PICASSO
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ESPACIO ARBORESCENTE
En el taller de un artista, el desorden -afirma R. Arnheim en su ensayo sobre el Guernica– sirve para aportar abundante materia prima y libertad para la inventiva.
Desorden y creatividad son las habituales coordenadas del taller de Picasso. Basta con mirar los testimonios gráficos aportados por J. Sabartés en “Documentos Iconográficos” (1954), las fotografías publicadas por Brassai en sus “Conversaciones con Picasso” o el libro de E. Quinn, “Picasso: ocio y trabajo” para comprobar la realidad de esta afirmación.
A los testimonios gráficos, se unen otros de carácter literario no menos importantes. En el ameno libro «Picasso y sus amigos”, Fernande Olivier refiere algunos detalles del estudio que Picasso tuvo en el número 13 de la calle Ravignan (Bateau-Lavoir): “Aún recuerdo -dice- con toda claridad la imagen y el olor de aquel estudio, al que daban vida los enormes lienzos a medio pintar y un desorden polícromo y brutal al que yo me habitué enseguida”. “Grandes lienzos sin terminar -añade en otro lugar- se extendían por el estudio en donde todo respiraba trabajo; pero trabajo ¡en qué desorden, Dios mío!… una silla de paja, caballetes, lienzos de todos los tamaños, tubos de colores diseminados por el suelo, pinceles, recipientes con gasolina, un cubo de aguarrás”.
En su libro “Conversaciones con Picasso”, G. Brassai nos relata la impresión de la primera visita que hizo a Picasso en la rue de la Boetie, a principios de septiembre de 1943, cuarenta años después del testimonio de F. Olivier: “Con toda seguridad -escribe el fotógrafo- nunca un alojamiento burgués estuvo amueblado de forma menos burguesa: cuatro o cinco habitaciones -cada una con su chimenea de mármol rematada por un espejo- en las que brillan por su ausencia los muebles habituales, rebosantes de cuadros amontonados, carpetas, paquetes que en su mayoría contenían vaciados de sus estatuas, pilas de libros, resmas de papel, objetos heterogéneos, abandonados al desgaire contra las paredes, tirados por el suelo y recubiertos de una espesa capa de polvo. Las puertas de las habitaciones estaban abiertas, incluso puede que arrancadas, lo que convertía todo aquel gran apartamento en un solo taller fragmentado en múltiples rincones para las múltiples actividades del pintor”.
Por último, en las notas recogidas por H. Parlemin en el libro “Habla Picasso” leemos: “La cantidad de trabajo realizada por Picasso en estos últimos años (1965) supera la más activa imaginación… En esta catarata de pintura que aumenta de año en año, hay un movimiento de ideas que gana al espectador… Y en torno (de este “orden”) está la jungla del taller”.
Estas tres imágenes –desorden polícromo, taller fragmentado y jungla del taller- corresponden, como hemos visto, a tres momentos y tres espacios diferentes de la vida artística de Picasso: 1903, Bateau-Lavoir; 1943, rue de la Boetie y 1965, Notre Dâme-de-Vie. Mougins.
Muestran claramente el contenido común de lo que podríamos llamar taller Picasso. Y revelan también la forma peculiar que en todo momento tuvo Picasso de encarar la labor creativa, su trabajo artístico.
De entre los numerosos estudios o talleres que Picasso tuvo, el Bateau-Lavoir acapara la leyenda. “Una incómoda casa de madera -cuenta F. Olivier- denominada Bateau-Lavoir, acogió a pintores, escultores, escritores, humoristas, actores, lavanderas, costureras y vendedores ambulantes. Nevera en invierno, estufa en verano, los inquilinos se encontraban todos con un jarro de porcelana en la mano ante la única fuente que había en la plaza. Picasso fue a vivir allí en 1903, al volver de una temporada en España. Entonces fue cuando yo le vi por primera vez”.
Entre 1903 y 1906, Picasso se instaló definitivamente en este taller. Vivió aquí hasta 1912, año en que junto con Fernanda se trasladó al número 11 del Boulevard Clichy.
En el célebre y conocido taller de la calle de Ravignan, bautizado por Max Jacob con ese nombre, se agruparon alrededor de Picasso -nos cuenta Maurice Raynal- poetas y escritores. Después de Max Jacob, llegaron Apollinaire, Salmon, Mac Orlan, Reverdy, los pintores Herbin, Freundlinch, Juan Gris, los escultores Agero, Gargallo, quienes vivieron en la misma casa. Numerosos visitantes frecuentaban asiduamente su taller: Gertrude Stein, Marie Laurencin, la amiga de Apollinaire, Braque, Derain, Durrio, Modigliani, Manolo, Julio González, Laurens. Marchands como C. Sagot, B. Weil, Vollard o Kanhweiler. Actores como Dulhin, Modot, Roger Karl o Harry Baur.
Este desfile de personajes bastaría para dar nombre y fama imperecedera al taller de Picasso. Sin embargo, la importancia del Bateau-Lavoir va más lejos.
Este inmueble es el símbolo de sus años juveniles. Pero también el espacio donde nacería uno de los movimientos artísticos más influyentes de nuestro siglo, el cubismo, llamado a revolucionar la estética contemporánea.
El Bateau-Lavoir, la covacha del cubismo como lo rebautizaría más tarde Sabartés, marcó una orientación propia en el rumbo de la vida artística no solo francesa sino universal. Con el Bateau-Lavoir nace una nueva tradición en el ámbito del arte: la estética de las vanguardias. Hizo de una ciudad como París el centro obligado del arte y de los jóvenes artistas. Creó una leyenda lo suficientemente útil y atractiva como para caracterizar con un sello especial a todos aquellos que se movían en el nuevo terreno de las artes.
El taller del artista deviene gracias a él en espacio beligerante.
Como historia individual, el Bateau-Lavoir es el lugar del que Picasso, según afirman sus comentaristas, tendrá nostalgia toda su vida: allí donde realidad y leyenda logran confundirse con el paso del tiempo.

Pablo Picasso en su estudio del Bateau-Lavoir, 1908. Foto: Coursaget.