El espía ¿nace o se hace? La pregunta puede antojarse absurda, porque cualquier actividad, incluso las menos sofisticadas, requiere knowhow -adquirido en la academia o, a fuerza de bofetadas, en la vida- y ninguno hemos venido al mundo con conocimientos. Pero también es verdad que determinadas cualidades personales  -fingir, o engañar, tener cara dura, así se llame, hipocresía, picaresca, duplicidad o como se quiera- o se traen de fábrica o no hay manera de hacerse con ellas, por mucho que uno haya sido alumno del Actor´s studio de Nueva York. Y sucede que esos son requisitos sine qua non para ese concreto oficio: si alguien se caracteriza por ir con la verdad por delante, lo mejor es que se busque otro modo de ganarse la vida.

Lo que, en boca de la Lupe, representa un grave reproche (“¡Teatro! ¡Lo tuyo es puro teatro!, ¡estudiado simulacro!”), dicho a un espía significa un elogio: el reconocimiento de que está haciendo bien su trabajo. Aunque, ya puestos a poner todos los puntos sobre todas las íes, a la Lupe habría que pedirle que no se pusiera tan estricta, porque es un hecho notorio que, en uno u otro grado, el disimulo -la palabra es de Gracián- constituye condición indispensable para prosperar en cualquier faceta de la vida. No estamos ante un monopolio de los 007, aunque, por supuesto, ellos tengan que llevar las cosas al grado del virtuosismo si quieren simplemente existir.

El espía, que muchas veces se juega literalmente la vida, o al menos se encuentra sur la fil du rasoir, ¿opera por convicciones -por idealismo, por patriotismo o lo que en cada caso encarte como paradigma de desinterés y nobleza- o lo hace sólo por el vil metal? Pregunta ciertamente difícil de contestar. Es lo mismo que se plantea cuando, en la radio o en la televisión, se oye a uno de esos tertulianos de cuota, que, a la hora de defender a los nuestros y atacar a ellos, emplean un activismo tan rocoso que diríase propio de los jemeres rojos. ¿De verdad se lo creen o es que están esperando un premio o, al menos, no perder el premio que ya tienen? Imposible saberlo con carácter universal. Tal vez la única manera de abordar el debate sea el casuismo, o sea, la individualización, pero en ese camino habría que meterse en lo más profundo del subconsciente, o incluso del inconsciente, de cada quien.

 

Pedro G. Cuartango. Foto de Matías Nieto para ABC

 

La esquizofrenia (el desdoblamiento de personalidad) o la paranoia (ver enemigos por todas partes) ¿son enfermedades o, bien al contrario, auténticos activos, que cualquier encargado de reclutar personal valoraría como oro en paño? En el caso del espionaje, parece que la respuesta suele estar más cerca de esta segunda posición.

¿Estamos ante actividades sofisticadas y de tecnología punta o, a la inversa, se trata del reino de la chapuza más grosera, al modo del Mortadelo y Filemón del recién desaparecido Francisco Ibañez? Hay de todo, como en botica. Y son muchos los espías que acaban viéndose sorprendidos por haber cometido un fallo tonto.

¿Tiene sentido diferenciar entre el espionaje con objeto en un Estado (su Ejército, sus Servicios de información) y la propaganda sobre la opinión pública de esa sociedad, lo que los militares llaman operaciones de influencia? Con toda probabilidad, la línea divisoria se hace cada vez más porosa -estamos, por supuesto, en la época de la postverdad-, pero tampoco existe una respuesta única y que sirva para todos los casos (y todas las épocas) por igual.

En efecto, son dilemas que lo ponen a uno ante auténticas tesituras, entre otras cosas porque, por definición, acerca del espionaje nunca va a terminar de tenerse toda la información para poder conformar una idea cabal e íntegra de lo sucedido. Estamos ante un planeta de secretos, en el que por tanto se generan toda suerte de leyendas. De leyendas o incluso de ficciones, porque la expresión personaje novelesco, rara vez aplicable a los panaderos, los electricistas, los protésicos dentales o los fisioterapeutas, parece estar hecha a propósito de la gente que se dedica a ese menester: les encaja como el guante se ajusta a la mano.

 

Imagen de la exposición Top Secret. Cine y espionaje. CaixaForum Madrid.

 

A Pedro G. Cuartango le atrajo ese mundillo -que en efecto tiene mucho morbo- desde que, según confiesa, en 1979 cruzó el muro de berlín por el famoso Checkpoint Charlie: guerra fría en vena. Y luego, por supuesto, leyó de cabo a rabo a John le Carré (a quien el libro está dedicado) y quedó enganchado para los restos. El libro, que en buena medida recoge las semblanzas personales que se habían ido publicando los lunes en el ABC, en la última página, está estructurada en seis partes, que no se llaman capítulos pero pueden tenerse como tales. “Anatomía de la traición” es el inicio de todo. Luego (Heterodoxos y románticos”) se exponen las vidas y obras de los pioneros -un total de nueve-, entre quienes por cierto hay dos españoles, Jesús Monzón -el antifranquista que organizó la invasión de España por el Valle de Arán de 1945- y Juan Martínez, a quien conocemos por la obra que le dedicó el gran Chaves Nogales. Pero lo más sustancial es lo que se dedica al comunismo soviético o sus herederos (“Bajo la hoz y el martillo”, con catorce semblanzas), al Reino Unido (“Al servicio de Su Majestad”, con veinte: el que más), a Alemania, durante Hitler y después (“Alemanes divididos”: nueve) y a los Estados Unidos de América (“La CÍA estaba allí: ocho). En el bien entendido que cada una de esas cuatro partes tiene por así decir su propia presentación, llamada respectivamente “Entre el terror y la patria” (URSS y Rusia), “Dos servicios, una misma patria” (UK), “La Abhewr, un instrumento de Hitler” (no hace falta explicar de donde) y “la CÍA estaba allí” (tampoco). Un total de 258 páginas, que no tienen desperdicio, y en las que -dato crucial- el autor se abstiene de acusar y, más aún, de condenar.

Se diría que, pese a lo abigarrado del relato, las 258 páginas se leen de un tirón, si no fuese porque hacerlo deprisa y sin subrayar significa no quedarse con el ingente caudal de información que el texto contiene. Una verdadera historia de Europa y del mundo, sobre todo en el siglo XX.

Ya han terminado las vacaciones de verano, pero el otoño está lleno de puentes -el Pilar en octubre, la Almudena en noviembre y la Constitución y la Inmaculada en diciembre-, que son otras tantas ocasiones propicias para hincarle el diente a este libro. No se me ocurren opciones tan entretenidas y, al tiempo, para obtener tantas enseñanzas sobre la psique humana y lo más profundo de sus pliegues y repliegues.

 

 

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