Edgar Neville y Ava Gardner en Madrid, 1957
EDICIONES ULISES ha recuperado dentro de la COLECCIÓN MADRID un amplio y valioso texto de Edgar Neville (Madrid, 1899-1967) aparecido en 1951 en la revista Arte y Hogar. Director de cine –sin duda su faceta más conocida–, diplomático, novelista, autor teatral, articulista o flamencólogo, Neville formó parte de lo que se ha dado en llamar “la otra Generación del 27”, integrada por humoristas como Jardiel Poncela, López Rubio, Miguel Mihura o Tono.
Historia madrileña del medio siglo es una peculiar crónica o fresco ad libitum del Madrid que va desde la pérdida de las “colonias ultramarinas”, en 1898, hasta la terminación de la Guerra Civil y la primera etapa de la posguerra, periodo que, ya con cincuenta y dos años, el autor contempla como desde una atalaya para terminar preguntándose si ¿dejaríamos esta vida moderna para volver íntegramente al 1900?
Libros como este vienen a señalarnos que la historiografía académica del periodo no agota el conocimiento de los hechos y que la recuperación de textos como este de la sima hemerográfica en donde andan sepultados nos abren nueva luz sobre aquel periodo. Con relación a su edición, por tanto, podríamos señalar que textos como este están esperando “la mano de nieve que sabe arrancarlos”.
La ventaja que el paso del tiempo concede al escritor es la de un cierto distanciamiento. No parece este el caso de Neville quien narra los hechos pasados como si los estuviera volviendo a vivir. Nostalgia sin duda de los años de la niñez y la primera juventud cuya vida cotidiana y social de aquel Madrid de entre siglos es un leit motiv muy presente en su obra, especialmente la cinematográfica.
Quizá la impresión vívida que nos produce la lectura de este texto se deba precisamente a esa “visión cinemática” de la vida y los hechos que muestra Neville, y a través de lo escrito vamos descubriendo mucho de la personalidad y el pensamiento, la experiencia y el humor, del autor. Estaría por afirmar que los hechos más alejados a la fecha en que escribe esta crónica los percibimos como más expresivos mientras que lo evocado en fecha más reciente –los años cuarenta– apenas es un boceto somero. “Aún es pronto para enjuiciar con perspectiva histórica y objetividad lo que han sido estos últimos diez años en España”, apostilla.
En cualquier caso, estas páginas forman un chispeante coctel compuesto por las experiencias vividas por el autor y por el poso existencial que dejaron en él, recordadas y mostradas como si se tratase de un noticiario de la época, que pasa fragmentariamente de una cosa a otra, pero sin la esclerótica ortopedia ni la pesada retórica que aquellos exhibían. La alusión al formato de noticiario no me parece baladí, pues he tenido la sensación de que Neville, mientras escribía estas páginas, echaba mano de un montón de revistas cuyas imágenes, aquí y allá, le permitían avivar sus recuerdos y le ayudaban a proyectarlos con una mayor plasticidad. No en vano, por las páginas del libro, aparecen numerosas referencias a las revistas gráficas, a los dibujantes, a los humoristas, a las tarjetas postales y al cine.
Pero vayamos por partes.

Charles Chaplin y Edgar Neville en Hollywood
Una ciudad es un paisaje. Y ese paisaje puede ser sonoro u olfativo. De aquel Madrid de la primera década del siglo, recuerda Neville los pregones de los vendedores ambulantes, la música de los organillos y las canciones de los ciegos que daban a Madrid un aire provinciano. Ese paisaje olfativo y sonoro también lo evocan otros muchos escritores de aquel tiempo, por ejemplo, el pintor José Gutiérrez Solana en su Madrid callejero. Decía Caro Baroja que la ciudad moderna gana en comunicación y rapidez lo que pierde en expresividad. Y los ejemplos que aduce Neville son buena prueba de ello. “Madrid –escribe– “olía por las mañanas a café tostado” y el Retiro a violetas, en cuyo Paseo de Coches iban a verse unos a otros cumplimentando así el ritual social para el que fueron diseñadas la alamedas en las ciudades a partir de la segunda mitad del XIX.
En la pintura de esta primera década no faltan las alusiones a las diversiones –una constante en el libro– que Neville ejemplifica en el patinaje –el skating– en el Ideal Polistilo, el cinematógrafo, los abonos del Teatro Real, el género chico y la “cuarta de Apolo”, el juego del diábolo, los toros, el Carnaval –del que era un gran amante– y el circo. De aquellas diversiones nos ofrece precisos y preciosos comentarios. Pero esa cara amable de la ciudad (añorada a pesar de su “provincianismo” o quizá por ello) muestra su reverso en otros aspectos de la política, como la guerra de Marruecos, las tensiones sociales en Barcelona o el atentado el día de la boda de Alfonso XIII, joven rey del que hace un retrato francamente elogioso en varios momentos: “será el soberano más popular, hasta…”. Puntos suspensivos cargados de intención.
La mirada de Neville es selectiva. En su relato, observa que en la segunda década del siglo que coincide con su juventud y primera madurez, Madrid va dejando de ser “una capital de provincias, graciosa, pero pueblerina, para convertirse en una gran capital de la Europa moderna”. Bajo el trasfondo de la Primer Guerra Mundial, aparecen los nuevos ricos cuyo epicentro localiza en el Hotel Palace que “se llenaba de un público cosmopolita”, surgen los primeros cabarets, Maxim´s y el Ideal Room “con unos negros que tocaban el tambor y se bebía whisky” y huyendo de la guerra y de su malestar llegan a nuestra ciudad –subraya no sin ironía– “las primeras ´horizontales´ de lujo”.
La batalla generacional por la modernidad –de la que Neville formó parte– tuvo lugar –y así lo evoca el escritor– con la llegada a Madrid de los Ballets Rusos de Diáguilev y los decorados y trajes de Bask y de Picasso; con dibujantes como Néstor, Ribas, Bartolozzi, Penagos, Fresno, Bagaría, Robledano, Sirio o Pepito Zamora que “traza unas figuras ojerosas y ultramodernas de unas mujeres que parecen efebos y de unos efebos que parecen mujeres”; con la aparición de la revista España “gran mensaje intelectual de la nueva España [que] costaba diez céntimos”, cuya Redacción la formaban –y así lo reseña– Ortega y Gasset, Eugenio d´Ors, Pío Baroja, Ramiro de Maeztu, Gregorio Martínez Sierra, Luis de Zulueta, Ramón Pérez de Ayala y Guixé; con las figuras de Max Linder o Charlot; con el Teatro del Arte de Martínez Sierra y Catalina Barcena; con las tertulias –“fue una época de tertulias”, nos dice–, entre las que cita la inevitable de Pombo “con su gran Ramón al frente, [que] reunía toda la bohemia más pintoresca” –en 1955 escribiría Neville un artículo dedicado a Pombo con el significativo título “Ramón: el buque nodriza”– y las de Valle-Inclán en los cafés de Fornos, La Granja o el Regina; o con la aparición de los taxis (detalle revelador de aquella modernización) porque como comenta con acertadísima imagen “Esto de los taxis fue una verdadera revolución en las calles de Madrid […] todo aquel que pudo se motorizó, y la calle y el paseo perdieron de pronto su aspecto de litografía romántica que había tenido hasta entonces”. En mi “Discurso en Pombo” (La Tribuna, de 19 de noviembre de 1921), Ramón Gómez de la Serna confirma con un ejemplo muy significativo aquella modernización motorizada al hacer la semblanza de Ortega y Gasset: “el maestro tiene ahora un automóvil […]. Yo veo a este automóvil de Ortega, cuyo volante es tanto de aeroplano como de auto, perderse en excursiones imaginarias, entrar por regiones abruptas que las guías del Real Aero Club no consigna”. Sabemos por Jordi Gracia que Ortega disponía en 1923 de un automóvil propio, un Metallurgique, “de fabricación belga y abierto” y luego un Georges Irat “que le gusta conducir a él”. En Ramón (Obra y vida) Gaspar Gómez de la Serna cuenta cómo Ramón desde el hotelito de María de Molina a principios de 1920 “salía a repartir cotidianamente sus colaboraciones para diarios y revistas, a bordo de unas motocicletas con sidecar que en aquellos días hacían servicio de taxis”. Y el mismo Ramón se haría eco de esa motorización en algunos de sus greguerías ilustradas. Pero volvamos a Neville. Al panorama de diversiones antes citadas suma la aparición del cuplé y las cupletistas: “Todas querían ser las más modernas y algunas las más intelectuales” y evoca, entre otras muchas, a dos, cuyos nombres no dejan de sorprendernos, la Radium y Dominica Teotocópuli alias la Greco, sin olvidar los nombres de La Fornarina, La Argentinita o Raquel Meyer.
Pero aquel Madrid de los felices veinte que Neville simboliza en “el perfil del Rey en las pesetas” tenía para él su reverso en la Revolución rusa acechante: “Sin embargo, el cáncer que roía al mundo –y este es el dibujo que de ella hace Neville– estaba fraguándose a la sombra de la contienda. No era la guerra propiamente dicha, lo que iba a acabar con toda posibilidad de vida feliz; era la revolución rusa, con su proselitismo y su capacidad para cautivar a todo ser capaz de odio; era esa gigantesca estafa preparada al trabajador y al humilde la que iba a acabar con la civilización”. A ello se sumaba la Guerra de Marruecos (en la que Neville estuvo, aunque por poco tiempo, en el cuerpo de los Húsares Reales) o el asesinato de Dato. De la Dictadura de Primo de Rivera –y aquí el paralelismo con el momento en que escribe esta crónica parece obvio– resalta que “la gente, al principio, aplaudió, como siempre lo nuevo […] pero el hecho es que la mayor parte de los españoles vivieron unos años de felicidad material, lo cual compensaba lo enfadados que estuvieron moralmente por la situación política”.
Tras referirse a algunos de los logros del periodo –la Exposición Internacional de Barcelona y la Iberoamericana de Sevilla–, evoca la llegada de la Segunda República, cuyo “triunfo” califica de “un caso de equivocación colectiva” que desembocaría, años después, en el Frente Popular, periodo en el que “Madrid –a su juicio– se volvió agrio”. La ironía nevilliana no se reprime al lanzar sus dardos a las elites que llegaron al Poder –así escrito con mayúsculas– en las personas de “una serie de pequeños intelectuales, pertenecientes a esa otra gran beatería de la Institución [Libre de Enseñanza], hijos de los del “Viva la Sierra”.
A partir de ahí las páginas finales del libro –agrias ya en el tono, así me lo parecen– constituyen un balance de aquel periodo turbulento de los años de la Guerra Civil y de la inmediata posguerra: “El fin de la década nos pilló a todos agotados. Habíamos ganado la guerra; pero […] nos habían destruido el país de antes. Habíamos recuperado un Madrid sucio y vacío de todo lo indispensable para la vida; en los escaparates no había nada, y se tardó mucho tiempo en recuperar el aspecto que tiene hoy”, no sin tener gratos recuerdos para el papel que jugaron durante la guerra algunos diplomáticos extranjeros, las figuras de Ridruejo y Miguel Mihura o la revista La Cordoniz, aquella cuyo lema fue el de “la revista más audaz para el lector más inteligente”.
Cada lector de este libro podrá escoger aquello que más le satisfaga leyendo estas páginas matizadas por el humor y la ironía. Y ejemplo de ese humor son las referencias (que no revelaré) al “peligro amarillo”; al hundimiento del Titanic; a ciertas actrices italianas; al pintor y compositor de cuplés Martínez Abades; a los muebles de estilo “español antiguo”, conocido también como “estilo remordimiento”, y los notarios o a la cocina inglesa. Estos rasgos de humor y los numerosos y pertinentes detalles que va Neville desgranando aquí y allá hacen de este libro un libro ameno que levanta más de una sonrisa.
Además, Historia madrileña del medio siglo lleva un prólogo, de imprescindible lectura, a cargo del historiador cultural Fernando Castillo, gran conocedor de aquel periodo histórico y de la figura de Neville -estudiada por él en Los años de Madridgrado (2016)-, en el que Castillo contextualiza y analiza con perspicacia no solo la figura de Edgar Neville, sino también las claves culturales e históricas de las distintas materias que Neville nos va relatando a lo largo de estas páginas; páginas escritas (en ambos casos, las del autor y el prologuista) con un estilo que nos hace recordar el que le sugiere un amigo al autor de El Quijote cuando este está redactando el prólogo de la primera parte: “a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas […] oración y periodo sonoro y festivo”.
Edgar Neville. Historia madrileña del medio siglo. Prólogo de Fernando Castillo. Ediciones Ulises, Madrid, 2020.
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