemático”. Con ochenta años, Echegaray fue nombrado presidente de Tabacalera, único edificio de la arquitectura industrial dieciochesca que se conserva en Madrid, que evoca Ramón asociado con el premio Nobel: “Al pasar por el ancho y tendido edificio de la Tabacalera -siempre nítidamente revocado- todos pensábamos en don José Echegaray, repantingado en su magnífico sillón, fumando el mejor veguero […]. En los pasillos los empleados hablan en voz baja cuchicheando sobre la obra próxima de su director, arrinconados junto a las vitrinas que recuerdo que había en aquellos luminosos corredores y en las que se apolillaban cajas de puros y cigarros que eran el muestrario del tabaco nacional que quizá había sido exhibido en una exposición universal”. Le dedica Ramón sabrosos comentarios a la concesión del Premio Nobel a Echegaray -incluida la protesta de los escritores del 98, Baroja, Azorín o Valle-Inclán- y resalta entre todos los actos de homenaje “el más apoteósico […] que se celebra en el Teatro Real, asustándonos al final, porque el telón inmenso con su gran guillotina de hierro va a aplastarle, salvándole doña María que tira de él heroicamente hacia adentro”. Y tras relatar ese dramático momento, Ramón se cuela él mismo en el retrato de Echegaray como es frecuente en él, contándonos que es “en este momento [1904] cuando yo intimo con el teatro de don José, porque yo pertenecí a los ´alabarderos´ del Teatro Español. No sé -nos dice Ramón- si ese es un timbre de gloria o de oprobio, pero el hecho es que ese es el único vicio que he tenido en la vida y como vicio me arregosté en él, y después, de haber cumplido con mis deberes como estudiante de derecho, me iba a la calle de la Huertas, y me paseaba por la acera del palacio de Canalejas, frente a la taberna -que enfronta el final súbito de la calle de Príncipe haciendo cartabón con ella-, donde el jefe de ´alabarderos´ pasaba lista y daba sitio en el teatro a sus tropas. Como se sabe ser ´alabardero´ es pertenecer a la ´claque, la ´clac´ dicho más castizamente, corregido lo que de galicismo tiene la palabra”.

Por el carácter cuasi etnográfico-madrileñista, al estilo decimonónico de Los españoles vistos por sí mismos, que poseen estas observaciones de Ramón, no me resisto a prolongar esta cita sobre las ´claques´. “He conocido -escribe nuestro escritor- muchas “claques”, clac de la zarzuela chulesca, manolesca, dada al copeo; clac de varietés, donjuanesca, con amoríos con las teloneras -las pobrecitas que solo sirven para levantar el telón, es decir cantar el primer número cuando la sala está aún vacía o rumorosa de asientos que crujen al ser recién ocupados-; clac de teatro melodramático de barrios bajos con cajistas a destajo; clac de circo numerosa, entusiasta, como un cardumen de aplausos para el final de los grandes números, logrando echar el teatro abajo, etc., etc. Pero la del Teatro Español era una clac aristocrática, de señoritos que tenían que ir bien puestos porque era la única clac que tenían derecho a palco, aunque los palcos fueran palcos segundos, los de muy arriba. Solo la del Teatro Real era, si no más aristocrática, más importante, pues allí se exigía una seria afición musical y nunca había vacantes, cubriéndose las que sucedían por muerte fatal, previo un concurso. Estaba formada por burócratas viejos que sabían cuándo Caruso tuvo una nota buena y cuándo una mala”. Ramón continua narrando los avatares de su “época de claquista”, menciona el nombre del personaje que los dirigía, un tal “Don Sebastián, siempre con traje nuevo, sombrero hongo y cadena de oro” y un primer escarceo sexual -“allí [en el Teatro Español] sentí el primer día de pasión entre la impubertad y la pubertad situado en la entrada general […] y una jovencita dejó que en aquel paraíso [obsérvese la polisemia que aquí adquiere esta palabra] acercase mi aliento al suyo en una ofuscación inolvidable como si hubiésemos descubierto otro espacio en medio del espacio público”.

 

XVIII

La Ciudad Lineal -proyecto y realidad del urbanismo higienista y de ciudad jardín de finales del XIX a cargo del ingeniero Arturo Soria y Mata- aparece en la semblanza que dedica al exitoso escritor Felipe Trigo (1864-1916) donde vivía: “Iba creciendo su castillo novelesco, con almenas de tomos últimos y su vida era próspera aunque a base de premonitoria modestia, pues había escogido un hotelito [en la] Ciudad Lineal de donde se traslada a Madrid en un automóvil color cangrejo cocido”. De aquella Ciudad Lineal ya había tratado Ramón en su novela El chalet de las Rosas (1923) asemejándola a un cementerio y a una ciudad abortada: “La tristeza de la Ciudad Lineal era la tristeza de una de esas ruinas nuevas […] de una casa que no se pudo acabar en un paisaje suburbano y deshabitado  […] tenía ese aspecto de cementerios vivos, de falsa ciudad jardín y de auténtico panteón”. Desde aquella periferia suburbana se trasladaba diariamente Felipe Trigo a ese Madrid céntrico en aquel flamante automóvil, signo de éxito social: “vivía gran parte del día en el Casino y camareros de calzón corto y media roja le servían la cena a la que solía invitar a ingenuos y mal vestidos literatos”. Relata también Ramón un encuentro con Trigo en el parque de El Retiro: “Así en aquel día me lo encuentro en los jardines del Retiro en el claustral parterre. No se me olvidará nunca aquella entrevista por lo que me dijo y por lo que pasó al día siguiente. Yo me paseaba por entre bojes del anacoreta literario, sin ambición, satisfecho de no haber claudicado practicando la literatura fácil, ansioso de arte solamente”. Lo que le comunicó Trigo a Ramón era su intención de fundar “una gran revista” en la que se iban a pagar generosamente las colaboraciones y la creación de un “Palacio del Escritor” donde se podría vivir rodeado de revistas y de una editorial. Lo que ocurrió al día siguiente de este encuentro, el 2 de septiembre de 1906, fue la noticia del fallecimiento de Felipe Trigo: “Pero al día siguiente cuando abrí los periódicos me encontré […] con la noticia de que se había suicidado en su hotelito de Ciudad Lineal y su gran perro de Terranova había descubierto  el cadáver en la terraza de los sueños, donde se había sacrificado con miedo a no cumplir la promesa de su inesperada manía de grandezas”. En esta semblanza de Ramón hay también otra alusión a Madrid, menos concreta, pero muy simbólica sin embargo que es imprescindible recoger aquí. Al referirse a los libros de Felipe Trigo, autor como hemos dicho de éxito en aquellos años, Ramón dice de aquellos libros que eran “el único regalo que admitían las mujeres hermosas que languidecían en los pisos herméticos que les habían puesto los hombres celosos y enamorados de su belleza”. Pisos herméticos y relaciones adulteras que evocan una cierta cartografía oculta de la ciudad.

 

XIX

En el retrato que Ramón trazó de Jacinto Benavente (1866-1954), y que he estudiado pormenorizadamente en mi libro Un manuscrito autógrafo de Ramón Gómez de la Serna sobre Jacinto Benavente en la Biblioteca Histórica Municipal (Ayuntamiento de Madrid, 2017), Madrid se podría comparar con un telón teatral semejante al que el escenógrafo Sigfrido Burman reprodujo de Pombo en la obra de Benavente, Memorias de un madrileño. Y ese Madrid es el Madrid de las tertulias a las que se refiere en varias ocasiones. La tertulia de Azorín, Baroja y Valle-Inclán a la que acude ese jovencito Benavente que “quiere se literato”, con la presencia del bohemio Henri-Albert Cornuty y sus exaltadas ocurrencias. La tertulia que el propio Benavente forma tras haber alcanzado cierto éxito: “el autor teatral comprendió que había vendido un poco -tres cuartos- su alma al diablo y ya forma tertulia aparte de aquellos literatos puros que desprecian el éxito y solo aman lo problemático”. Una Madrid tertuliero y cafeteril de la madrugada en el que vemos a Benavente hacer lo que él llama “sus ´tonidadas´ subido a una mesa haciendo de “viejo” o poniéndose “un pañuelo como si le doliera las muelas o sacaba una palmatoria”. Un Madrid gastronómico como cuando define su teatro “como un plato de cocina español y más que español madrileño, quizás callos con langostinos” o esa otra en la que se refiere al pensamiento del dramaturgo en estos términos: “en sus buñuelos de pensamiento ha metido sustancias que prueban la originalidad de la confitería madrileña”. Ese Madrid de El Retiro donde el padre del dramaturgo está presente con una estatua al mérito de sus habilidades médicas y que Ramón reproduce en el mosaico de fotografías con que ilustra la semblanza. La casa donde vive junto a la iglesia de San Sebastián, en el barrio de las musas, donde en el pasado vivieron Cervantes, Lope, Quevedo o Góngora. Ese Madrid teatral y de los teatros de la Comedia o Lara. Una Madrid  “que se pone muy serio en invierno”. Un Madrid burgués y aristocrático simbolizado por “un Círculo Aristocrático” que Benavente comparaba irónicamente con  la Unión General de Trabajadores. Un Madrid oficial o institucional representado por el Ayuntamiento de Madrid con el que Benavente -desconozco los términos- tuvo una trifulca a propósito de una placa de oro y el poner su nombre a una calle. Pero sobre todo ese Madrid pombiano que añoraba Ramón cuando escribió esta semblanza de Benavente en Buenos Aires entre julio y diciembre de 1945. En ella, Ramón vuelve a revivir -en su soledad y aislamiento bonaerense- su amado Pombo: “yo le he visto modesto y sonriente meterse [a Benavente] a cenar solo en el viejo café de Pombo, y con sus manos de mandarín chino, en el índice de una de ellas una sortija de sierpe, manejar con delectación cuchillo y tenedor sobre un bistec como si se estuviese comiendo la más preciada corona de laurel en su propia salsa”. Descripción que rezuma ironía a chorros si comparamos la gestualidad de Benavente con “sus manos de mandarín chino” y la “sortija de sierpe” con la cutrez del local pombiano que evocó Francisco Vighi en su poema Tertulia sobre Pombo y que termina con este descriptivo verso: “… silencio, sombras, cucarachas bajo el diván”.

XX

Pombo también está presente, pero solo apenas casi como una cita de pasada en el interesante retrato que Ramón hizo del poeta sevillano Adriano del Valle, ultraísta y collagista consumado: “Un día, por fin, apareció a mi vista Adriano del Valle, grandulón, estentóreo de risa, tal como me lo había imaginado. […]. En el café de Pombo ya se le esperó siempre, y a veces aparecía para imponer la paz, para aseverar que tenía razón el que tenía razón, y estaba solo, como un picador a pie, delante de su caballo caído, mordiéndose el barboquejo”. Ninguna otra alusión a Madrid, salvo esta otra, algo difuminada: “Después se sabe de la completa formación de otro libro, en manuscrito en el archivo del Ministerio de Instrucción Pública, el libro titulado “Mundo sin tranvías”, premiado en el Concurso Nacional de Literatura [Premio Nacional de Poesía] en 1933”, que se incluiría posteriormente en 1934 en la primera edición de Primavera portátil.

 

XXI

Aunque la mayoría de los retratos reunidos en estos dos libros son de escritores, Ramón incluyó en este segundo volumen, Nuevos retratos contemporáneos, la “biografía viva” del músico Amadeo Vives (1871-1932): “No se me olvidará ese momento del músico de poderosa entraña y voy a trasladar a los demás este recuerdo vívido porque hombres de este fetio que han pasado por mi lado quiero que tengan biografía viva que coloree su nombre en los programas en que figurarán siempre”. Primero lo evoca viajando a Madrid a la búsqueda del triunfo -Madrid siempre ha representado esa meta ineludible para los artistas- en el que la capital aparece denotada de manera simbólica: “Viajaba hacia Madrid para verse en otros espejos y es el compañero de los que esperan el mañana del Arte, ese día que siempre sale nublado al día siguiente”. A continuación alude a los estrenos  de algunas de sus obras, el de su ópera Colomba “estrenada en el Teatro Real, con páginas delirantes que algún día resucitarán”. Como Ramón nunca sigue un orden cronológico en sus semblanzas, tras referirse a aquella ópera estrenada en 1910, habla de “su ´Bohemios´ (1904) [como] el aperitivo ideal del Madrid de noche, lleno de beneplácito y programas modestos, pero lindísimos” que fija muy bien ese mundo de diversiones pequeño burguesas y de clase media, e incluso clase obrera cultivada, de los primeros años del siglo XX, el mundo de la Zarzuela y afines. “Después de ´Bohemios´ -escribe Ramón- hubo una época de neorromántica paz madrileña -los trece primeros años del siglo-, en que el estudiante, con poco dinero, y el carpintero, con tan poco dinero como el estudiante, salían de la obra dispuestos a encontrar grandioso cualquier condumio pobre”. “Yo presencié con sigilo -apostilla Ramón- sin hacer dengues ni falsas repugnancias ante su género chico, este meter en chirona, este vencer los malos instintos, este armonizar el alma popular del desgaire madrileño”, tan expresivamente presente en buena parte de la literatura noventayochista que podemos ejemplificar en la trilogía de Pío Baroja, La lucha por la vida (1904). Ramón recuerda la figura de Amadeo Vives paseando por la calle de Alcalá: “para mí era una figura señera y cuando lo veía por la calle de Alcalá paraba mientes en él” o “no sé por qué en mis recuerdos le veo en la acera del imponente y agramilado Ministerio de Hacienda, y sin embargo se impone a aquel gran cuerpo de edificio en que se manejan los tesoros de España”. El éxito de Amadeo Vives -como en la semblanza de José Echegaray- lo simboliza el domicilio, emblema de su ascenso social, pues Amadeo había nacido en una humilde familia de panaderos: “Pero gracias a ese gran éxito había cumplido el ideal español de tener un piso alto en la calle de Alfonso XII, frente al Retiro, donde parece que la felicidad va a ser eterna […] días de gran vermuth, de gloriosas mañanas, de sentarse en las escalinatas del Parterre, de volver con muchas ganas de comer el arroz apetitoso y casero”. Otra faceta de la actividad de Vives se focaliza en la redacción del periódico La Tribuna, donde Ramón escribió entre mayo de 1912 y enero de 1922: “Le recuerdo en la redacción de “La Tribuna” donde entró para escribir los artículos que quisiera y donde publicó bellos y paradójicos facsímiles de la vida que fueron una lección y que entraron a formar parte de un bello libro que le publicó la editorial Atenea”, y que tituló Sofía (Ensayos literarios) (1923). Para Ramón, Amadeo Vives “representaba en Madrid la Cataluña del payés recio, despierto […] [que] daba fuerza a mi Madrid el encuentro con aquel gran catalán que traía otras raíces de la raza y las retorcía formidablemente a la vista, como los olivos de Mallorca”. Y como colofón de esta breve pero intensa semblanza, el Madrid invernal, una vez más. Ese frío inmisericorde de aquel Madrid del primer tercio del siglo XX tan presente en el recuerdo de Ramón al que temía y del que ha dejado constancia en sus memorias y escritos. Al trazar la muerte de Vives identifica la ciudad y el frío invierno: “Madrid se puso triste de pulmonías y en el paseo del Prado -la Cibeles, Neptuno y la Fuente de Apolo- había presentimiento de muerte del español vivaracho y genial caído en el cepo de la cama. Había que levantar la tapa del invierno para salvar al enfermo ilustre, pero la tapa del invierno madrileño -concluye- no hay quien la levante”.

 

XXII

La greguerística y metafórica prosa ramoniana comienza el retrato de Vicente Blanco Ibáñez (1867-1928) con la alusión a “la calle más albuférica de Madrid, la de Mesón de Paños” donde Blasco “el literato de vocación luminosa” se aloja cuando llega a la capital en 1905 “en una casa de huéspedes, donde le cobraban dos reales por dormir”. A partir de ahí aparecen los consabidos cafés y tertulias: “En el café de Zaragoza de la calle de Atocha ve desde la mesa próxima la tertulia del dramaturgo y folletinista don Manuel Fernández y González, oyendo como despotrica el viejo escritor contra la nueva generación”; periódicos: “´El Heraldo de Madrid´, que se permitió el lujo de publicar inédita alguna de sus más sabrosas novelas. Sus libros se venden, pero eso no le va a hacer rico. Tiene un ardor interior que se da de bruces con el ambiente confinado de Madrid”. Esa limitación de Madrid frente a la personalidad expansiva del novelista es lo que le hace dar el salto a América. De ese rasgo queda esta descripción: “Entra tonante en las redacciones y por esa época le conozco airoso, discutidor […]”. Es en ese periodo cuando la toponimia madrileña da un salto cualitativo de importancia -de una humilde pensión a un hotelito- en la vida del escritor. Es entonces cuando “alquila un sórdido hotelito en una bocacalle de la Castellana, pero él ve que aquello no es lo que quiere, que tiene que dar el salto a América, y da el salto”. Tras el periplo norteamericano, Blasco Ibáñez “vuelve a Europa y compra un chalet en Menton sobre la playa de la Malvarrosa, al que viste y baña de azulejos […] se ha comprado el mejor automóvil del mundo” y cuenta Ramón que un día “me cita una tarde en el Hotel Palace de Madrid […] subí a su habitación y le encontré muy estropeado”. Luego vendrá la Costa Azul y la agonía final en la Malvarrosa y el desenlace fatal “a las 3 y 10 de la madrugada del 28 de enero de 1928”.

 

XXIII

Si el Madrid de fondo en el retrato del escritor valenciano es feble, el de la semblanza que Ramón traza y bosqueja de Emilia Pardo Bazán (1851-1921) es más extensivo y acorde con esa “silueta impresionista de esa dama obispal de la literatura española”. Un Madrid, en primer lugar, festivo y carnavalesco: “alterna lecturas filosóficas con lecturas literarias y está en todos los saraos, no dejando de disfrazarse los días de Carnaval”. Un Madrid de los políticos y escritores de la Restauración: “es amiga de los políticos y los escritores, desde Castelar a Campoamor, de revistas propias: como “Nuevo teatro crítico” o periódicos donde “leemos su firma en los lunes de ´El Imparcial´ y un día -muchos años después- en vez de Emilia Pardo Bazán, leemos condesa de Pardo Bazán”; de El Liberal, donde en 1905 consigue un segundo premio de cuentos con uno titulado “La lucha”, por el que protesta Blasco Ibáñez, “porque según él el argumento le pertenecía y se lo había contado a doña Emilia en su casona de la calle Ancha de San Bernardo, que Blasco visitaba mucho a la sazón, deslumbrado por la aristocracia”. Ramón, muy interesado siempre por el entorno que rodea a los escritores, nos habla del salón de doña Emilia: “España vive una época ingenua -plenitutem ingenuitatem- y doña Emilia triunfa. Su salón es magnífico -aunque sin cuadros de grandes firmas-, y como el día de reunión abre la puerta que comunica con el piso de su madre, aristócratas y literatos se creen en el paraíso del gran mundo”. El lector interesado en la atmosfera de este salón de la escritora puede consultar el libro de Monte-Cristo, Los Salones de Madrid [circa 1898] con prólogo, de obligada lectura, precisamente suyo y fotografías de Christian Franzen en el que se reproducen la biblioteca y el comedor en donde se la ve rodeada de condesas y marqueses. De este libro hay edición más reciente (Ediciones 19, 2014) a cargo de Germán Rueda. En aquellos salones -tan proustianos, por otra parte- recuerda Ramón que “es obligatorio el traje de noche y los escritores que asisten vestidos de frac se ven negros para no enseñar entre chaleco y pantalón el rabillo de la camisa dura. Se discute el determinismo y la ´cuestión palpitante´ […] les hacen fotografías al magnesio [y] en aquellas reuniones había un momento en que doña Emilia pasaba a sus contertulios al comedor, donde había ríos de mermelada y torres de pastelillos rematados por juegos de cristal en que tres copas rosadas y con flores se reunían abrazándose”. Precisamente en la fotografía de Franzen del comedor vemos a una Emilia Pardo Bazán satisfechísima junto a sus amigos que rodean una amplia mesa colmatada de tartas y jarras de agua. “Doña Emilia -apostilla Ramón-era en España una señora pudiente y con buena vajilla que vivía en un palazote de la calle Ancha de San Bernardo” y “no falta  a las recepciones de palacio y asiste a las misas de lujo”. Madrid también se entrelaza a juicio de Ramón con “la nobleza del invierno en Madrid, los viajes por el mundo invernal, [y] la misma tristeza lluviosa del invierno galaico”. Ramón fue un escritor de heterogeneidades y supo interrelacionar realidades alejadas entre sí. Así lo hace cuando habla del monumento dedicado a la escritora inaugurado en junio de 1926, obra del arquitecto Pedro Muguruza y del escultor Rafael Vela del Castillo, quien esculpió la figura. Esa conexión de la que hablamos entrelaza el monumento (hoy situado en la calle de la Princesa frente al Palacio de Liria), una máquina de escribir y el Ateneo. Escuchemos a Ramón: “Pronto tendrá también monumento en Madrid, escribiendo sobre la falda sus “anduriñas” vírgenes, sus cuartilla con cuentos volanderos. Mentirá, sin embargo, la estatua de Madrid su manera última de escribir, pues doña Emilia tuvo la primer máquina de gran tambor y teclado alto -corsé recto- y ya no dejó de adquirir los nuevos modelos y asombró al Ateneo, cuando fue presidenta de la sesión [sic, por sección] de literatura, llevándose allí su máquina progresista, cuyo clip-clip parecía granizo en la claraboya de la biblioteca, todos un poco sobresaltados por aquella originalidad de doña Emilia”. Lo cierto es que en esa estatua doña Emilia está representada ligeramente inclinada, las manos unidas, pero no escribiendo. Y como colofón una última referencia -el día de su muerte, el 12 de mayo de 1921- al palacete de Pozas de la calle de la Princesa en 1921: “Ella que había descrito muy bien la triste noche del velatorio con su alba inconfundible que abre como el cuchillo del pescadero el buche del pez, el buche del alma, cayó bajo la imperiosa fatalidad, muriendo en el palacete de Pozas de la calle de la Princesa en 1921, a los 69 años”.

 

XXIV

“Por aquellos días -escribe Ramón- tuve la suerte una mañana de ser invitado a un almuerzo en Lardhy por Don Nicolás María Urgoiti para festejar al escritor catalán Don José Pijoán (1881-1963). Éramos muy pocos en aquel banquete en el mejor comedor de Madrid, frente a faisanes que sonaban el perdigón en el plato. Figuraban a la cabecera de la mesa a los dos lados de Pijoán, Urgoiti y Huici, los dos factótum de Calpe […]. Atisbé que allí se había fraguado algo muy importante y cuando vi aparecer los siete tomos de Suma Artis [sic] comprendí que aquel fue un almuerzo histórico”. Summa Artis  de José Pijoán, “historiador del Arte, de la literatura, y que los diccionarios llaman ´arquitecto y literato´”, comenzó a editarse en 1931. Sin precisar, Ramón cuenta que “de vez en cuando vuelve Pijoán por Madrid y sus comparanzas son geniales […] De paso durante una conferencia en la Residencia se acerca a mí, agarra mi capa española, la levanta hasta la nariz y exclama: -¡Qué hermoso olor a ajo tiene!”. También vemos pasar a Pijoán por el mundo de las tertulias, y aunque no lo confirma Ramón explícitamente, la anécdota que relata sobre la venta “al extranjero de la camisa que llevaba la reina Isabel la Católica cuando el cerco de Granada”, debió de tener lugar en Pombo, pues a los reparos que le ponen los tertulianos a la veracidad de que aquella prenda perteneciera a la reina, Pijoán contesta “dogmático como en un concilio: -Tiene los deshilados de la época y las iniciales y las armas de la reina. –No es bastante para saber que es la camisa granadina –le repusimos”. Este uso del plural es lo que me hace pensar que la escena tuvo lugar en la tertulia pombiana. “Con su voz perorativa, generosa, derrochadora, descubridora, sochántrica, Pijoan alegraba las tertulias […].  diciendo cosas inauditas”, como la que hemos recogido. Tampoco falta en esta breve reseña una alusión al periódico “El Sol”, “el gran diario de Madrid”, fundado el 1 de diciembre de 1917 por Nicolás María de Urgoiti, en el que Pijoán  al parecer publicó una curiosa “constitución ideal de España”, de tan solo tres artículos, que recoge o extracta Ramón. El resto del retrato gira en torno a la labor profesional de Pijoán en su periplo por el mundo anglosajón.

 

XXV

“Voy a pintar la historia de un verdadero pícaro a la luz cetrina de la realidad, visto y seguido por mí a través de los años, y cuyas anécdotas aparecen con su trozo de pared y su farol de esquina”, escribe Ramón al comienzo de su semblanza sobre el atrabiliario Pedro Luis de Gálvez (1882-1940), “poeta de la bohemia y sablista consumado”, dos de las características con que se le define en la Wikipedia. La primera noticia sobre Madrid en la biografía de Gálvez la vincula Ramón con el periódico El Liberal y con su director Miguel Moya quien le nombró “corresponsal [del periódico] en Marruecos” desde donde “se recibieron noticias de que había comprado unas mulas a nombre del diario y después las había revendido. A raíz de esta fechoría volvió al Madrid de sus deseos insatisfechos -alusión casi seguro a su escándalo en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de donde había sido expulsado anteriormente por acosar a las modelos-, y otra vez nos lo tropezábamos en las calles de tapias altas y tristes, como si escogiese telón de galería de fotógrafo para aparecérsenos”. También refiere Ramón que algunas veces llegaba de improviso a su casa, al domicilio paterno en la calle de la Puebla: “ya se sabe: mirada buscona alrededor, agarramiento de un libro, añadido de una levita vieja, sobretasa de dos pesetas o un duro. El pobre muchacho que era yo […]”. Un Madrid miserable y de beneficencia es el telón de fondo de esa vida peregrina de Gálvez: “De vez en cuando, como Noel, como algunos otros hampones, recibía la hospitalidad de los conventos de claustros poéticos y con cipreses, y parecía salir arrepentido y contrito. ¡Que vuelta a Madrid desde el pueblo o desde la vieja capital de provincia! El pícaro traía más picardías en el pico y en la punta de los dedos. Madrid estaba intacto, tal cual lo acababa de dejar Lope: farolero, con mucho besugo -besugo de mar-, con sus balcones finos asomados a una fina ciudad. Madrid le aguardaba con callos a la madrileña y ese vinillo de la tierra que hacen en la granja de experimentación agronómica para curdelas entendidos”. Hampón y sablista, “su lista de ´dadores´ -´dadores de duros, como hay ´dadores de sangre- era lo más importante” […]. Ya tenía escuderos y secuaces como Gonzalo Seijas […]. Con Seijas -cuenta Ramón- explotó Pedro Luis el más sacrílego de sus negocios, el negocio de la extremaunción, muy cerca de mi casa, en una buhardilla de la calle de la Corredera […] porque allí se daba una confluencia de iglesia y refugio de miserables nocturnos, los más desheredados caminantes de la vida, los que solo una noche podían pernoctar bajo el techo de San Antonio de los Portugueses. Seijas o Pedro Luis o algún otro mangante se hacían los moribundos y avisaban a la damas protectoras del agonizante; ellas avisaban al cura de turno y después de dispensar el sacramento dejaban un billete de los de a cincuenta debajo de la almohada del señalado por la muerte. ¡Cómo se levantaba el agónico cuando se iba la comisión! ¡Y cómo se iban los dos o los tres a festejar en la vida el dinero del enterramiento!”. La ubicuidad de Gálvez debió de ser proverbial por lo que dice Ramón: “el lobo literario se nos aparecía como despertando fuegos de azufre en una chocolatería de la madrugada, en los postres de un banquete de juventud, allá en un merendero del Manzanares […], en aquella trasnoche del teatro Español […]”.

 

Otra anécdota -si cabe más truculenta- que relata Ramón atañe al rapto de una tal Carmen por Gálvez y la extorsión que pretende hacer al padre, “un tapicero de la cabecera del Rastro y como está muy tonto quisiera que le dijese usted que yo no me caso sin cinco mil reales y un traje negro […] Parece que lleva en el bolsillo un revólver para matarme, pero si usted le va a ver se amansará”. Quizá esta anécdota haya que situarla a partir de 1915 año en que Ramón ya había publicado su inigualable libro sobre El Rastro que le haría acreedor de un conocimiento profundo de todos los comerciantes instalados en él. La tal Carmen “la sentaba” el escritor malagueño en “los rincones de los cafés y las tabernas” procurando «encender alrededor de ella un círculo de seducción, y como ella era joven y hermosa y coqueta, y tenía las primeras blusas de seda azogue, ya peroraba en el café Varela, como presidiendo un salón literario”. La historia referida, que nos hace recordar alguna de las tramas de la novela ramoniana, La Nardo,  tiene continuidad en la persona del conde de San Diego, “médico de cámara de la reina”, al que Gálvez además de sacarle “diez duros” consiguió que atendiera de parto a Carmen. Una de las anécdotas más truculentas atribuida a Pedro Luis de Gálvez es la del niño muerto que paseaba por cafés y tabernas pidiendo dinero para poder enterrarlo. Ramón sitúa el hecho en el Café de Fornos y en las tabernas que jalonaban la calle de Alcalá camino del cementerio del Este: “El caso es que una noche se presenta en el viejo café de Fornos, envuelto en su capa y con una mirada de jaula. Desde lejos y repetido en cincuenta espejos se le ve acercarse a las mesas, entreabrirse la pañosa y mostrar algo que parece amarillo a los que le ven, mientras le dan, apresuradamente el dinero que llevan en el chaleco. ¿Cuál es el talismán? Un niño muerto. ¿Suyo o prestado? Él dice que suyo y que no tiene para enterrarlo, y todos en el invernadero del café, abiertos cordialmente a la vida, como almejas en la plena confianza de su peña, no olvidarán la escena de aquella noche”. La otra estampa que abre Ramón sobre este hecho es, si cabe, aún más tremebunda: “Pedro Luis describió con prosa turbulenta, atorullada, pero con aciertos de estilo, el entierro de ese niño sin caja, llevado a hombros por su padre, a lo largo del camino de la amargura, que atraviesa toda la calle de Alcalá y acaba en el cementerio del Este, y el estribillo, durante todo el trayecto lleno de tabernas, musitado por la voz del niño compadecido del dolor y el cansancio del padre: -¡Papá, bebe!”.

 

Ramón suele intercalar a menudo en estas biografías citas de procedencias muy diversas. En el caso del retrato de Pedro Luis de Gálvez reproduce integro un artículo de este titulado “Cansinos Assens, Xavier Bóveda y la domadora de leones”, que lo traemos a colación porque en él aparecen citados distintos lugares de la toponimia madrileña galvezniana tales como la verbena del Carmen en el “barrio sugestivo de Chamberí” -aquí intercala una nota a pie de página con un comentario de Pedro Mata en el que se dice que “en Chamberí está toda la gracia repuñalera de los barrios bajos, no en el Avapiés”-, la taberna,  calificada de “infame” de Próculo, el barrio de Malasaña, el paseo de la Habana, la tertulia de El Lyon d´Or, el centro gallego de Madrid, los aledaños de la estación del Norte, el café Varela, la fonda de “Han de Islandia”, en la calle de la Madera o la Puerta del Sol “en esa hora de la madrugada, que es la de filo más mortal”, que nos sitúan en la geografía cotidiana y habitual de Gálvez quien “como hampón verdadero conocía tan bien la mañana de Madrid como la noche”. Banquetes y tertulias fueron también escenario de Pedro Luis de Gálvez. Con respecto a la tertulia del Café de Pombo, Ramón cuenta que le prohibió “llevar sonetos a Pombo, porque después tenía que prevenir al que él elegía para el despojo”. Al parecer, Gálvez “en los banquetes literarios insistía en su deseo de declamar un soneto y se le dejaba echar la gran red, pues ya se sabía que después alguien sería pescado por ese soneto”.

 

Pero quizá la estampa más inquietante de Pedro Luis de Gálvez, que afectó profundamente a Ramón, es la que narra de él en los primeros y turbulentos días de la Guerra Civil en Madrid. “Hacía años -escribe Ramón- que no le veíamos cuando una noche, en vísperas de la revolución, nos pareció descubrirlo en un rincón de Pombo, como queriendo ver y no ser visto, como queriendo estar solo y recordar. Estaba más cetrino que nunca, y le pregunté a Bartolozzi: -¿Es aquel Pedro Luis? –Sí, él es”, recuerdo este de Ramón que trasluce una atmósfera de inquietud y prevención. A continuación de este primer recuerdo situado por Ramón en Pombo en los aledaños del verano del 36, evoca que “de nuevo se perdió en su noche laberíntica y ya le había olvidado cuando estando sentado en la terraza del “Lyon d´Or”, los primeros días de la revolución, lo vi pasar con mono u “overall” de seda azul, al cinto dos pistolas y al hombro un máuser. Aquella tarde decidí salir para América […] pues al ver a Pedro Luis convertido en hombre de acción, amparado por las circunstancias, me hizo pensar en lo que podría hacer si sentía sed de venganza”. Aquella imagen de Gálvez se transformaría luego en el periódico argentino La Nación en “vestido a la mejicana: un sombrero ancho y enorme y un terrible cinturón cruzado de pistola y puñales, como una panoplia”. A partir de aquí, el retrato de Gálvez por Ramón discurre por las aciagas actuaciones del malagueño en aquel Madrid incontrolado de los primeros días de la Guerra Civil, en los que salen a relucir los nombres del guardameta Ricardo Zamora y del escritor Pedro Muñoz Seca, pero esta es otra historia que ha contado extraordinariamente bien Juan Manuel de Prada en su libro Desgarrados y excéntricos (Seix Barral, 2007). Antes de concluir su retrato de Gálvez, Ramón se pregunta: ¿Dónde habrá ido a parar? A lo mejor sale por aquí, de una bailanta o de un tapera, porque si bien entonces era demasiado castizo para salir de España y dejar las playas de oro de Sevilla y las playas de legaña de Madrid, ahora indiano por vía inversa, con llaves y botones de oro, disfrutara [creo que habría que leer disfrutaría] la inmensidad americana como nadie”. En realidad, Pedro Luis de Gálvez salió de la prisión de Porlier una madrugada del 30 de abril de 1940 para ser fusilado a las seis y media en las tapias del cementerio de la Almudena.

 

XXVI

A figura tan colérica y atrabiliaria como Pedro Luis de Gálvez, le sigue la biografía del poeta y crítico teatral Enrique de Mesa(1878-1929), “figura quijotesca […], señera, sobria y parca”, antípoda de aquel. La primera referencia madrileña que evoca Ramón con relación a Enrique de Mesa es la consulta que le hizo Ramón “cuando yo quise leer como secretario de la sección de literatura del Ateneo de Madrid, allá por el año 1908 –[en realidad, 1909]- mi memoria sobre ´El Concepto de la Nueva Literatura´”. Institución a la que como señala Ramón “va por las tardes y tertuliea recóndidamente con su gran amigo Ramón Pérez de Ayala”. También la remembranza de Mesa le lleva a Ramón a la redacción de La Tribuna con motivo de la inauguración del periódico el 3 de febrero de 1912: “Le recuerdo como en su noche más esplendorosa el día de la inauguración de “La Tribuna”, de la que fue nombrado jefe redactor. Era como torero de la Fornarina que aquella noche cantó en los salones de aquel periódico que aparecía con los mejores augurios con su flamante redacción de la calle de Sevilla”, en el número 5. La Cartuja del Paular y la sierra del Guadarrama son dos hitos en la obra de Mesa, que Ramón también evoca: “La sierra era su suprema meta y entonces yo estudié su influencia lunar y nevada que produce la sierra en muchos escritores (aunque soy madrileño -escribe Ramón- como él, nunca me sorbió el seso el Guadarrama). La sierra -se explaya Ramón a continuación, siempre tan urbanita- tan extraña y tan cercana a Madrid es un contraste demasiado delirante en medio de la seca y llana altameseta, y quizás por eso daña a la incongruencia vital a sus místicos más asiduos […]. Por influencia de ese extraño y enloquecedor Guadarrama, la modestia del habitante de Madrid tiene respingos contradictorios. No diré que sea nefasta una influencia tan saludable, pero sí diré que es nefista”. A continuación, explica y desarrolla, bajo su peculiar punto de vista de las cosas, ese término que inventa en la órbita de lo nefasto, para concluir “¡Frenético contraste el de la Sierra y la Corte más manchega que castellana! […]. Ese doble sosiego e insubordinación que caracteriza al español establecido en Madrid, fue patente en Enrique de Mesa”.

 

XXVII

Con respecto a Benito Pérez Galdós (1843-1920), el retrato que hace de él Ramón comienza con una consideración de su fama en América que identifica con Buenos Aires, desde donde escribe esta semblanza. “Avanza de nuevo sobre América, como si no hubiese llegado ya hace muchos años la figura ingente de Galdós, la figura espiritual, porque, la figura fisicoquímica, no vino nunca, por lo que él mismo dijo a un periodista: -También me han invitado a ir a Buenos Aires, y… ¿sabe usted lo que me retiene?… ¡La etiqueta! Yo odio la etiqueta […]”. Madrid se abre paso en esta semblanza desde la perspectiva yoista de Ramón que recuerda al escritor canario como si estuviese contemplándolo en una fotografía algo ya envejecida, en la que se entremezclan pasado y presente: “Pero a mí lo que me interesa es la calidad del escultor -del escultor del alma-, y como ya me sucedía cuando le veía pasar por las calles de Madrid, me resulta ahora un hombre del otro mundo, una especie de resucitado incierto, grafómano, creador de volúmenes que corren multiplicados en distintas direcciones y se pierden en las bibliotecas de los hogares”.  Luego vienen datos sobre ese Madrid al que arriba el joven Galdós: “[…] llega a Madrid, el año 1863, como joven que va a la Corte a estudiar leyes, estableciéndose en una de aquellas casas de huéspedes baratas que eran la cátedra vital más excelente si se reaccionaba contra ellas, si el pupilo no se quedaba convertido en huésped perpetuo. […]. De su primera casa de huéspedes en la calle de las Fuentes pasa a otra de la calle del Olivo -hoy Mesonero Romanos-, donde hace tiempo para que llegue su hora”. Instituciones como el Congreso, el Ateneo o la Real Academia de la Lengua marcan el itinerario del escritor canario: «Comienza su carrera literaria como cronista parlamentario y allí, en la tribuna del Congreso, se acrecienta su deseo de llegar, su apetencia de ser alguien, saludado y señalado por todos” o “Va al Ateneo de la calle de la Montera, caserón sólido, con gabinetes con chimenea, reloj y sillones, en que los conspicuos socios hablan del porvenir […]” o “entre teatro y novela llega a la Academia, en 1897, contestando Menéndez Pelayo su discurso sobre “La sociedad presente como materia novelable”. Lógicas e inevitables son las alusiones a la toponimia madrileña que enmaraña toda la literatura galdosiana, exponente de un Madrid decimonónico y finisecular que la atraviesa con inigualable intensidad. Así Ramón trae a colación distintos ejemplos: en El amigo Manso          -1882- “descubre la verdad de las carnicerías y los pisos de la calle del Espíritu Santo”; Gloria        -1876-1877- “ ´se me ocurrió pasando por la Puerta del Sol, entre la calle de la Montera y el café Universal, y se me ocurrió de golpe´”. “Todo se le ocurría así -apostilla Ramón-, y todo en la Puerta del Sol, que, llena de militares y paisanos, de zurupetos y grullos, era como una gran parada de personajes de Galdós, los mil personajes de sus novelas que se han dado cita allí, para expansionarse”, un escenario urbano céntrico y central de la ciudad al que también Ramón dedicó páginas magistrales con la corografía de su espacio y la cronografía de sus horas. Inevitable también es el recuerdo para una de las mejores novelas del escritor canario, si no la mejor, Fortunata y Jacinta -1887-: “Asentado en mejor posada que su antigua casa de huéspedes, Galdós añora todo lo sabido en su vida de estudiante, de estudiantón por la plaza Mayor y sus alrededores. Yo he conocido -confiesa Ramón, entremezclado como es habitual en él su yo con la biografía de sus retratados- esa tienda de Los Chinos y he entrado a comprar en ella, en esa esquina que hace el soportal de la plaza Mayor con la salada calle de la Sal. Aún se la puede identificar porque, convertida en relojería y bisutería, han quedado esculpidas en su rótulo unas camisas que no condicen con el actual comercio. Era un buen punto de partida para la imaginación, y los dos chinos de larga coleta presidían la tienda en la que se leían en un cuadro las avisadoras palabras de ´Hoy no se fía, mañana sí´”. Es sin duda, su mejor novela de calle y gabinete”, concluye Ramón. Esas figuras de “chinos” debieron de ser semejantes o muy parecidas a las que Ramón tenía en su torreón de Velázquez y que su biógrafo Gaspar Gómez de la Serna reproduce en su  Ramón (Obra y vida) en una fotografía con el pie: “Hueco de acceso al estudio de Ramón, en la Torre de Velázquez” o semejantes también al maniquí chino que presidió el banquete en Pombo en homenaje a Luis Bello, reproducido en La sagrada cripta de Pombo, y que Ramón compró en el Rastro. Más adelante refiriéndose a la “simpatía de Madrid y de su vida modesta, con sus afectos entre la honradez hogareña y la calle”, vuelve Ramón a Fortunata y Jacinta afirmando con mirada de crítico literario que “no puede menos de gustarme Fortunata y Jacinta, como una visita a madrileños y madrileñas auténticas, pero yo que soy algo más que un gustador superficial de Madrid, yo que he nacido y vivido en él y que particularmente en ese barrio de Fortunata he dado vueltas y vueltas y he estado horas y horas en sus cafés y he comido asiduamente en sus mesones, encuentro que faltan esos segundos y terceros matices que merece el barrio de los soportales”, juicio este último que tal vez expresa cierta pelusa.

 

Otra  alusión a Madrid en la semblanza ramoniana de Galdós nos transporta al teatro y al estreno de su obra Electra  el 30 de enero de 1901. Ramón alude a dos hechos que influyeron sin duda en ese día, caldeando los ánimos una vez terminada la representación de la obra: “sin acabar de triunfar en el teatro un día estrena Electra. Madrid estaba electrizado por el juicio de la señorita Ubao,” y el “estado de revuelta en Madrid de pedradas y gritos” como consecuencia del inmediato casamiento  de  María de las Mercedes de Borbón y Habsburgo-Lorena que tuvo lugar el 14 de febrero de 1901 con el príncipe Carlos de Borbón-Dos Sicilias y Borbón, conde de Caserta, de la rama carlista. “En aquella atmósfera llena de pedradas y gritos se estrena la obra de Galdós una noche de nieve y, pese a eso, la multitud entusiasmada le acompaña a su domicilio con antorchas y vivas. –¡Sí, que viva Galdós, pero que viva más cerca!… –dicen que dijo un sastre al que le resultaba lejano el domicilio del Don Benito”, comitiva que recorrió Madrid desde la sede del Teatro Español hasta la calle de Hortaleza donde a la sazón vivía Galdós. Calle esta en la que Ramón sitúa “una editorial llena de banderas de España, suculenta visión para el aprendiz de literato, cuando pasa por lo alto de la calle de Hortaleza y mira aquel portalón en que están fijados los carteles del último éxito”. En relación a los domicilios de Galdós en Madrid, Ramón alude al último de ellos en los siguientes términos: “Comienza a salir poco de su casa mudéjar de la calle de Hilarión Eslava, y cuando sale es en un coche de un caballo que ha sustituido a sus viejos ´simones´ de antaño, coche como para entierro, y se va solo por esos caminos de Madrid con vallas a los lados”. Y como colofón de la semblanza, el triunfo del escritor canario transmutado en estatua: “[…] se inaugura su estatua en el Retiro dotándola el escultor de manta para los pies -manta de piedra- en previsión de que esté abrigado durante toda su inmortalidad […] ¿No quería la gloria?, pues ahí está la gloria”. En uno de los mosaicos de fotografías con que Ramón ilustra este retrato de Galdós, una de las insertadas es la de “Pérez Galdós oyendo un discurso sentado frente a su sedente estatua de Victorio Macho”. “Sufragada por suscripción pública, la estatua fue inaugurada el 20 de enero de 1919, con asistencia del propio escritor, ya inválido y ciego, en compañía del escultor, el alcalde de la capital española -Luis Garrido Juaristi al que vemos en actitud oratoria con los brazos en alto dirigiéndose a los presentes- y algunos escritores y amigos”, según el artículo dedicada a ella en la Wikipedia. Un año después de este momento que documenta la fotografía, el escritor fallecía el 4 de enero. “Para mí -finaliza Ramón su retrato- es un personaje enhiesto y capitular, con algo de espectro de la propia España […]”.

 

XXVIII

El breve retrato que hace Ramón del pintor asturiano Darío de Regoyos (1857-1913) comienza con una singular reflexión estética que muestra la perspicacia de Ramón en el ámbito artístico y crítico que cultivó a lo largo de su obra. “Un pintor -escribe- es un punto de vista biográfico muy interesante para un escritor. Si lo ha conocido, si lo ha visto -a él además de su pintura- tiene delante un personaje humano en pleno deliquio por detener la muerte, por salvar con más o menos delirio lo que se mira cuando aún se tienen ojos y se goza de esa pequeña inmortalidad que es la contemplación”, para resaltar, a renglón seguido, que “Darío de Regoyos es un gran personaje que yo atisbé en mi adolescencia”. Y aquí entra Madrid: “Yo le vi pasar por el viejo Café de Levante y fui de sus admiradores cuando aún no le admiraba casi nadie. Había visto cuadros suyos en algún estudio de París y Gutiérrez Solana tenía colgadas en las paredes de su casa, telas del pintor perseguido por la incomprensión y el hambre”, casa situada en la calle de Santa Feliciana que Ramón, en otro lado, califica de “museo”. Un par de veces cita Ramón en esta semblanza de Regoyos al Museo Moderno -es decir, el Museo Nacional de Arte Moderno o Museo de Arte Moderno,  creado en agosto de 1894 e inaugurado en agosto de 1898-; la primera a propósito de su maestro el paisajista Carlos de Haes, “un tipo inconfundible, con prestancia a lo Rubens” cuya fotografía “de rubio flamenco presidía la sala que tuvo en el Museo Moderno”. Haes según Ramón “influyó mucho en Regoyos [que] le inculcó la idea sacerdotal del paisajista” y al que conoció “cuando apareció a los veinte años en Madrid dejando su asturiana Ribadesella”. Ramón dice de Regoyos que “es hombre de café de artistas” y que cuando “se establece en Madrid” (tras una serie de viajes por París y Bruselas) “sale en numerosos viajes a la periferia con “aquella maleta especial que se había mandado hacer y en la que metía hasta diez lienzos de 60 x 60 que llevaba a pulso hasta el hotel provinciano que había elegido para pasar una temporada de pintor huésped”. Cuenta Ramón en esta semblanza del pintor que “vive muy modestamente en las afueras de Madrid” y años después de su fallecimiento su hija “presenta en el Museo de Arte Moderno una exposición de su padre. Viene todas las tardes de la casita del barrio de la Prosperidad donde vive con su madre y sus hermanos, para abrir y clausurar la Exposición del padre viajero y lleno de fe”. En este retrato de Darío de Regoyos por Ramón no podía faltar una glosa al viaje que el pintor hizo por España con el poeta belga Emilio Verhaeren del que salió el libro La España Negra (1899), ilustrado con xilografías del pintor y un breve capítulo dedicado a Madrid en el que se describe una alucinada toponimia finisecular de desmontes y barbechos.

 

XXIX

Del pintor ruso Marc Chagall (1887-1985) -en la edición bonaerense Marcos Chagall-, aparece una referencia mínima a él vinculada con Madrid: “A través de nuestra diferencia de lengua y de nacionalidad nos entendíamos perfectamente.  Así había pasado en París, así hubiera pasado en Rusia o Italia, así pasaba en Madrid cuando se sentó a mi vera en las noches de Pombo”. Ese encuentro tuvo que ocurrir en 1934 como se deduce de la contribución de Ramón, “El año pombiano”, al Almanaque literario 1935, editado por Guillermo de Torre, Miguel Pérez Ferrero y E. Salazar Chapela, en el que ofrece un listado de los que pasaron por Pombo en 1934: “Pasarán estos artistas de ojos abiertos […] entre ellos nos llegará ese judío de las creaciones inquietantes que se llama Chagall”. Chagall vivió en Tossa de Mar dos veranos, en 1933 y 1934.

 

XXX

 

El retrato o semblanza que viene a continuación del de Chagall, es el dedicado a Franz Kafka (1883-1924) en el que no hay ninguna conexión con Madrid, aunque en la vida del escritor checo sí la hubo a través del llamado por la familia “el tío de Madrid”, Alfred Löwy, el hermano mayor de la madre, que fue “Director de la Compañía de Explotación de los ferrocarriles de Madrid a Cáceres y Portugal y del Oeste de España. Estación de las Delicias. Madrid”, como reza en su tarjeta oficial, reproducida en el imprescindible Franz Kafka. Imágenes de su vida (Galaxia Gutenberg, 1998), de Klaus Wagenbach. Sabemos por el biógrafo de Kafka, Reiner Stach, Kafka. Los primeros años y los años de las decisiones (Acantilado, 2016), que Alfred Löwy “había muerto en Madrid en 1923” y que en algún momento de su vida, en 1902, Franz le pidió si podía ayudarle a salir de Praga, “si podía llevarme a algún sitio”, aunque no queda claro si ese sitio era Madrid. De haber conocido Ramón ese parentesco y estos datos -y no olvidemos que Ramón viajó mucho a Portugal- creo que con su ingenio y su enorme capacidad de conectar cosas no los hubiera dejado escapar sin establecer algún tipo de relación con la obra del escritor checo.

 

XXXI

De Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, Pablo Neruda (1904-1973), Ramón escribe al comienzo de su semblanza que “fui de los primeros que se dieron cuenta de que él era el portador de la verdad poética nueva en el castellano universal, ni el de allí ni el de acá, sino el que está por encima de todos en la estratosfera. Muchos mezclaban las cosas más crudas a la poesía en una confusión inconcebible, pero el único que hizo eso de un modo concebible fue Neruda”, juicio que viniendo de un escritor como Ramón para el que la heterogeneidad y la mezcla de las cosas fue criterio constante de su hacer literario no deja de ser un reconocimiento abierto. Tras trazar su biografía de una forma poco habitual en él, a base de datos y fechas, Ramón evoca que conoció al poeta en 1935 siendo este cónsul de su país: “es cuando le conozco con más intimidad y me encaro con su rostro extraño de pierrot exclaustrado”. Acto seguido se refiere Ramón a una “tirada especial de sus tres poemas inéditos, los admirabilísimos ´Tres cantos materiales´” en desagravio a unas manifestaciones de Juan Ramón Jiménez. De esa edición escribe Ramón: “¡Con qué naturalidad lanzó un día en Madrid sus ´Tres cantos materiales´, que serán gloriosos poemas de la literatura antológica del futuro!”. Es en este momento de la semblanza cuando Madrid hace acto de presencia: “El poeta queda satisfecho y como gran nochero que recorre el Madrid nocturnal con los más alegres poetas, en la madrugada se le encuentra en una taberna de la calle de la Luna -¿qué mejor sitio para los lunáticos?- donde hay el mejor vino de la tierra y los mejores y más copiosos menudillos”. Un Madrid nocturno de callejas y tabernas, o “sórdidos interiores madrileños, incluido el de un burdel”, como ha subrayado Rafael Santos Torroella a propósito del Dalí residente (Publicaciones de la Residencia de Estudiantes,1992) que ya había plasmado en composiciones simultaneistas el joven Dalí en 1922 como expresión de sus correrías junto a Buñuel y Maruja Mallo. Con una Maruja Mallo que recuerda Neruda en sus memorias: “¡Aquel Madrid! Nos íbamos con Maruja Mallo, la pintora gallega, por los barrios bajos buscando las casas donde vendían esparto y esteras, buscando las calles de los toneleros, de los cordeleros, de todas las materias secas de España, materias que trenzan y agarrotan su corazón”.

 

También, cómo no, aparece Pombo en la semblanza ramoniana, donde la presencia de Neruda está corroborada también en las memorias del chileno: “Alguna noche de Pombo el poeta                -escribe Ramón- recita su poesía como en agonía, como dicen que hablan de lenta y concienzudamente en su terruño, como en melopeya en que hace contraste la inmortalidad de que están dotados sus versos y la mortalidad del poeta y su voz de padre”. Neruda en Confieso que he vivido. Memorias (Seix Barral, 1974) recordaría a Ramón  también en Pombo: “lo conocí en su cripta de Pombo, y luego lo vi en su casa. Nunca puedo olvidar la voz estentórea de Ramón, dirigiendo, desde su sitio en el café, la conversación y la risa, los pensamientos y el humo”. Curioso contraste el de esas dos voces, la melopeyica y casi atiplada del poeta chileno y la estentórea del prosista madrileño, que afortunadamente podemos oír por los registros que de ellas se conservan. También refiere Ramón la aparición en Madrid de la revista nerudiana Caballo verde para la Poesía -que vio la luz en octubre de 1935- que en la prosa ramoniana se queda solo en “Caballo verde”, en la que “en ella escribe con el título de “Conducta y Poesía” su contestación al poeta vengativo, al iracundo T.N.T. de la poesía, a J.R.J.”. También una referencia a la tertulia de la Revista de Occidente donde al parecer un notario protesta por un verso del poeta chileno: “Sin embargo sería delicioso asustar a un notario con un lirio cortado”. La última imagen que conserva Ramón de Neruda (y que la evoca aquí) es la de “Neruda en 1936” cuando “ha conseguido su mayor éxito y le veo por última vez, en vísperas de aquellos días luctuosos. Vive en la llamada casa de las Flores, y al cambiar ideas nos encontramos en la misma posición de estilitas sentados sobre la columna, pero después a los pocos días sucede lo insólito y queda dopado de revolución, en un cambio brusco de pensamiento […] Ciego como Homero, va a ir cantando por entre las multitudes a las que de pronto toma afición”. Y, por último, una estampa más de ese Madrid en guerra: “Por un extraño designio del destino la casa de las Flores es lo primero que arde en el Madrid subvertido”.

 

XXXII

Pocas son las referencias a Madrid en la semblanza que Ramón hace del excelente prosista Gabriel Miró (1879-1930). La primera es su hallazgo en 1904 de un libro del escritor alicantino: “Yo, que había encontrado en las librerías de viejo de ese principio de siglo su libro “Del Vivir”, con una historia de leprosos y un estilo fulgente y extraño, llegué a dar con él personalmente, cuando aún eran pocos los que le conocían”. Al final de la semblanza, Ramón vuelve sobre este libro: “Miró es una gran experiencia literaria, pero no es una experiencia escolar […] y los niños lucharán con ese hueso comido por el sol, con ese zarzal coronario, con ese gran estilista del cardo y el pedregal, magnífico para los avezados cuando nos salía su libro “Del vivir”, como ganga entre las insulseces de las librerías de viejo en el tablero de a real el tomo, para muestra del museo teratológico del realismo español, del retortijón castizo, del camino sin árboles y lleno de sol en que baila la tarántula”. La segunda, referida a su revista Prometeo: “De vez en cuando me enviaba algunas cuartillas inéditas para mi revista “Prometeo” en su letra regularizada, apretada, escrita con tinta muy negra […]”. Con motivo de un premio que obtuvo en 1908 por su novela Nómada en el Cuento Semanal “apareció en la capital de España y fue agasajado y comenzó a tener editores y todos fueron conociéndole. Recuerdo una conversación con él               -escribe Ramón- en aquellos trascendentales momentos. Yo le proponía el periódico como medio de salvación, pero él se negaba a hacer artículos”. Miró vino a Madrid en 1920 y “Don Antonio Maura, el gran estilista político de la España de entonces -recuerda Ramón-, le consiguió un destino [funcionario del Ministerio de Instrucción Pública], y Gabriel Miró comenzó a vivir tranquilo en una estable y bien puesta casa de la Corte”, que no disfrutó mucho pues murió en mayo de 1930. En una publicación editada por la Caja de Ahorros del Mediterráneo (CAM), Gabriel Miró. Escritor (1897-1930) (1997) leo que en 1920 “se instaló con su familia en Madrid, en la calle Rodríguez de San Pedro, desde la que se trasladarían más tarde a la que fue su último domicilio, en el madrileño Paseo del Prado”, que debe ser al que se refiere Ramón.

 

XXXIII

En ninguna de las semblanzas que incluyó Ramón en estos Nuevos retratos contemporáneos está justificada con mayor motivo la escenografía madrileña que en la de Pedro de Répide (1882-1942), que pasa por ser uno de los más importantes cronistas oficiales de la Villa de Madrid, título que alcanzó en 1923, y singular representante literario del casticismo y costumbrismo madrileñista del primer tercio del siglo XX. “Pedro de Répide Cornaro -comienza Ramón- era el único republicano que había en España el año 10 y también el año 20. Acudía a las conmemoraciones y a los centros republicanos en calidad de republicano representativo y literario que salía de noche y que representaba la juventud”. “Tenía Répide en nuestra adolescencia -continúa Ramón- el prestigio de quien muestra la anécdota de la Historia y gracias a él nuestra ciudad nos reveló sus secretos y reconditeces. No en vano había nacido en Madrid en la calle Real de la Morería el 8 de febrero de 1882. Pedro de Répide fue como un chulillo madrileño que hace sus estudios de Instituto y Universidad para no desagradar a su padre, pero es novillero de acción y hace rabonas y se pierde por la Moncloa primaveral”. Tras una estancia en París -en el que llegó a ser bibliotecario de la Reina Isabel II, en sus últimos años-, “vuelve de nuevo a Madrid y le premia el diario “El Liberal” -donde Ramón también colaboraría mucho después- su novela corta “La Enamorada Indiscreta” [1900] que le pone en el camino del éxito, un éxito que mantiene con un tipo de crónica quevedesca y lopista que daba luz y sentido a la vida cotidiana de Madrid, empalmándolo con el pasado y sin olvidar las claridades del presente”. Le asimila Ramón también con Juan de Zabaleta, autor de Día de fiesta por la mañana (1654) y Día de fiesta por la tarde (1659), dos libros fundamentales sobre el Madrid del Siglo de Oro, en los que este autor ensaya ya un cierto costumbrismo avant la lettre. No me resisto a citar el retrato de Répide -mitad prosopografía, mitad etopeya- que hace Ramón tras aludir a la novela Del Rastro a Maravillas (1907): “Con sus patillas, ´chuletas´, como galones negros de su categoría, pálido, golfeante, poético, Répide mantiene viva su otra leyenda de desaparecido y se dice en el Madrid de aquel tiempo que se ausentaba de su casa y vestido de organillero sacaba su correspondiente piano de manubrio y daba serenatas en las esquinas del viejo Madrid y sabía qué balcones eran los de las dadivosas que se asomaban con sus blancas y almidonadas batas. Si alguien ha decorado de simpatía, de intelecto y de casticismo las calles de Madrid ha sido Pedro de Répide, con su chambergo de buen ala y su capa a la española con sus broches de plata en el cuello al nacer de la esclavina”. Ya hemos visto en otras semblanzas que aquel Madrid en el que vivió Ramón hasta 1936 era un Madrid urbanísticamente abarcable, con un centro muy definido, en el que se cruzaban cotidianamente unos con otros -me refiero a los escritores y a los artistas- con muchos otros puntos de encuentro además, como cafés y tertulias y diversos ámbitos institucionales y sociales. Por eso, no es extraño que Ramón, flanêur empedernido, se cruce por la calle con sus colegas y retenga en su recuerdo la imagen de esos encuentros: “Durante muchos años -dice de Répide- le vi pasar lento y cansino por las calles, ensimismado, mirando a lo alto, levantando y bajando las cejas con un gesto muy suyo, disfrutando y cavilando su Madrid, nuestro Madrid”.

 

Además de las mencionadas tertulias de Cafés, el teatro fue un espacio de encuentro habitual entre escritores y artistas, por eso Ramón puede decir de Répide que “ha vivido los mejores días -mejor dicho tardes o noches- en el saloncillo del Español […]”. En esa caracterización de lo madrileño, Ramón ve a Répide como un “personaje de Don Ramón de la Cruz pintado por Goya que vivía los barrios bajos y después ascendía a los altos cargados con el pecado de la noche, pesado de arrepentimiento”. No es hiperbólico que en ese párrafo, Ramón incluya a dos portentosas figuras como Don Ramón de la Cruz y Goya que tantas y magníficas estampas dejaron del Madrid dieciochesco y de la escenografía popular de nuestra ciudad. Ese Madrid mesocrático y popular es “su Madrid de la Cava Baja y de la calle del Sacramento y de la Ribera de Curtidores [que] le aguarda con su rostro de chispero y con su pluma de pendolista del idioma”. “Fue -sentencia Ramón- el gran madrileño y por eso ostentó el título oficial de cronista”, ya lo hemos dicho, a partir de 1923. En ninguna de las semblanzas escritas por Ramón nos deja una imagen tan viva como en esta de Répide con la que la concluye: “En mi breve silueta está él pasando y no quería que quedase fuera de los buenos transeúntes de la vida literaria. No puedo olvidar que fue el triunfal y que lo fue en buen torneo de la Plaza Mayor de las Españas”. ¿Hay acaso algún espacio público que defina mejor a una ciudad como el de sus Plazas mayores? Ubicar en él a un escritor y asociarlo además con él, aunque sea metafóricamente, es -creo- un gran elogio o el mejor elogio que un escritor como Ramón puede hacer a otro, teniendo en cuenta además que ambos tuvieron a Madrid como centro de su escritura.

 

XXXIV

Tras el retrato de Pedro de Répide, viene el de Cansinos Asséns (1882-1964), la bestia negra de Ramón, pese a haber compartido los inicios fundacionales de Pombo, amistad, proyectos y una común admiración. Así expresa Ramón esa animadversión en las primeras líneas de esta semblanza: “En la edición muerta de un viejo libro mío hice una biografía demasiado dura de Cansinos”. Aunque no entiendo a qué se refiere con eso de “edición muerta”, esa biografía demasiado dura debe de ser la que incluyó en su libro Pombo (1918), donde el retrato de Cansinos llega casi al insulto, caracterizándole como un Jesús corruptor de sus discípulos, blasonándole de judío o tildándole de “un poco afeminado”, para concluir que vivía “en la única calle sima de Madrid, un poco como la calle apestada y lóbrega, en la que Cansinos está alegre de vivir oculto”. Claro que Cansinos no se quedó corto cuando a su vez evocó a Ramón en sus memorias, La novela de un literato. Cosas del gremio de escritores que nos viene del Siglo de Oro de nuestras letras, que ejemplifican los improperios y denuestos que se cruzaron el dúo formado por Góngora y Quevedo con los que fueron más allá de lo estrictamente literario.

 

Tras reconocer Ramón, como disculpa, que “el tiempo […] ha suavizado aquel puritanismo avisador que me fanatizó en otro tiempo”, este retrato de Cansinos, en el que, sin  embargo, le sigue clavando rejones, tiene como fondo Madrid, de donde apenas si se movió el escritor, y discurre por redacciones de periódicos, tertulias de Cafés, librerías de viejo o hitos urbanos como el Paseo del Prado o el Viaducto junto al cual tenía Cansinos su domicilio. De entre los periódicos vinculados con el escritor, Ramón cita la redacción de La Correspondencia de España, donde ejerció la crítica, y a “cuyos balcones” llegó un día “la marejada estudiantil” por un artículo que publicó sobre “tema público”. El domicilio de Cansinos, en la calle de la Escalinata, parece ser el epitome de esta semblanza: “Solo le movía el que vivía pobremente en esas casas pintorescas dentro de su modestia, con gabinete entrañable […]. Cansinos platica por platicar, habla por hablar en el alba -alusión a su eterno deambular- […] hace un esfuerzo y llega a su casa, sacándose del bolsillo de detrás, como un gran pistolón, la llave tremenda con que abre su puerta comida por la vieja carcoma, allá en la judería vieja”. Y claro, no puede faltar una referencia a Pombo: “Un día me escribió una carta, cuya impaciencia no pude comprender”. En resumen, en esa carta Cansinos le pedía a Ramón que liderase las “iniciativas -así las denomina este- futuristas y cubistas. Le escribo para decirle: Ha logrado usted reunir un haz de voluntades; tiene usted un grupo que le quiere y le sigue. ¿No es hora ya de salir de Pombo? ¿No nos hemos ya formado en Pombo? ¿No debemos salir como los vientos desatados? ¿Por qué no organiza usted algo para el nuevo tiempo que empieza? ¿Por qué no nos lleva usted, milicia valerosa, fervoroso apostolado, a alguna cumbre, a algún llano? ¿Seguiremos en la sagrada cripta todavía?”. Aquella propuesta de Cansinos, le lleva a Ramón a considerar el papel que Madrid jugó entonces frente al papel anticipador de Barcelona y se pregunta: “¿Cómo Madrid podía aparecer tarde y manido, zancajoso y desastrado?”. Y además de Pombo aparece en esta historia de rupturas otro Café, el Café Colonial. “Entonces Cansinos -recuerda Ramón- citó, a los que acudieron al anuncio, en el Café Colonial, café de pelanduscas y vendedores ambulantes, el café más impuro de entretenidos y entretenidas de la noche que hacían allí tiempo entre trapicheo y trapicheo”. Todo esto a propósito del liderazgo del movimiento ultraísta. Como en el título del relato borgiano “El jardín de senderos que se bifurcan”, la rivalidad literaria de ambos escritores que ha resumido magníficamente Antonio Bonet Correa en Los Cafés históricos (Cátedra, 2012)culminó como ha señalado este autor en que “el liderazgo estético de Ramón Gómez de la Serna, lo mismo que el de Rafael Cansinos-Asséns, no hubiese podido ejercerse sin la existencia de las tertulias literarias de café”. Si Cansinos aglutinó en el Colonial a los ultraístas, Ramón en Pombo defendió a capa y espada su Ramonismo. El jardín simbolizaría aquí el problemático ámbito de las vanguardias literarias y artísticas; los senderos, ambos Cafés con sus respectivas tertulias y confrontaciones. “Golfos de Cádiz, periodistas que no sabían lo que hacer, bohemios de poco escribir se cobijaron bajo la capa de Rafael Cansinos Assens. Este poeta huesudo y marrajo fue el que manejó el manifiesto de Guillermo de Torre y guio al grupo que acudió a su anuncio. El poeta Camín ha descrito en bohemia poesía -recuerda Ramón- aquella peña. Oigámosle: “Tertulia de Cansinos, en un café de la Puerta del Sol. / Juventud para nuevos caminos, / fermentación de alegres vinos / en el viejo tonel español. / Abolición de las normas arcaicas; / indiferencia hacia el farol / municipal. Y las luces voltaicas, / iluminando como pactorales [sic] / -hembras de Pablo Rubens-, los modernos cristales”. El Ultraísmo fue lo que separó para siempre a ambos escritores: “Cuando fundó el Ultraísmo aprovechamos la ocasión para huir de su obligatorio saludo”, apostilla Ramón.

 

Este movimiento literario y plástico hizo suyos una variada y amplia gama de artefactos urbanos, y cantó también esa joya de la arquitectura urbana que fue el Viaducto -no el actual, sino el antiguo- al que Cansinos dedicó el poema “El Viaducto, ávido y quieto” (1918) -recogido en la antología La cosas se han roto. Antología de la poesía ultraísta (Fundación José Manuel Lara, 2012) a cargo de Juan Manuel Bonet-, que aparece también en su novela de 1921, El movimiento V. P., donde Cansinos ajustaría sus cuentas con los protagonistas de las vanguardias. “Díficil recorrer la zona del Viaducto y las Vistillas, sin acordarse de Cansinos”, escribe Bonet, en el prólogo a la edición facsímil de esta novela llevada a cabo en 1978 por Peralta Ediciones. También Ramón utiliza ese símbolo urbano en esta semblanza, pero con otra intención. Tras la ruptura a la que nos hemos referido de ambos gallos de la vanguardia madrileña, recuerda Ramón que Cansinos “se había mudado de su sombría casa de Mesón de Paños […] había tomado otra casa estratégica, con raíces en un fondo perdido y balcones al puente próximo, frente al Viaducto y allí cantaba su toma de altura y la ascensión férrea del alto viaducto madrileño que sirve para que se arrojen los suicidas auténticos”. También nos encontramos en el retrato de Cansinos -como en otros que ya hemos glosado- las librerías de viejo de aquel Madrid de principios de siglo: “Está bien bifurcados nuestros caminos y ya le veo de lejos -señala Ramón- […] en las librerías de viejo -él  frente a las bandejas de los libros a 0.50 y yo frente a las de 0.75 o viceversa- confesándome el viejo librero con inefable condescendencia que tiene la manía de llevarse el libro que pilla o bien acompañando a una joven poetisa que ha venido de lejos deslumbrada por su verde luz y a la que no convida a un mal café, teniéndola de pie las horas muertas bajo un farol del Prado, dejando que le lea sus composiciones”.

 

XXXV

Nuevos retratos contemporáneos se cierra con la semblanza del músico gaditano Manuel de Falla (1876-1946) con una brevísima alusión a Madrid con la que cerramos este itinerario de biografías ramonianas: “Falla asombra al Madrid de principios de siglo con su figura de torero ágil, bajito y chiquitín […]”. A nosotros también nos sigue asombrando ese Madrid polifónico, magistralmente captado y pintado, que transcurre y sirve de fondo de todas y cada una de estas semblanzas que recopiló Ramón en estos dos importantes libros de biografías, un Madrid corografiado como un personaje más que discurre en paralelo con cada retratado.

 

Colofón

En Ramón y las vanguardias (Espasa-Calpe, 1978), Francisco Umbral ya señaló, con acierto, que “Madrid es la gran monografía de Ramón, el tema recurrente de toda su vida”. “Madrid -escribe Umbral- le vuelve monotemático” y también que “es la circunferencia real y natural que el escritor traza en torno de sí”. Con ser todo esto cierto, la perspectiva o el punto de vista que adopta Ramón al escribir sobre Madrid es de naturaleza muy distinta cuando escribe sobre él en los periódicos, en artículos de difícil clasificación que no se dejan encerrar en meras crónicas al uso, en sus más amplias monografías sobre Madrid donde combina lo histórico con lo moderno, o como, en el caso que ahora nos ha ocupado, cuando Madrid aparece al fondo de los distintos retratos o semblanzas que escribió sobre otros personajes coetáneos o contemporáneos suyos, en los que esos trazos y retazos de ciudad se pliegan a la psicología del retratado y la ciudad adquiere un tono existencial, muy parecido al visualizado en sus novelas de tema madrileño. Este Madrid al fondo de las semblanzas que hemos recogido aquí, es como un personaje más en paralelo con la personalidad y los avatares de cada una de las vidas que Ramón retrata. Escenario o escenografía, Madrid es, sobre todo, un recuerdo vivo, a veces una pintura, otras un fino dibujo y, en ocasiones, un aguafuerte de fuertes contrastes.

“No sería fácil encontrar otra ciudad que haya tenido un cronista tan puntual, tan minucioso y tan buen escritor como para Madrid lo fue Ramón Gómez de la Serna”, escribió Luis Carandell en el “Prólogo” al tomo Madrid. Buenos Aires (1919-1956) (Galaxia Gutenberg, 1998), un periodista que formó a lo largo del tiempo otro museo portátil de curiosidades en su libro Celtiberia Show (Guadiana de Publicaciones S.A., 1970), libro que forma parte de la educación sentimental de nuestra generación, los nacidos en 1950, y que podemos colocar en paralelo a los “monstruosos” despachos ramonianos.

O como señala muy acertadamente Ioana Zlotescu, la gran especialista en Ramón, en su “Preámbulo al espacio literario de la ciudad” en ese mismo tomo de Galaxia Gutenberg, que “goyesca o moderna, ayer u hoy, la ciudad del alma de Ramón es, en cualquier caso, Madrid, y solo Madrid”. Y aquí lo de “goyesca” debemos entenderlo, creo yo, en función de las múltiples raíces que lo madrileño tiene en la prosa ramoniana, raíces enraizadas, si se me permite la expresión, con la tradición, pero también mezcladas con la modernidad. Y una última cita en este sentido. Antonio Díaz-Cañabate en su Historia de una taberna (Espasa Calpe, 1947) también señaló ese estrecho binomio Ramón/Madrid o Madrid/Ramón: “Nadie hasta él comprendió a Madrid de tan maravillosa y original manera. En sus libros, en sus artículos, está todo Madrid, hasta el último rincón, hasta el detallito más insignificante, lo más hondo y también lo más superficial”.

Como una catarata, ese Madrid polifónico, por el que paseamos con Ramón cuando leemos estas semblanzas o retratos en estos dos imprescindibles libros biográficos de su extensa bibliografía, Retratos contemporáneos y Nuevos retratos contemporáneos, es el resultado de un amplísimo mosaico de realidades -mosaicos muy parecidos formalmente a las ilustraciones que reproducen ambos libros- que se van entretejiendo en el tapiz de las distintas semblanzas. Un Madrid que abarca cronológicamente el Madrid finisecular y de entre siglos, el Madrid de la Primera Guerra Mundial, en el que se refugiaron muchos artistas que pasaron por Pombo, el Madrid de la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931 y, por último, el Madrid tenso y peligroso de los primeros días de la Guerra Civil con anécdotas tan escalofriantes como la que cuenta del escritor y crítico teatral Luis Ruiz Contreras.

Un Madrid que comienza por la Estación del Mediodía, puerta de entrada de muchos de los que llegaban a él impulsados por el afán del éxito. Un Madrid de casas de huéspedes modestas en el entorno de la calle de Jacometrezzo, antes de la apertura de la Gran Vía, o de buhardillas como la de la Corredera donde se refugia Pedro Luis de Gálvez; la fonda de “Han de Islandia” o de tabucos infectos como en el que vemos viviendo -anécdota escatológica incluida- a bohemios tan zarrapastrosos como Eugenio Noel. Un Madrid menesteroso personificado en “la única calle sima de Madrid”, la de la Escalinata, en donde tuvo su domicilio Cansinos Asséns próximo al Viaducto. Y frente o junto a esas realidades habitacionales modestas y paupérrimas, que retratan admirablemente, pero sin intencionalidad sociológica ninguna, la estratificación social histórica de nuestra ciudad, el Madrid de hotelitos burgueses funcionalmente amueblados como los que alquilaba Zenobia Campubrí en los Altos del Hipódromo; o el del doctor Simarro en la calle de Serrano en el que acoge al hiperestésico Juan Ramón Jiménez; o el de Blasco Ibáñez en el Paseo de la Castellana; o los domicilios de Gabriel Miró en el Paseo del Prado;  o en el Ensanche  viviendas como la de Valle-Inclán, en la calle de don Francisco de Rojas, “barrio de calles anchas”; la de Amadeo Vives en la calle de Alfonso XII frente al Retiro; la de Galdós en la calle de Hilarión Eslava  en una casa de estilo mudéjar o la de Neruda, ya con la República, en la “preracionalista” y ajardinada Casa de las Flores.

También alude Ramón a un Madrid de domicilios aristocráticos, de palacios y salones representados por la tertulia mundana de doña Emilia Pardo Bazán en la calle Ancha de San Bernardo o el Palacete de Pozas, y el palacio de Canalejas, que tienen su contrapunto en el Madrid de albañales y suburbios “de calles de tapias altas y tristes”, de caminos “con vallas a los lados”, de arrabales y barrios bajos, el Madrid “pobretón”, escenario de las andanzas de varios de los escritores retratados -Hoyos y Vinent o Pedro de Répide- en los que aquellas incursiones fueron un viaje al infierno.

En definitiva, un Madrid plural y diverso, unas veces céntrico, representado por la calle de Alcalá, la Puerta del Sol o la Plaza de Oriente con el Palacio Real y otras veces por barrios populares como los de Malasaña, Chamberí o el Avapiés, sin olvidar aquel Madrid ex novo periférico e higienista que simbolizaba la Ciudad Lineal de Arturo Soria a la que dedicó la novela El Chalet de las rosas con juicios demoledores. Y en el que no falta una alusión sutil a un Madrid “oculto” de “pisos herméticos”, escenarios para el adulterio.

También la mirada de Ramón se complace en recordar el Madrid menestral de comercios y establecimientos  populares y pobretones con sus características muestras y anuncios que tanto le atrajeron y que, como un buen etnógrafo al uso, se tomó la molestia de recopilar y dibujarlos. Especialmente evocado es el establecimiento Los Chinos en la Plaza Mayor con sus dos maniquíes con el cartel “Hoy no se fía, mañana sí”, pero también de prostíbulos como ese de “La Matildona”. Y por seguir con ese Madrid menestral, por la prosa de estas semblanzas discurren además instituciones benéficas y oficios que nos remiten a una tradición secular. Un Madrid de oficios callejeros como aguadores o serenos, de gitanas vendedoras ambulantes, de panaderos, libreros y editores como Pueyo, cajistas, correctores de pruebas, obreros de la construcción, carpinteros, tapiceros del Rastro, músicos, carros de mudanzas o de pordioseros o pobres mendigos como ese que tiene las piernas cortadas y que canta flamenco hasta que amanece, en el cruce de las Cuatro Calles donde Ramón y Valle-Inclán le observan en la madrugada. Ejemplo este último de una cierta visión a lo España Negra o al Madrid callejero o al Madrid. Escenas y costumbres solanescos. O ese Madrid  de la beneficencia representativo de una ciudad todavía preindustrial, de asilos y conventos como el de la calle de la Corredera, de casas de socorro y policlínicas que sugieren estas últimas una cierta modernidad; y, por supuesto, el Madrid de la muerte simbolizado en el Cementerio del Este. También un Madrid de personajes anónimos cuyas vidas son solo ya eso, una mera y espectral cita que gracias a Ramón parecen haber escapado por un momento de la sima del olvido: el tal don Sebastián, director de la “clac” del Teatro Español; un tal Pumarega, corrector de pruebas, que lidera un grupo comunista; una tal Carmen, raptada por el golfante y sablista Pedro Luis de Gálvez; un tal Ortiz de Pinedo, empleado en una sucursal de una fábrica de luz eléctrica; un tal Severiano del Mazo, estudiante de Farmacia, Paco el encuadernador o Dora, musa de algunos escritores bohemios. Todos ellos simbolizan en parte la anonimia de la gran ciudad que es Madrid, a la que Ramón unas veces todavía tilda de Corte y otras de capital, denominaciones que nos hablan de ese  difícil equilibrio entre la tradición y la modernidad.

También la ciudad de masas se vislumbra en estas prosas biográficas representada por la prensa y las nuevas tecnologías de la época. El Madrid de las redacciones de periódicos y revistas, tan abundantes en el Madrid del primer tercio del siglo XX, como las de La Correspondencia de España, El Imparcial, El Liberal, La Tribuna, el Heraldo de Madrid, La Lectura, El Cuento Semanal,  El Sol o la Revista de Occidente con su distinguida tertulia; un Madrid de editoriales como Calpe o Atenea, pero también el Madrid menestral de recónditas imprentas y librerías de viejo. El Madrid de las nuevas tecnologías visibilizadas por la radio, el teléfono, las cocinas eléctricas, el automóvil y el tranvía -como el que atraviesa la ciudad de extremo a extremo, desde los Altos del Hipódromo a la Bombilla- o la máquina de escribir que utilizaba Emilia Pardo Bazán en el Ateneo.

Y hablando de la Bombilla, enclave dominguero, un Madrid también para el esparcimiento y el recreo. Un Madrid para solazarse en El Retiro, en los merenderos del Manzanares, en la Fuente de la Teja con su baile de criadas, en la Moncloa o ya más extremo como en la carretera del Pardo donde Valle-Inclán se encuentra, como Don Quijote, con una manada de toros entrando a la ciudad. Una excepción a ese esparcimiento multitudinario y popular es el representado por la anécdota personal de Ramón cuando relata en la biografía de Juan Ramón Jiménez su acceso restringido a la Casa de Campo, todavía un coto cerrado a los madrileños que la Segunda República haría accesible. Este Madrid del esparcimiento también está representado por el Carnaval o la verbena del Carmen; también por el Madrid de figones célebres como Botín o el parador de Barcelona; o restaurantes de lujo como Lhardy o el Hotel Palace, y el antiguo colmao y tablado de Villa Rosa donde se agasajó a Marinetti y a su esposa, y donde Eugenio d´Ors hizo una aparición rocambolesca; esparcimiento que va estrechamente unido a la evocación de un cierto Madrid gastronómico de callos a la madrileña, de vinillo de la tierra, de menudillos, de cocido, de buñuelos y chocolaterías en las altas hora de la madrugada. Porque también Ramón alude a un Madrid de paseos nocturnos y madrugadas sin fin, un Madrid peripatético que representa muy bien la bohemia literaria y artística de aquel Madrid de entresiglos.

 Un Madrid de la cultura contemplada en una doble vertiente: la institucional y la literaria, personificada esta última en los Cafés y las tertulias. El  Madrid de instituciones vinculadas con la cultura (veces de las conferencias y mítines) como el Ateneo y su célebre cacharrería, la Real Academia de la Lengua, La Residencia de Estudiantes, el Colegio Francés, la Academia de Jurisprudencia, la vieja Universidad de la calle de San Bernardo, el Círculo de Bellas Artes (no en la sede del actual), el Casino, el Círculo Aristocrático, el Museo de Arte Moderno, la Biblioteca y el Museo Municipal de la calle Fuencarral, el Teatro Español y su “saloncillo” con su “claque de alabarderos” a la que perteneció en su juventud Ramón, el Teatro Real y el Teatro de la Zarzuela, o los teatros mesocráticos como el Lara y la Comedia y los afines al género chico con sus diversiones pequeño burguesas, de clase media y estudiantiles. También un Madrid de instituciones oficiales como el Congreso, el Tribunal de Cuentas, el Ministerio de Hacienda, el Ministerio de Instrucción Pública o Tabacalera, a los que hay que añadir los citados centros republicanos a los que iba Pedro de Répide.

Y cómo no, el Madrid de los Cafés y las tertulias de los que Ramón nos deja descripciones y comentarios muy precisos que son imprescindibles para trazar su crónica e intrahistoria. De aquel Madrid de Cafés y tertulias, el de Pombo, no podría ser de otra manera, es el que aparece citado y recordado más veces, símbolo a su vez de la profunda y nostálgica añoranza del propio Ramón que cobra mayor sentido en estos dos libros editados en una ciudad como Buenos Aires plagada también de Cafés y tertulias a los que, al parecer, Ramón no se supo adaptar. Y junto a Pombo  El Colonial, Fornos, El Levante y el Nuevo Café de Levante, el Café de Madrid, el Café de la Montaña, el Café Lion d´Or, el Café Regina (al que le atribuye exagerada e injustamente la responsabilidad de la  “la torcedura de España” años después), el de La Granja del Henar, el Café Nacional, el Café Capitol, el Café Español, el Café Varela o el Café de Zaragoza, pero también, en un ambiente o estrato social más bajo, los cafetines y cafetuchos de barrio de mala muerte como El Habanero en la calle de Jacometrezzo; o tabernas con pedigrí literario como Le Chat noir en el Madrid del 900. De estos últimos también evoca la taberna de Próculo; cervecerías como la Candelas en la calle de Alcalá; bares con “mostrador de barricada” en los días iniciales de la Guerra Civil; o colmados y antiguas tabernas en los alrededores de la Cuatro Calles, la calle del Príncipe y la calle de la Cruz, zona en la que ubica también un Madrid taurino en torno a la calle de Sevilla. En esas evocaciones de Madrid que a veces nos parecen verdaderas estampas al aguafuerte no falta una referencia al Madrid invernal con un frío que se mete en las entrañas, proveniente de la cercana sierra del Guadarrama a la que Ramón no tiene ningún aprecio ni valora positivamente como los institucionistas que le precedieron y que hicieron de ella una de sus enseñas preferidas, o al Madrid siniestro de las ejecuciones públicas, tocado muy tangencialmente.

He agavillado, aquí y ahora, lo que Ramón refiere de Madrid en este cúmulo de semblanzas; en suma, una breve, pero intensa, antología sin duda, de un Madrid que, en ambos libros, tiene una dimensión especialmente evocadora, y que Ramón trata como un personaje más en la trama de lo biográfico. Un Madrid objeto y sujeto al mismo tiempo, vivo y viviente, una corografía peculiar, una técnica, dominada por Ramón, que en la semántica de sus inventores, los griegos de la Antigüedad clásica, significaba “describir los detalles más pequeños de los lugares” así como “pintar una semblanza fiel de los lugares que describe”. Todo ello pasado, claro está, por el inclasificable tamiz y matices de la personalidad de un escritor como Ramón, que hizo de Madrid su atalaya para ver (y vivir) la vida literariamente.