Cualquiera podría haber escrito Más liviano que el aire (2009), pero nadie lo podría haber escrito como Jeanmaire. Incluso el borrador de Jeanmaire pecó de común hasta que su autor comprendió la dirección del fluir narrativo. Él mismo confiesa en el prólogo (en la edición de Edhasa, no en la de Anagrama) haber entendido a tiempo el buen funcionamiento de la novela y borrar de un plumazo la voz de uno de los protagonistas. Así, convirtió a la novela en un monólogo denodado, y movió al coprotagonista ―mudo y envuelto en la claustrofóbica tela del discurso ajeno― al resguardo complementario del actor de reparto. En ese control de las interacciones ―quitar algo pero que actúe como una información añadida― está el acierto; finalmente es moderar el vacío, salir del contacto con una realidad y aceptar una nueva elaboración dialoguista, desaparecer una fracción y aun así recrear la totalidad.
En el largo monólogo se pueden distinguir las formas simples del drama, el humor, la mordacidad, la desesperación. Es un libro benévolo para el lector. La falta de un elemento de la interlocución al principio puede resultar inusual y molesta, como quien pasa la mirada por una habitación con poca luz. Sólo se perciben siluetas, trazos ligeros, contornos, sombras que parecen una cosa pero que en realidad son otra. Luego los ojos se adaptan a la oscuridad. Así va desplegándose la novela, con una cordialidad de Jeanmaire ―sin intimidar al lector ni abrumarlo, como escribió Borges sobre José Bianco, cuando se lamentaba de aquellos escritores que no entendían la necesidad del lector cómplice (“Es de los pocos que recuerdan que hay un lector: un hombre silencioso cuya atención conviene retener”)―, dejando que se imponga una fe y una comprensión: se puede creer en lo que no se lee.
Y es una voz la que va guiando, completando. Jeanmaire construyó a su protagonista en partes iguales de personaje débil, solitario y vacilante (una vieja casi centenaria que dice, “Para mí la vida ya no vale nada”) pero con la musculatura mnémica intacta, el sosiego del buen consejero (dice, “Siempre se aprende de los viejos”) y la violencia discursiva en tanto la diferencia de clases distinguen estatus y poder (se dirige a su partenaire de catorce años: “usted es una lacra humana, una porquería”).

Es notable el procedimiento de ocultar la voz para exponer a los que carecen de esta por situarse en el estrato más bajo de la escala social. También lo es el acento puesto en la humillación que se ejerce desde los niveles superiores. Así que no se refiere sólo al tratamiento estético sino a las fricciones sociopolíticas (“Me echaron los peronistas […] que son [una] porquería”) y al comportamiento del individuo inmerso en la sociedad (“Este es un país de vagos”).
Hija de la literatura del siglo XXI ―tan afín a las narrativas no secuenciales, a los saltos temporales, a las historias dentro de historias―, Más liviano… se sitúa sobre dos momentos; a uno de ellos se accede flotando en un espacio prestado por los intersticios del primer relato. Asimismo, ese segmento está orientado a las desigualdades de género (“la mujer era apenas algo más que un animal doméstico”), el deseo, los abusos y el feminismo construido desde el cuidado de la elipsis (una mujer en los albores del siglo XX que desea ser aviadora) ―es decir, otra vez una omisión discursiva que puede provocar significados diversos, oblicuos―, aunque con irrupciones esporádicas y lineales: “Usted es como todos los hombres. Una porquería”.
La vieja de Más liviano… parece querer recordar a todo tiempo en dónde duele el pasado y el presente y por qué. En dónde le duelen sus propias historias familiares, en dónde su aislamiento y cuáles son las cicatrices de su interlocutor. En algún punto busca compartir la pena para unir lo que en apariencia es tan distante y tan distinto. Jeanmaire se situó en la construcción sarmientina de un texto a partir de hipérboles y en las extremidades que, como el uróboros, se tocan, se juntan, se devoran.

Federico Jeanmarie
