Foto de Astrid Verhoef
En este mundo de fácil sustitución, donde objetos y personas adquieren un valor temporal y todo puede ser dejado definitivamente una vez que se ha extraído cierta satisfacción, César Aira escribió Margarita (un recuerdo) con una angustia urgente, a contrapelo de la apatía y los sistemas de reemplazo modernos que le dan a cada cosa el aspecto superficial de efímero y la naturaleza interna de vano. Mientras el nuestro es el mundo de lo intrascendente, el de Margarita es uno en que las memorias se propagan entre la ensoñación y lo real, para durar y perdurar.
Aira propone, como en toda elección, un orbe de preferencias y rechazos, ambos con responsabilidad afectiva. En boca del narrador, queda clara la intención de no querer dominar las materias en que se estructuran las sociedades y determinadas relaciones. Por el contrario (y como se evidenció en otra novela suya como La cena, en una crítica al “mundo antiestético”), se desarrollan capacidades en torno a las inclinaciones sensibles. Aquí la pregunta sobre qué es lo importante no se formula en función utilitaria; sólo es admisible aquello que provee información del mundo para luego ser reinterpretado en visiones, en la comprensión alterada que dan los sueños, con “toda la energía de lo irracional”. A veces es posible ver al Lobo estepario de Hesse y su desdén anacoreta por los placeres del mundo. Aira destaca, como si se tratara de una cualidad provechosa, y por lo demás axiomática, un “desinterés por casi todo” y “una atención desmedida a unas pocas cosas”.
En ese orden, no es difícil imaginar (ni establecer ordenadamente) que las prioridades sean el amor y los libros, asimismo, revestidos de complejidad y belleza, en tanto Aira los convierte en uno: preguntado por los ensayos de Oscar Wilde dice que se parecen a Margarita.
Amor y libros, preocupaciones que se empalman, se comunican apreciativamente, se proveen lo que necesitan; también agudizan la angustia. Los libros corren los márgenes de la realidad y son engañosos. En la apertura a nuevos mundos y percepciones, también encierran, y en la guía por senderos extraños, también desvían. Al protagonista de Aira (que se pregunta “¿qué tenemos sino palabras?”), Margarita, quien ha viajado por el mundo, le revela la realidad como un vehículo hacia un “reino del silencio” y conocimiento práctico. Dice: “los libros que yo había leído se llenaban con las pruebas que ella había vivido”. Me recordó a “Fragmentos” de Umberto Eco: “la palabra escrita es siempre un testimonio insuficiente del mundo que la deja”. Aira vuelve a decir: “Era la aparición del mundo”. De manera natural, sin esfuerzo, se concilian razón y ensueño, lo físico y lo etéreo, lo hipotético y lo empírico, así los recuerdos son excitables, propensos a la reescritura en la huella mnémica. El protagonista confiesa: “Al fin de cuentas, en mis pensamientos estaba Margarita, en la sinrazón de lo que había pasado”.

César Aira
El amor saca al personaje por un momento “de la compañía exclusiva de los libros” mientras empezamos a darnos cuenta de que la poesía se hace indispensable para ellos y para nosotros; amor y palabra, capaces de hacernos ver el error del mundo. Los errores del mundo se manifiestan en los hombres, pero la complejidad reside en distinguir su proveniencia. La angustia viene de un sitio sin forma y sin nombre y allí es donde fracasan las palabras (“es un vacío sin palabras, es lo contrario de la expresión”). De igual manera, la palabra llama a lo indecible, lo compone, se encarga de la hechura de lo abstracto. La palabra da y quita, pero a modo de la vara de los funámbulos, equilibra el dolor con desahogo, que no es otra cosa que la catarsis griega, y siempre que abajo esté el vacío, ayuda a no caer.
Aira comienza y termina hablando de la angustia, exagerada e insoportable, que empeora y no requiere consuelo. De la primera, el narrador parece escapar escribiendo poesía; en la segunda, Aira nos conduce por pasadizos líricos, laberínticos, buscando el origen o el fin de lo malo. Y si, como afirmó Marechal, del laberinto se sale por arriba, Aira nos traza con el lápiz fino de la ilusión, supuestos, equívocos, nada más que titubeos pero en clave poética, como desplegando una escalera para subir y salir del laberinto y una vez fuera seguir trepando hacia la luna.

Lucas Damián Cortiana