-1 –
Cualquier flâneur de Munich se ha pateado mil veces la calle que lleva el nombre de Karl Theodor, en honor de quien fue duque de Baviera, y también del Palatinado, en las últimas dos décadas del siglo XVIII: entre 1779, como consecuencia del Tratado de Tetschen, y 1799. Un período por cierto muy entretenido en toda Europa, con la revolución francesa (1789) de por medio: no en vano ese mismo año se abrió al público el Englischer Garten, sin el que la ciudad actual no se entiende. Sería como Madrid sin el Retiro o Nueva York sin el Central Park.
Ese mismo paseante tendrá como referencia un poco más tarde a la Max-Joseph Platz, donde se encuentra el National Theater, uno de los escenarios de ópera más conocidos del mundo. Allí podrá entrar en el local de Spaten a tomarse un magnífico Wienerschnitzel. Como todos saben, Max Joseph fue el cuarto de su nombre que ocupó el ducado de Baviera -un Wittelsbach, por supuesto- y el primero que, con el apelativo de Maximilian I, devino en 1806 Rey de dicho territorio, cuando, con ayuda de Napoleón, aquello se elevó a la categoría (nominal) de Estado. Ocupó el trono otras dos décadas, hasta 1825. De hecho, es de esa plaza, la Max-Joseph Platz, de donde sale, en dirección hacia el este, y por tanto cruzando el río Isar, la que se llama Maximilianstrasse.
De un poco más arriba, la Odeon Platz, nace, en sentido norte, la Ludwigstrasse, en honor de Luis I, hijo de Maximilian y su sucesor, célebre por haber organizado la Oktober Fest y por sus amoríos con Lola Montes, la irlandesa de nombre español y a la que, según cuentan, nada se le ponía por delante: una mujer de rompe y rasga, de las que actúan auf biegen und brechen, que se dice, en traducción casi literal -doblar y romper-, en alemán. En 1848, luego de 23 años al mando, este Luis cedió el poder a su hijo (el segundo Maximilian) y se retiró a gozar de la vida en Niza.
Más tarde, y como el cuarto de los reyes, vino otro Ludwig, el segundo, el loco, el de los castillos, el amigo de Wagner, que reinó otros veinte años (largos), entre 1864 y 1885, con el Tratado fundacional del nuevo Reich, en 1871, entre medio. De hecho, la Universidad de Munich lleva los nombres de esos cuatro primeros monarcas, Ludwig, el segundo y el cuarto, y Maximilian, el primero y el tercero.
Cuando termina la Ludwigstrasse empieza, en pleno barrio de Schwabing, la Leopoldstrasse, en honor de Leopoldo, que fue el quinto rey de Baviera -tenía sobrinos, Luis y Otón, pero se mostraban bastante incapaces-, entre 1886 y 1912. Y la monarquía concluye -ya el sexto- con otro Luis, el III, entre 1913 y 1918, aunque nominalmente ocupó sólo el cargo de príncipe regente. De ahí el nombre de otra calle de este a oeste, la Prinzregentenstrasse, también sobre el río Isar.
La Baviera independiente (al menos en lo formal y siempre dentro de una estructura pangermánica más amplia, que ya no podía consistir en el Sacro Imperio Romano y a partir de 1871 fue, se insiste, el Reich de los Hohenzollern) duró, así pues, poco más de un siglo: de 1806 a 1918. Lo justo, como se acaba de ver, para dar los nombres al callejero de Munich. O incluso a barrios enteros: la parte noroeste del centro -donde está la preciosa Königsplatz y también las dos Pinacotecas, la vieja y la nueva, para situarnos- se llama precisamente Maxvorstadt. Y, por cierto, dicho sea para los españoles que son demócratas y europeístas: fue allí, en el Hotel que en junio de 1962 se llamaba Regina, donde se reunió el Movimiento Europeo en lo que se calificó como el contubernio de Munich.
Pero la ciudad tiene más espacios y edificios que pueden interesar a nuestros efectos. Junto al Virtualienmarkt -el mercado al aire libre de alimentos, donde las sabrosísimas salchichas ocupan el lugar que se merecen- está la Utzschneiderstrasse, así llamada en honor del prócer que llevaba ese apellido: un técnico y empresario que vivió entre 1763 y 1840 y llegó a ser Alcalde.
Y al otro lado del río se encuentra la Montgelasstrasse, que si se ha bautizado así es por Maxilian Josef Garnerin, conde de Montgelas (1759-1838), el verdadero creador intelectual del Estado de Baviera y desde luego el modernizador de la Administración en sus años iniciales. A lo que hay que añadir que, si uno se aloja en el Hotel Bayerischer Hof, de nuevo en plenísimo centro, verá que el edificio, dicho sea en francés, es el que fue el Palais Montgelas. Un nombre, en suma, con el que se topa uno a cada paso.
Sucede que es a él a quien ha dedicado este libro Francisco Sosa Wagner. Puestos a buscar parangones a nuestro hombre, lo podrían representar en España un Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811: tuvo ocasión de participar en el Cádiz de las Cortes) o en Prusia un Heinrich Friedrich Karl con Stein (1757-1831), dicho sea, por supuesto, con todo tipo de matices y más que matices, empezando por recordar, en lo que hace a los dos alemanes, que el prusiano se acreditó como un furibundo antinapoleónico y por el contrario el bávaro se desarrolló en un entorno de los que Bonaparte favoreció. Pero se trata en los tres casos de ese tipo de personas a las que les tocó vivir en esa época de profundos cambios -los ilustrados, en el sentido más amplio del concepto- y que, no siendo en rigor unos revolucionarios, se vieron obligados a bandearse entre dos aguas: los que llamamos reformistas, si se quiere. Los absolutismos monárquicos parecían haber conseguido un punto de equilibrio con los viejos rivales -la Iglesia y los nobles-, pero ya aparecían sujetos diferentes en escena y además muchos de los intelectuales pasaron a blandir otras banderas, las de la razón y la igualdad. El resultado fue una reacción química que en no pocas ocasiones -en Francia, típicamente- terminó estallando.
Sólo por eso -la biografía de Montgelas-, el libro ya merecería verse leído. Y con un aplauso cerrado. En aquella época se sucedieron en España muchos sobresaltos -la invasión napoleónica de 1808, la guerra de la independencia, la Constitución de 1812, la vuelta de Fernando VII, los cien mil hijos de San Luis en 1823, la primera guerra carlista, la desamortización de Mendizábal en 1837, …- y al menos nos ha de servir como consuelo constatar que no fuimos los únicos. Las habas se cocieron en todas partes y, por supuesto, gente brillante y entregada también la hubo por doquier.
-2-
Pero el libro que estamos reseñando sólo menciona a nuestro hombre en segundo lugar (“Montgelas: el liberalismo incipiente”). Como título tiene otro: “Gracia y desgracia del Sacro Imperio Romano Germánico”. Sosa Wagner, de estirpe alemana por línea materna, lo ha querido así para resaltar que su trabajo constituye realmente un dos en uno. Y la otra parte -no menor- es la dedicada a eso tan complejo que fue al Imperio. Nunca antes, hasta donde conozco, se había emprendido una obra parecida en España y, lo que es más resaltable, con las categorías conceptuales de nuestro país. No basta con traducir literalmente las palabras germánicas. Hay que explicarlas.
Del Imperio sabemos que duró muchos siglos -su extinción formal se demoró hasta 1803 y eso porque el corso le dio el empujón final- y, como es obvio, sólo resulta inteligible en clave dinámica. Lo que importa es la película, porque las fotos fijas únicamente presentan el interés de lo momentáneo. Con esos ojos es como lo estudia Sosa.
No falta, por supuesto, una mención a los conflictos con el Papado, sobre todo a partir de que Gregorio VII, Hildebrando de Toscana, con la tiara desde 1073, y que en 1077 se había ocupado de humillar al Emperador Enrique IV en Canossa, se diese en 1087 el gustazo de exhibir, con sus Dictatus Papae, sus planteamientos expansionistas, así en lo geográfico como sobre todo en lo que tiene que ver con la intensidad del poder. Un conflicto, la querella de las investiduras, que se cerró en 1122 con el Concordato de Worms -con la primera cruzada ya en marcha-, cuando los protagonistas habían pasado a ser otros, Enrique V y Calixto II. Pero el Imperio que salió de ahí era distinto del inicial. Más sometido, si se quiere explicar así.
La secularización, con perdón por el anacronismo, fue un proceso que empezó pronto. Si hay que buscarle un fundador, y el propio Sosa así lo destaca, sería Federico II, un Hohenstaufen (1194-1250), que no en vano fue llamado Stupor mundi, nada menos que asombro o estupor del mundo. Méritos no le faltaron, ni como rey de Sicilia ni como Kaiser ni como poeta. Pero la Iglesia Católica no es de quienes se rinden a la primera y en 1302 el Papa -a la sazón, Bonifacio VIII- sacó otro manifiesto de monopolización, el célebre Unam Sanctam, cierto que ahora teniendo como adversario a un rey de Francia, el famoso Felipe IV, el amigo de los Templarios.
Pero lo nuestro, y lo de Sosa Wagner, es el Imperio. Hay que recordar que el siguiente hito de su evolución fue la Bula de Oro de 1356, con el Emperador Carlos IV. Allí se estableció lo que, con categorías del moderno Derecho Constitucional, llamaríamos la parte orgánica de la norma superior: la que regula la forma de elección del Kaiser, con determinación del colegio de los siete llamados a decidir.

Foto de Xoan Soler
o hace falta decir que una institución que empieza llamándose Sacra, y que lleva el nombre de Roma, no podía haber quedado al margen de la reforma protestante, que tajó en dos mitades a la sociedad alemana, y no sólo alemana, y que en 1524 y 1525 dio lugar, entre otras cosas, a ese violento conflicto que llamamos “Guerra de los campesinos”, con más de 100.000 muertos. En 1555, en Augsburgo, se firmó la paz entre ambas confesiones -con Carlos V, nuestro Carlos I, representado por su hermano Fernando, en una parte, y la Liga de Esmalcalda de otro- y la subsistencia del Imperio se tomó el altísimo precio de que en cada uno de los territorios hubiese una sola confesión: cuius regio, eius religio. Aunque en la vecina Francia las cosas no se mostraron igual de pacíficas: baste mencionar las matanzas de San Bartolomé (1572), que dieron lugar a una situación sólo parcialmente resuelta por el Edicto de Nantes en 1598.
Pero la influencia de Francia sobre el avatar del Imperio, aun no pequeña, era indirecta, como bien señala Sosa, que en seguida recupera el hilo por así decir inmediato. Y lo que viene es, por supuesto, el accidentado mandato de Matías de Habsburgo, el de la defenestración de Praga, bajo el que nació en 1618 la guerra (la que hoy conocemos como de los Treinta Años) que concluyó en 1648 en Westfalia, con textos que, una vez más, fueron fundadores de una época del todo diferente, en el Imperio y más allá del Imperio. Para que no faltasen las novedades, en 1701 es Prusia, con Federico I, la que asciende a la categoría de Reino y en efecto su nieto, Federico II (“el grande”), se haría notar: la siguiente guerra, entre 1756 y 1763, tuvo por objeto no sólo el control de Silesia, sino también el de las colonias de América del Norte y la India. Con Prusia como estrella, nada, Imperio Germánico inclusive, podía seguir siendo el mismo.
Fueron las guerras con Francia, sobre todo a partir de Napoleón, las que pusieron punto final, en 1803 (con el aperitivo, eso sí, de lo acordado en 1801 en Luneville, en Lorena), a una criatura tan duradera y maleable como aquélla, quizá duradera precisamente a fuer de maleable. Y entre los ganadores por causa de esa explosión estuvo, se insiste, Baviera, que en 1806 dio el paso que Prusia había dado en 1701.
Esa es, en apretada síntesis, la historia que con todo detalle relata Sosa Wagner en su libro y que para muchos españoles significará descubrir auténticos mediterráneos. Ya digo que si la obra se empieza llamando “gracias y desgracia del Sacro Imperio Romano Germánico”, sin referencia a Baviera, es por algo.
Pero el estudio que se hace del Reich no se queda en la sucesión de datos históricos. Ese análisis aparece trenzado con otro de orden por así decir estático y que pone el foco, por ejemplo, en las instituciones, como el que nosotros llamaríamos el Tribunal Supremo, o Constitucional, el Reichskammergericht, al que por cierto sólo se podía acceder si el príncipe o elector correspondiente no establecía un impedimento (en eso consistía el privilegio “de non apellando”). O el Reichshofsrat, otro órgano de perfil parecido. Y eso sin olvidar las referencias a los estamentos, los Stände, sobre todo el nobiliario, los que hasta finales del siglo XVII encarnaron en buena medida el poder auténtico. O a los Kreise, los distritos o circunscripciones, si se quiere emplear esa palabra.
De todo ello da cuenta también el libro, que, en fin, aún encuentra sitio para mencionar a pensadores, como Justus Lipsius (1547-1606), Johannes Althusius (1557-1638), padre del federalismo, o, por supuesto, Hans von Grimmelshausen (1621-1676), cuya novela El aventurero Simplicissimus recoge lo mejor de las obras picarescas españolas. En fin, Sosa no se olvida de los hombres de acción, encarnados, hasta 1634 y al servicio del emperador Fernando II, en Albrecht von Wallenstein, que se empleó a fondo contra los rebeldes protestantes y sus aliados suecos y daneses.
-3-
Del trabajo puede decirse, en efecto, que su contenido se encuentra desdoblado: Montgelas -el subtítulo, aunque con la imagen de portada- y el Sacro Imperio Romano Germánico -el título-. Pero todavía cabe añadir un tercer elemento: es realmente una historia de Baviera, territorio del que se suele ignorar casi todo -por ejemplo, que tuvo una Constitución en 1818, o sea, casi contemporánea a la nuestra de Cádiz- o, en el mejor de los casos, se acostumbra tener una imagen monolítica -como si Franconia fuese lo mismo que los Alpes, que es como pretender, mirando a Andalucía, que la Alpujarra presentase algún parentesco con las marismas del Guadalquivir- y una imagen además llena de estereotipos folklóricos, cuando no pintorescos, siempre o casi siempre ligados a la cerveza y a los pantalones de piel con peto. La realidad moderna es que Baviera no sólo formó parte feliz de la República Federal de Alemania, la auténtica, la de 1949, y también del batiburrillo resultante de la reunificación de 1990, sino que en muchas cosas la lidera. Munich es la sede de Siemens, por ejemplo, y desde luego la cocina de las start-ups.
La obra de Sosa tiene apenas 261 páginas. Pero cubre no un hueco, ni dos, sino tres. ¡Lo que cunden 261 páginas!
-4-
El Munich posterior, el de 1919 a 1933, el de República de Weimar, queda ya fuera del libro.
Pero el visitante y conocedor de hoy no ignora que ofrece tantos datos interesantes como el mismísimo Berlín. Fue a orillas del Isar donde, proveniente de Rusia, se había instalado Kandinsky para promover Der blaue Reiter, el jinete azul, que como movimiento pictórico del expresionismo no tiene nada que envidiar a Die Brücke. Y a Munich se había mudado también (al barrio de Bogenhausen, justo al norte de la Prinzregentenstrasse: lo más de lo más) proveniente de su Lübeck natal, nada menos que Thomas Mann, que en 1929 recibió el Premio Nobel de Literatura. Pero el peligro se encontraba cerca o, mejor dicho, en casa: en una cervecería de la Rosenheimerstrasse, casi detrás del Deutsches Museum, un grupo de exaltados tuvo la ocurrencia, una tarde de noviembre de 1923, de organizar un acto del que más vale no acordarse.
Ese carácter dual o esquizofrénico de la República de Weimar -todo progreso y al tiempo todo infamia- se encarnaba en la propia ciudad de Munich en una misma persona, como el físico e intelectual Werner Heisenberg, Premio Nobel de su asignatura en 1932. Científico de primer orden pero que, cuando llegó el nazismo, no sólo se quedó allí (salvo el famoso viaje a Copenhague para visitar a su maestro Niels Bohr) sino que no supo guardar las distancias con el entorno. Una verdadera pena. Pero todo eso pertenece al Munich ya republicano, a partir de la Primera Guerra Mundial. Sosa Wagner, que se lo sabe muy bien, ha optado por dejar su análisis para otra ocasión.
– 5 –
Estamos ante uno de esos libros, dicho sea para españoles pero no sólo, que obligatoriamente hay que leer. Son pocos los escritores que pueden haber hecho lo de Sosa Wagner. Un conocedor profundísimo de cultura alemana -en el texto se suceden las menciones a un Goethe, en especial, sus memorias, “Dichtung und Warheit”, así como a un Heine o un Golo Mann. Y también un europeo de primerísima línea, que tiene a Chateaubriand como autor de cabecera, por decir sólo eso. Y un estudioso, que ha pasado muchas horas currando en las bibliotecas de Munich. La inspiración -el genio- resulta necesaria, pero no basta.