Beatriz de Moura

 

Tengo la absurda costumbre de comprar una guía de viaje cuando voy a un lugar desconocido. Una guía en papel —como las antiguas Baedeker de la época de Agatha Christie— cuyas páginas, fotos y datos ordenadísimos me mantengan al abrigo de un apagón inoportuno o de una cobertura esquiva. El papel siempre es seguro, y tocar ese cuché de las guías de viajes en la librería es siempre parte de la experiencia viajera: el prefacio, la necesaria anticipación de la que habla Claudio Magris. Este verano, cuando fui a buscar la guía de turno, me topé con un rostro joven que me miraba con descaro desde un anaquel. El pelo rebelde, las perlas aristocráticas y los ojos audaces de Beatriz de Moura. Una foto casi de álbum de familia, en colores tenues, carente del encuadre perfecto y del fondo idóneo para una publicación de Instagram. Y no pude resistirme. El libro, tesis doctoral de Carlota Álvarez Maylín, se titulaba, se titula, Una curiosidad sin barreras. Beatriz de Moura y los libros que nos volvieron modernos.

No vino conmigo de viaje. Voluminoso y pesado, con la calidad de la que Tusquets ha hecho bandera, no era la mejor opción para saltar del avión al autobús, al taxi, al barco. De la playa a unas excavaciones prehistóricas, de ciudad en ciudadela. Y no porque el tema no fuera casi novelesco, sino porque yo sabía que tenía que tener tanto dentro que no iba a ser compatible con todo ese trasiego. Así que lo leí al volver, en la tranquilidad de casa, lápiz en mano. Es la tesis doctoral de Carlota Álvarez Maylín, un dechado de rigor investigador que se completa con un precioso álbum de fotos casi todas en blanco y negro. Y yo sabía que iba a ser tan serio como entretenido. Y que tenía que estar en Dry Martini, sin duda. A lo largo de casi 300 páginas teje la historia de una mujer excepcional con la de un país en reconstrucción cultural sobre un telón de lecturas, música y verano. Pura juventud, puro futuro. Y energía sin límites: la que da esa sensación de tener algo que hacer y poder hacerlo si uno se empeña.

 

 

Mientras lo leía trataba de hacer un ejercicio simple: calcular cuántas horas tenía el día de Beatriz de Moura. El cálculo se me escapaba siempre, como si se me hubiera roto el ábaco cuando estaba a punto de conseguirlo. Tras iniciarse en el mundo laboral como traductora, recién llegada de Ginebra (donde estudió Traducción), comenzó a trabajar a media jornada en la editorial Gustavo Gili, por las mañanas. Comía en la editorial por cinco pesetas y por las tardes continuaba trabajando como correctora en Salvat. Por las noches traducía para otras editoriales, entre las que se encontraba Lumen. A GG llegaba montada en una Vespa que había comprado a plazos, ataviada con sus famosos leotardos negros —procedentes de Andorra— para protegerse del frío. Este episodio le costó el despido de la editorial: a pesar de llevar puesta una bata verde que se abrochaba por detrás, al parecer despertaba la «imaginación calenturienta» de alguno de los llamados «sabios de Gili». Incomprensiblemente, la obligaron a sustituirlas por unas «medias normales», hecho que no evitó el despido. En un momento donde todo estaba por hacer, una mujer joven y trabajadora, conocedora de varias lenguas extranjeras no tardó en encontrar su sitio, y en 1964 comenzó a trabajar para Lumen con carácter estable, donde inició la relación con los hermanos Tusquets: Esther, encargada de la dirección y la selección literaria, y Oscar, dedicado al diseño y la imagen de los libros. A propuesta de Oscar Esther pidió a Beatriz que se dedicara por completo a Lumen. «De pronto —cuenta— yo estaba donde siempre había deseado estar: entre libros». Comenzaba su andadura como editora y, como pareja de Oscar, su leyenda de reina de la noche barcelonesa. Tras las primeras reuniones «culturales» en un restaurante, Ca La Mariona, con otras figuras del mundillo artístico barcelonés, y de pasar muchos fines de semana y otros tantos veranos de pueblo en pueblo de la Costa Brava (ahora ya no en una Vespa, sino en un Seiscientos), de Calafell a Cadaqués o Patja d’Aro, la crème de la cultura y el arte de vanguardia empezó a darse cita en un local de la calle Muntaner, 505, que acabaría convertido en sede de aquello tan famoso que, sin embargo, según sus propios protagonistas nunca existió: la gauche divine. El local era propiedad de Oriol Regás y se llamaba Bocaccio. Confiesa de Moura: «Yo traducía por la noche y por eso iba a Bocaccio luego, porque […] ahí me desahogaba, me encontraba con los amiguetes, y hasta las dos de la madrugada […] Necesitaba mover el cuerpo, poner a tono el físico para reunir ganas de seguir trabajando al día siguiente. Cuando comenzaba a estar cansada, hacia la una de la madrugada, subía a charlar.»

No solo de pueblo en pueblo: de proyecto en proyecto, de feria en feria (Frankfurt, Niza) el proyecto editorial imaginado por ella se fue consolidando y en octubre de 1969 presentaría su sello Tusquets junto a Oscar, que recuerda «… aquella fiesta [en el Price] como el momento más brillante de nuestra unión». Cabe recordar que a pesar de su talento, capacidad visionaria, vastísima cultura y don de gentes, como mujer y extranjera no podía tener la editorial a su nombre, hecho que la historia se ha encargado reducir casi a anécdota. Peor fue, sin duda, para su labor cotidiana de editora, la sacrosanta censura: «excuras o exguardias civiles […], tipos sin dos dedos de frente […], gente del Opus cuya labor era sórdida […] seres indeseables, de hecho, un batallón de gente francamente ignorante»; o la actuación de las bandas fascistas entre 1971 y 1976, que atacaron cualquier local que llevara el menor aroma a cultura y aperturismo. La historia de la editorial, naturalmente, trasciende la biografía de Beatriz de Moura, aunque sus apuntes, sobre todo los diseminados en una prolífica correspondencia, son los de una profesional de la edición con un nivel de exigencia casi infinito, editando, traduciendo, corrigiendo… todo empeño era poco para llevar al lector una obra impecable, más allá del glamour que inspiraba el trato con los autores o las negociaciones para ganarlos para su causa. Me divierte especialmente una carta que escribe a Sergio Pitol, quejándose de un traductor que él le ha recomendado para traducir a Jonathan Swift y cuya tarea ella encuentra INFAME!!! (sic), después de pasar una semana entera corrigiéndola. Como diría el buen Lope, quien lo probó lo sabe. 

 

 

Después de tocar el cielo, de alcanzar el éxito editorial tanto en lo relativo al prestigio como a las finanzas tras momentos de penuria, llegaron los cambios. Es también Pitol el depositario de sus confesiones sobre «el mundillo literario del que me aparto todo lo que puedo porque es siniestro». La década de los noventa, dice Álvarez Maylín, «estuvo protagonizada por la literatura periodística y los autores mediáticos y promocionables». En cierto modo, empezaba el principio del fin. La lucha cultural, el afán de llegar al progreso por la cultura y derribando unas barreras políticas que dificultaban el camino, cambiaba de esencia, por no decir que había perdido la que en su origen fuera su combustible. Los libros ya no cuentan con el tiempo de recorrido que necesitan para calar en el gusto del público. La superproducción ha matado a la que fuera la gallina de los huevos de oro y nos ha dejado otro mundillo, si no siniestro, sí ciertamente distinto y diverso en el que ya no encontramos personajes así. «Uno se mete a editor como si se metiera a cura», afirmó de Moura; con una curiosidad sin barreras, añado yo, como la autora del libro. Así nacieron esos libros que nos hicieron modernos, libros que nadie había osado o logrado traducir hasta entonces, libros que nadie se había arriesgado a publicar.

 

 

FICHA DE LA EDITORIAL

 

 

Carlota Álvarez Maylín, Una curiosidad sin barreras. Beatriz de Moura y los libros que nos volvieron modernos

   Editorial: Tusquets Editores

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Beatriz de Moura (Río de Janeiro, 1939), fundadora y directora literaria de Tusquets Editores durante cuarenta y cinco años, llegó en los años cincuenta a una Barcelona sumida en la grisura de la dictadura franquista, y donde su presencia no pasó desapercibida para muchos. Como hija de diplomático, había viajado por diversos países antes de estudiar traducción en Ginebra. A mediados de los sesenta, la joven editora en ciernes trabajó en sellos como Salvat o Lumen hasta que, en 1969, en pleno franquismo, creó la editorial Tusquets con su entonces marido, Oscar Tusquets: un sello independiente y dispuesto a aprovechar todos los resquicios que dejaba la dictadura para publicar a grandes autores de la literatura y el pensamiento, en unas colecciones de aunaban heterodoxia, inconformismo y diseños innovadores.