Literatura y ciudades caminan al unísono desde los albores de la épica. Los grandes poemas épicos, tanto de Oriente, el fértil mesopotámico, como de Occidente, el mundo griego, se hicieron eco de su existencia confiriéndolas personalidad propia. Los rapsodas emocionaban a sus oyentes describiendo algunas de sus características y fijaban en la conciencia de la sociedad su retrato y peculiaridades. Literatura, ciudad y escritura se entrelazan desde el momento en que el hombre toma conciencia de su pertenencia a una civilización concreta.
En las lejanas ciudades de Uruk y Ur de Mesopotamia nació la escritura, y de ellas se deriva la palabra urbanismo, técnica que concierne a los aspectos organizativos del trazado de la ciudad y de su fisonomía. En el Poema de Gilgamesh se habla de “la gran puerta de Uruk”, del “muelle de Uruk”, de sus murallas “que son como el cobre”, de “sus fundamentos y de su fábrica de ladrillos”, de su dimensión y superficie, “tres shar abarca Uruk” (el equivalente a unas mil hectáreas). Pero es sobre todo en la épica griega, con Homero, donde encontramos la genial fórmula que abrirá esa inmensa corriente de textos que engarzan literatura y ciudad y que adoptará formas muy diversas a lo largo de la cultura occidental: crónicas, guías de viaje, libros de viajes, novelas, poemas, memorias, en los que la ciudad toma un claro protagonismo como personaje principal.
El vocablo rapsodia tiene dos acepciones que me interesa recoger aquí como pórtico al libro Rapsodia italiana. Roma, Nápoles, Palermo del historiador y escritor Fernando Castillo que ha dedicado muchas páginas al tema de las ciudades; la primera hace referencia a un “pasaje amplio de un poema… especialmente de alguno de los de Homero” y la segunda a que se trata de una “pieza musical formada con fragmentos de otras obras”.

Foto de Fernando Castillo
La alusión a Homero –autor de Íliada y Odisea– es pertinente, pues en ambos poemas se habla de numerosas ciudades. Y en ambos poemas también se definen y caracterizan muchas de ellas por algunas de sus peculiaridades. A Troya se la describe como “la bien amurallada”, “almenada”, “de altas puertas”, “feraz” y “de fértiles glebas”, “ventosa” y “escarpada”, “la de buenos potros”; a Micenas, “bien edificada fortaleza”, “de anchas calles” y “rica en oro”; a Ítaca “muy pedregosa”; a Tebas “la de las siete puertas”, “la de buena corona de murallas” en cuyas casas “es donde más riquezas hay atesoradas”. De otras ciudades el calificativo es más genérico e incluso intercambiable: “la muy divina Cila”; “la sagrada ciudad de Zelea”; “la sedienta Argos”; “la escarpada Pédaso, rica en viñedos”; Lemnos “ciudad del divino Toante”; Licia, Cos, Budeo, Licto, definidas como “bien habitada ciudad”; “la afamada Panopeo”; Dardania “ciudad de míseras gentes”; y tantas y tantas otras ciudades cuyo catálogo es imposible resumir aquí con todos su pormenores y variantes.
Junto a estas genéricas definiciones, el poeta heleno se fija también en detalles concretos. De Troya también describe algunas de sus particularidades trasladándonos la sensación de que la estamos recorriendo con los personajes que pueblan el poema: así vemos en distintas situaciones las puertas Esceas, la “muy bella morada de Príamo, construida con pulidos pórticos de columnas, en la cual había cincuenta habitaciones de pulida piedra”, la “elevada torre” de su ciudadela y sus “bien construidas y anchas calles”. También los dioses participan en la construcción de algunos hitos urbanos: “Yo edifiqué –le dice Hera a Apolo– para los troyanos en torno de la ciudad una muralla ancha y muy bella, que hiciera la urbe inexpugnable”. La descripción del Escudo esculpido por Hefesto –otra forma de representación de la ciudad pero ahora en el ámbito de las artes plásticas que se complementará con otras técnicas como la cartografía, la pintura descriptiva, las maquetas y modelos– muestra dos ciudades con escenas bien distintas: una con bodas, convites y mercados con gran bullicio, la otra asediada por dos ejércitos. Aquiles, cuya cólera desencadena la trama del poema, es presentado como “saqueador de ciudades”. Frente a este héroe, el Ulises de Odisea que también ha participado activamente en la destrucción de la ciudad, se nos presenta en el arranque del poema como “el hábil varón que en su largo extravío, tras haber arrasado el alcázar sagrado de Troya, conoció las ciudades y el genio de innúmeras gentes”. El conocimiento de las ciudades por Ulises está claramente asociado a un periplo, a su viaje de vuelta a Ítaca y a lo que nos va revelando de las ciudades por las que pasa y de las gentes que conoce. Conocer las ciudades –su aspecto físico pero también sus gentes– es condición inexcusable para el viajero que quiere ir más allá del mero tránsito por ellas.
Convendrá recordar con Constantino Cavafis su poema “Ítaca”: “Cuando salgas de viaje para Ítaca, / desea que el camino sea largo, colmado de aventuras, de experiencias colmado. […] Desea que el camino sea largo. / Que sean muchas las mañanas estivales / en que -¡y con qué alegre placer!- / entres en puertos que ves por primera vez. / Detente en los mercados fenicios / para adquirir sus bellas mercancías, / […] Mantén siempre a Ítaca en tu mente. / Llegar allí es tu destino. / Pero no tengas la menor prisa en tu viaje”.
Ulises es el prototipo del viajero que observa, mira y reflexiona sobre lo visto. Que saca consecuencias. Que es capaz de organizar un relato sobre lo visto y lo vivido. Ver una ciudad requiere una mirada atenta. Pero el esquema de lo que fue, es y será la ciudad lo resumió perfectamente San Isidoro de Sevilla en sus Etimologías, verdadero compendio del saber de la Antigüedad y una de las primeras enciclopedias de la literatura occidental. En “Acerca de los edificios y los campos” (XV, 2) considera las ciudades bajo un doble aspecto, el social y el material, el de la civitas en tanto que “muchedumbre de personas unidas por vínculos de sociedad” que recibe este nombre por sus ciudadanos (cives) y “que concentra y encierra la vida de mucha gente” y “hace referencia, no a sus piedras, sino a sus habitantes”, y el de la urbs que “designa la fábrica material de la ciudad”. Sobre este doble esquema (que ya había apuntado el historiador griego Tucídides al decir que la ciudad no son sus muros sino sus gentes) se construye la mirada de cualquier autor que se acerque, por las razones que sean, a una ciudad.
II

Montaje de Eduardo Alaminos
Hemos llamado la atención sobre la segunda acepción del término rapsodia como “pieza musical formada con fragmentos de otras obras”. La forma en cómo Fernando Castillo, historiador cultural, ensayista y escritor, se acerca a las ciudades tiene mucho de esa técnica que, en el ámbito de las artes plásticas, asociamos con la forma collage. El collage es –como ha definido acertadamente José Francisco Yvars– un “recio banco de pruebas en que el artista extrema las posibilidades de intercambio simbólico entre imagen, signo, gesto y forma” y evoca al mismo tiempo lo enciclopédico, la noción de archivo y la heterogeneidad.
Por sus conocimientos de la historia y la cultura literaria y artística y por su experiencia viajera, a Fernando Castillo le cuadra admirablemente la auto calificación que de sí mismo hizo Ramón Gómez de la Serna al considerarse un “catador de ciudades”, escritor vanguardista que escribió mucho sobre ciudades en un doble plano: desde la tradición del pasado con ciertos toques costumbristas y simbolistas y desde la modernidad de la vanguardia y el cosmopolitismo. Castillo en esta Rapsodia italiana… se comporta como el clásico flâneur que recorre y deambula por la ciudad extrayendo de ella agudas observaciones y penetrantes comentarios. Veamos el caso de Roma, una de las tres ciudades que reúne este ameno tomo precedido por un interesante prólogo del escritor Juan Bonilla.
Cualquier aproximación a una ciudad está sujeta a una temporalidad. En los periplos de Castillo por Roma esta se manifiesta bajo las especies del invierno (“en Roma el mes de enero es oscuro y frío”; “es una tarde grisácea y solitaria”; “en esta soleada mañana de enero”; “ahora en un día luminoso”; “ahora, en este domingo invernal en el que la lluvia ha dado una tregua”; “enero en Roma también es soleado, como este domingo”; “ahora en la luz de este anochecer invernal” o “esta mañana soleada de invierno mediterráneo… es un día agradable, claro y sin rastro de nubes, pero sin la transparencia descarnada que otorga el frío”). Cada una de esas anotaciones sitúan emocionalmente al lector en el umbral de cada itinerario tiñéndolo de una precisa atmósfera que nos recuerda la técnica de la acuarela. Describir también es pintar.

Foto de Fernando Castillo
Una ciudad –y Roma especialmente– son muchas ciudades. Y para develárnosla nada mejor que la mirada del historiador que oficia de escritor. Con una prosa limpia, de línea clara, alígera, Castillo va componiendo un collage con referencias al pasado y al presente. La toponimia y la topografía de la urbs por excelencia –Pons Aelius, Castillo de Sant´Angelo, Torre del Conti, Torre delle Milizie, barrios de Regola, Campitelli, Campo di Fiori, Piazza Spagna, Piazza Barberini, Vía Venetto, El Quirinal, El Foro, Plaza del Capitolio, Piazza Venezia, Via delle Botteghe Oscure, Piazza della Minerva, Piazza Navona o la Plaza de San Pedro– se entrelazan, como la yedra al tronco, con notas históricas, breves y precisas, y apuntes de cultura, literarios, cinematográficos, culinarios, de cualquier índole que, como pinceladas bien distribuidas en la tela del texto, hacen de la ciudad un organismo vivo.
No faltan alusiones a nombres propios, a manera de escolios, que nos aclaran (y amplifican) aquellos lugares y los juicios del autor. Goethe y su Viaje a Italia; el historiador alemán especializado en la historia medieval de Roma Ferdinand Gregorovius, traído a colación al recorrer esos vestigios medievales que se conservan, menos conocidos o apreciados por los viajeros; Jacob Burckhardt; el escritor Alberto Moravia, novelista de la Roma del siglo XX; cineastas como Roberto Rosellini y su Roma, cittá aperta o La dolce vita de Federico Fellini; Patrick Modiano; Miguel Ángel, Piranesi, cuyas estampas de cárceles asocia con algunas ruinas tan presentes en la ciudad que han adquirido con el tiempo el tono “prerromántico, claustrofóbico y surrealizante” de aquellas; D´Annunzio y su cita sobre el río Tíber; el escultor Bernini cuya presencia en Roma es maravillosamente abrumadora con fuentes como la de los cuatro ríos en la Piazza Navona o el obelisco en la Piazza della Minerva que concentra “el interés por el hermetismo y el gusto por lo egipcio y los jeroglificos” y que se asocia con una referencia al jesuita, erudito y orientalista y uno de los científicos más importantes del Barroco, Athanasius Kircher; el pintor Giorgio de Chirico de cuya pintura correspondiente a la etapa conocida como metafísica parece que saliera la arquitectura “colosal del racionalismo mussoliniano” levantada con motivo de la EUR, la Esposizione Universale Roma, uno de los fragmentos mejor y más sugerentemente analizados del libro, y que compara Castillo con las similitudes formales, en las antípodas ideológicas, de Nowa Huta a la que ya se había referido en “Otoño galitziano. De Cracovia a Lvov”, incluido en Atlas personal (Editorial Renacimiento, 2019), otro libro imprescindible de Castillo sobre ciudades y viajes; y en clave española Carlos V y el célebre Saco de Roma de 1527 o la presencia en la ciudad de César González-Ruano o Agustín de Foxá.
Y como la ciudad son también sus monumentos y calles, sin llegar al vademécum de las guías turísticas –más bien huyendo de él– hay referencias a Via Margutta “una calle recogida y no muy larga con edificios de la Roma papal”; Piazza del Popolo “siempre de inmensidad de ágora clásica o, si se prefiere, de recientes grandiosidades totalitarias” rodeada de chopos, pinos y cipreses que nos hablan del carácter mediterráneo de la ciudad –(echo en falta una referencia a los magníficos Caravaggios que guarda la iglesia de Santa María)–; Via Veneto “la avenida de la dolce vita romana de los años cincuenta” y “centro tradicional de hoteles y edificios… que le dan ese aire señorial y burgués de la Europa anterior a la hoguera de 1914”; “la muy literaria Via delle Botteghe, la calle de las Tiendas Oscuras”; o Piazza Navona contemplada sin los puestos navideños que muestra en su plenitud su antiguo trazado elíptico “del que fue hipódromo de Domiciano”.

Foto de Fernando Castillo
Y, claro, también monumentos, iglesias, cafés, tabernas, tiendas, mercados al aire libre. El Palazzo Barberini, “resumen de la Roma renacentista y barroca”; el Foro, la quintaesencia de la Roma antigua, “hoy convertido en paisaje” y símbolo de la grandeza de la ciudad; el Palazzo Grazioli “un imponente palacio del siglo XVI” que marca el tiempo real del relato por la alusión a que es en ese momento narrativo el “domicilio del magnate milanés Silvio Berlusconi cuando reside en Roma” y “sede de su partido Forza Italia”, lo que le permite al autor significar la deriva errática de Italia en este nuevo siglo; o el Palazzio Venezia (sin nombrarlo) pero que resalta el gusto de Castillo por el detalle: “Nadie mira al balcón desde el que se reivindicaba un pasado que llevaría a un futuro trágico”, balcón desde donde, en 1940, Benito Mussolini declaró la guerra a Francia y al Reino Unido, metiendo a Italia en la Segunda Guerra Mundial; “la destacada masa” del Panteón de Agripa cuya cúpula e interior sigue impresionándonos o el monumento ecuestre más importante de la Antigüedad clásica, el retrato ecuestre de Marco Aurelio (hoy felizmente restaurado y conservado en las mejores condiciones en los Museos de los Conservadores), “una obra eterna, modelo nunca olvidado de belleza y majestad atemporal” con el que, a mi juicio, solo compite la estatua ecuestre de Felipe IV en nuestra Plaza de Oriente madrileña, obra de Velázquez y Pietro Tacca.
Encontrará el lector de esta Rapsodia italiana… mientras camina de la mano de Fernando Castillo –como caminó Dante Aligheri guiado por Virgilio– un precioso itinerario de notas y anotaciones de la vida cotidiana: establecimientos de freidurías populares donde comer las carcioffi, y buñuelos de bacalao; focaccia de mortadela en la panadería Roscioli; el mercado al aire libre de frutas y hortalizas de Campo di Fiori junto a la estatua de Giordano Bruno, víctima de la Inquisición; el restaurante Da Francisco; los cocteles negroni del Ambasciatori Palace; la taberna Il Vianetto en la Via del Monte de la Farina; y cómo no, los Cafés, el Café Greco o el Café Rosati que nos evocan como ha señalado George Steiner La idea de Europa: “Europa es ante todo un café repleto de gentes y palabras”, pero que, como señala Castillo en el caso romano, la “invasión de turistas les priva de la clientela local que les ha dado su razón de ser”; así como pequeños detalles que nos hablan de la mirada “corográfica” del autor cuando nos descubre atravesando la plaza della Minerva, como si se tratara de una escena buñuelesca, a “un grupo de sacerdotes maronitas y armenios que componen una coreografía monocolor que solo se puede dar en Roma” o esos quioscos donde “se venden calendarios de sacerdotes guapos, una extraña concesión de la Iglesia al star system” que el autor encuentra “algo excesiva”.
Fernando Castillo ha conseguido con Rapsodia italiana… un breve pero delicioso grand tour que supera con creces los varios desafíos que él mismo señala en un momento determinado del relato: “Si escribir sobre Roma es una audacia, pues de ella está todo dicho por la legión de escritores que la han visitado y descrito desde los días del Imperio, ahora, quienes llegan a la ciudad con ánimo de redactar alguna nota, se encuentran varios desafíos”. Si a ello añadimos que Rapsodia italiana… se acerca con idéntica intensidad y detalle a las ciudades de Nápoles y Palermo, podemos concluir que estamos en presencia de un libro imprescindible para viajar al corazón de la cultura urbana mediterránea con toda la carga de sentimientos que ello comporta.
Fernando Castillo. Rapsodia italiana. Roma, Nápoles, Palermo. Introducción de Juan Bonilla. [S.l.: Almería], Editorial Confluencias, 2020. Con fotografías del autor.