Violette Leduc. Foto AFP
«Se dice que ya no existen autores desconocidos, poco menos que cualquiera consigue hacerse editar», escribió Simone de Beauvoir hace más de medio siglo lamentándose por cómo la mala suerte hizo que Violette Leduc (Arras, Francia, 1907 – Faucon, Francia, 1972) permaneciese en la sombra literaria. Pero «la mala suerte, a su vez, tiene sus razones», y Leduc fue una autora que «no quiso agradar, no agradó e incluso aterrorizó: los títulos de sus libros –La asfixia, La hambrienta, Estragos– no son alegres». Tampoco lo es La bastarda, memorias en las que aúna lo mejor de su vida y de su escritura, y que ahora publica en castellano la editorial Capitán Swing.
Sin embargo, sería necio pensar que la calidad literaria tiene que ver con el deseo de agradar. Escribir se parece en eso a la amistad: queremos complacer, pero con razón dice el tópico que gustamos a pesar de lo que somos. Leduc gusta por y a pesar de lo que escribe. Como sigue contando De Beauvoir, la primera vez que leyó uno de sus manuscritos «estaba ante un estilo, ante un temperamento», algo que también reconocieron los tótems literarios de la época: Albert Camus, Jean Genet o Jean-Paul Sartre. Pero más allá de esto, la figura de Violette Leduc como autora pasó desapercibida y esto no ha cambiado radical o siquiera suficientemente con el paso del tiempo. Como suele ocurrir, la escasa familiaridad con la obra de Leduc es una pérdida objetiva en una genealogía que debería ser irrenunciable.
En 2015 la editorial Mármara publicó en castellano Thérèse e Isabelle, una breve narración autobiográfica que pertenecía originalmente a Ravages (Estragos), novela de 1955 censurada por su alto contenido erótico. La bastarda, que vio la luz casi una década después, en 1964, recupera aquel y otros episodios de su biografía y supone la mirada total de Leduc sobre su existencia. Partiendo de la anécdota, del recuerdo como retal, construye una narración sin apenas fisuras, empezando por una infancia en la que sintió pasión por su abuela y culpa por sus enfermedades, que generaban apuros económicos en la modestísima casa («Estaba enferma y me creía culpable»), y siguiendo con un engranaje de acontecimientos que fueron marcando la desolación: la estancia en el internado, la vivencia de la fascinación y el sexo, la dependencia emocional, el anhelo de lujo, el tímido proceso de acercamiento a la escritura, etcétera. A pesar de la pátina de dolor presente en cualquiera de estas experiencias, Violette Leduc ha sabido relatarlas desde un punto de vista poco autocomplaciente, en parte gracias a la franqueza y la claridad.
El tono de estas memorias es aparentemente despreocupado y leve, pero va adquiriendo consistencia a medida que se adentra en sucesos que ella desencadena a partir de la adolescencia. Al tiempo que recuerda desde lo particular, sienta las bases de una reflexión sobre la soledad, el padecimiento, la constante amenaza de la miseria, los cambios de la fortuna, la vida en la ciudad y más tarde en el campo, las diferentes ilusiones de un amor siempre atormentado y, en definitiva, la necesidad de madurar aun desde una actitud a veces caprichosa. Aunque La bastarda está alejada en todo momento de cualquier aproximación intelectual, en algunas ocasiones Leduc se apoya en autores o lecturas que le fascinaron. También hace referencia a libros anteriores en los que ya había contado anécdotas que ahora recupera desde otra perspectiva –quizá más justa, más lúcida, parece insinuar. El lector/a está muy presente y son varias las ocasiones en las que ella se nos dirige, haciendo referencia a un diálogo que de algún modo marca el tono confesional de algunos pasajes mientras nos sitúa ante la realidad del texto como tal: «Paciencia, lector, retardo su reaparición», «Te tendré al corriente, lector», «Lector, sígueme, caigo a tus pies para que me sigas».
Casi basándose en la idea de que vivir es huir hacia adelante, hay algo de lo que sin embargo no logra desembarazarse esta mujer que desde niña se siente demasiado mayor, tan cansada como para tener esperanza en una vejez aburrida y compensatoria, y es su infancia bastarda: «Los bastardos son malditos: me lo ha dicho un amigo. (…) ¿Por qué los bastardos no se ayudan entre sí? ¿Por qué huyen? ¿Por qué se detestan? ¿Por qué no forman una hermandad? Deberían perdonarse todo, ya que tienen en común lo que hay de más precioso, de más frágil, de más fuerte, de más oscuro en ellos: una infancia retorcida como un viejo manzano».
Bien sabía Leduc que gustar y gustarse son una doble esclavitud, y así lo expresó. Pero leyendo sus memorias se comprende que no le hizo falta pretenderlo a través de la alegría: ella nos gusta por sus libros, por su manera de contarse.