Del maravilloso repertorio oral que caracterizaba al escritor venezolano Adriano González León, era tema recurrente el que relatara el estupor de su primer viaje a México respecto a la semántica del lenguaje, única en el español. Según Adriano el mexicano cantinflea por naturaleza, de tal modo que el cómico mexicano era, en el fondo, un naturalista que parecía otra cosa cuando se le escuchaba fuera de su patria. De entre las muchas anécdotas que contaba Adriano de aquel viaje destaco dos: el de la sorpresa sin redención posible que le sobrevino nada más aterrizar en el DF y leer un cartel publicitario donde ponía, “Cerveza Corona. La mejor cerveza de barril embotellada” y preguntar al taxista que le llevaba a la ciudad sobre la contradicción evidente en que caía aquel cartel. La respuesta del taxista no se hizo esperar, “Es lo mismo salvo que distinto”.
La segunda le sucedió al día siguiente cuando de visita a la catedral se topó con otro cartel donde se leía: “Prohibido a los materialistas se detengan en absoluto”, cartel que dejó maravillado a Adriano hasta que un colega mexicano le explicó que quería decir que estaba prohibido que los camiones efectuaran carga y descarga en ese lugar.
El escritor Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), uno de los escritores más celebrados de su generación en el ámbito de la literatura en español ha publicado recientemente El vértigo horizontal, un hermoso y nada desdeñable homenaje a la ciudad en que nació y ha vivido siempre, salvo tiempos escasos en que dio clases en Estados Unidos o residió breves períodos en ciudades europeas, como Barcelona, una ciudad en que se ha visto implicado hasta en su propio devenir al haber sido nombrado uno de los miembros encargado de redactar la Constitución de Ciudad de México, cuando pasó a ser un Estado más de la Unión y dejó de ser Distrito Federal.

Juan Villoro
Villoro, claro, se refiere en el libro a esa anécdota contada por Adriano González León porque es demasiado buena y aunque doy fe de que ni yo ni ninguno de mis conocidos hemos visto tal cartel en nuestros viajes a México, lo cierto es que la cosa vale por toda una literatura y si es inventada, como muchos creemos, mejor que mejor, que diríamos en España torciendo también un poquito la semántica. Y además, el que sea inventada y se recoja en un ensayo sobre la ciudad revela mucho del carácter fantasmagórico de la misma.
En realidad, leyendo el libro de Villoro el lector cae en la cuenta de que esa inmensa urbe de la que no se sabe con exactitud el número de habitantes que acoge, no podía ser de otra manera, es casi un producto de nuestra imaginación o, por lo menos, una metáfora de algún lado querido pero escondido de nuestro inconsciente. Lo mágico, y también lo terrible, es que esa temida fantasmagoría es real, pero leyendo el libro de Villoro el lector se da cuenta, sobre todo, del enorme poder de plasticidad del ser humano: el mexicano vive en el Apocalipsis, o casi, pero lejos de ser una pesadilla al modo dantesco, muy propio de la clase media europea y sus terrores, según Villoro, en México se vive como un destino impreso ya en la ciudad desde sus orígenes.
Todo aquello del águila comiéndose la serpiente: México, la laguna que, desecada en aras de conceptos ilustrados, higiénicos, rentables, amenaza ahora con engullir la ciudad poco a poco, puede pasar exactamente como metáfora de la misma, pero no nos engañemos, la diferencia entre esta ciudad y nuestras seguras ciudades europeas radica sólo en nuestra imaginación, que las quiere quietas. Así, Londres, sabemos, será anegada por el mar porque la ciudad se hunde al modo de México pero más poquito a poco que diría Cantinflas. Es cuestión de tiempo, pero como dijo Platón, éste no es más que la eternidad que se mueve. El Apocalipsis es un instante. Y en cierta manera Villoro recoge esta intuición y la hace suya respecto al destino de su ciudad. Extrañamente, la cosa, lejos de alarmar, tranquiliza.
Villoro es escritor que propende a cierta lírica muy bien medida en su calidad de narrador, es también autor, tanto en sus ensayos como en sus artículos de prensa, guiones de cine o novelas, en que gusta que la metáfora sobre la realidad toma muchas veces el relevo de ésta vista con mirada más convencional. Asimismo, y como consecuencia de ello, es sujeto que ama el aforismo y lo emplea muchas veces, la mayoría de las veces con certero acierto: El vértigo horizontal, cuyo título está tomado de la excelente metáfora que creó Drieu La Rochelle cuando describió la Pampa, es libro lleno de ellos y, además, empleados con una pertinencia tal que el lector comienza a ver la ciudad tal y como la quiere el autor. En realidad, es lo que todo escritor desea cuando describe su ciudad, ser el Galdós de Madrid, el Dickens de Londres, el Balzac de París, el Joyce de Dublín o el André Biely de San Petersburgo. Y en este sentido cabría decir que Villoro, como antes Alfonso Reyes, como antes Carlos Fuentes, es el autor que ha hecho del México de ahora lo que es. Y este libro lo demuestra.
Escrito al modo benjaminiano, la cita propia del autor alemán toma aquí el relevo del aforismo: es, como El Libro de los Pasajes, un puzzle que añade la estructura saltarina y un tanto aleatoria de Rayuela, de Cortázar cuyo resultado es un modo de mirar que convive como si el mundo entero tuviese el aspecto de un colmado.
El vértigo horizontal no decepciona en su conjunto, pero si tuviera que escoger dos capítulos esenciales no lo dudaría, el que Villoro escribe sobre los niños de la calle, modelo de artículo periodístico y el que describe sobre el terremoto del 85. Sólo por eso merece la pena el libro. Sucede que ofrece mucho más.
Juan Villoro. El vértigo infinito. Editorial Anagrama y Editorial Almadia. Barcelona. 2019. 408 pp