1. El libro objeto de esta reseña recoge los documentos relativos al segundo interrogatorio a que fue sometido Carl Schmitt, personaje que el lector seguro conoce, después de que en Europa terminara la Guerra Mundial con la derrota -la rendición incondicional de 8 de mayo de 1945 en Reims- de los alemanes. En concreto, se incluyen las actas de las tres declaraciones y también los cuatro informes escritos que entregó al fiscal. Pero para entrar en sazón hay que remontarse muy arriba.

 

  1. Los españoles nos solemos quejar de lo atribulado de nuestro siglo XX, poniendo sobre la mesa la cantinela que sabemos: las crisis políticas traumáticas, los gobernantes inútiles o incluso abiertamente nocivos, las dictaduras (la de Primo de Rivera y la de Franco) y por supuesto la guerra civil de 1936. No nos falta motivo de lamentación.

 

Pero la perspectiva cambia, aunque sólo sea por eso de consolarse cuando el mal se extiende a muchos, si ponemos sobre la mesa el nombre de Alemania. Hasta 1914 vivió un período de gran expansión económica de base tecnológica y científica (la segunda revolución industrial, la de la química y el automóvil, para entendernos, con un Max Planck como referente en el plano del pensamiento), aunque, ay, bajo un régimen autoritario, el Reich, que no pudo quedar al margen de la primera guerra mundial. En teoría Alemania estuvo entre los perdedores, aunque muchos no aceptaran el resultado y lo imputasen a los desertores de su propia patria: la famosa teoría de la Dolschstoss, la puñalada por la espalda.

La República de Weimar nació en 1919 con esa herida psicológica, que los acontecimientos posteriores (Tratado de Versalles e hiperinflación, al menos hasta 1924), no hicieron sino agravar. Lo mucho que trajo de modernidad -artística y culturalmente, una verdadera época de oro: una auténtica explosión- acabó cobrándose el precio de la fragmentación social y el encono, que en 1933 -30 de enero: fecha maldita- desembocó en el nazismo, con todo lo infame que ya sabemos: el exilio de los mejores, la persecución de muchos de los que se quedaron (persecución hasta el exterminio) y la agresión a los países vecinos, dando lugar en 1939 a lo que se conoce como la segunda guerra mundial. El resultado fue la derrota más estrepitosa, al grado de que en 1945 Alemania incluso dejó de existir como Estado y pasó a vivir bajo un régimen de ocupación y de división en cuatro zonas, con un Consejo de Control Aliado en la cúspide, bien que el experimento del mando único durase poco de hecho.

Y fue entonces cuando en Núremberg, de acuerdo con la Carta de Londres de 1945, con su famosa tipificación de crímenes de guerra, los de agresión y los cometidos contra la humanidad o contra la paz, se sometió a juicio a la cúpula y se condenó los culpables: Sentencia de 30 de septiembre y 1 de octubre de 1946. Y ello sin contar con los “juicios de los Ministerios” (“de Wilhelmstrasse”, por la calle de Berlín, en los distritos Mittre y Kreuzberg, donde había tenido su sede el grueso de la Administración), que formaron parte de los 12 procedimientos posteriores, todos ellos desarrollados por cierto en el sector americano de la ciudad.

El interregno duró menos de un lustro y concluyó en 1949, aunque de nuevo con gravamen: tajando la nación en dos y quedando los residentes en la zona soviética sometidos a otro régimen despótico e insufrible, la infumable DDR, que se extendió durante cuarenta años, hasta la caída del muro en 1989. Casi década y media después (y sabiendo que todas las comparaciones son odiosas) de que en España hubiese muerto Franco y se iniciara el camino que condujo en 1978 a la Constitución.

Una historia, la de los alemanes, en efecto, atormentada como la del que más. Si nos dolemos de que lo nuestro es la ley del péndulo (y también, por cierto, la del embudo, que es la que explica la mentalidad de muchos gobernantes patrios, por democrático que sea su origen: lo estrecho para ti, lo ancho para mí), lo de ellos no se queda a la zaga. Sobresalto tras sobresalto y abyección tras abyección.

 

  1. No hace falta añadir que en ese entorno tan movido hubo biografías que, vistas las procesiones desde el balcón, resultan, si se quiere decir con expresión amable, apasionantes. Algunos tuvieron que hacer de contorsionistas para irse adaptando -el transfuguismo no constituye una aportación novedosa de nuestros Ayuntamientos partitocráticos-, pero también los hubo que en alguno de esos cambios de situación no tuvieron más remedio que aceptar los hechos y salir del escenario, a veces incluso con estrépito.

 

Robert Kempner

 

Pienso en un Robert Kempner (1899-1993). Había estudiado Derecho en Friburgo y en base a ello durante la época de Weimar hizo carrera en Prusia, llegando a ser asesor jurídico del Ministerio del Interior, desde donde pretendió ilegalizar el nazismo y enjuiciar a Hitler. Ni que decir tiene que poco después de 1933 tuvo que salir por piernas. Incluso se le privó de la nacionalidad. Se instaló en Estados Unidos, como Thomas Mann y tantos otros, pero en 1945 volvió a su patria como fiscal de los juicios de Nüremberg. Luego se quedó allí, hasta morir mucho más tarde, cuando casi iba a redondear cien años de vida.

Y lo más curioso es que procedía de un medio familiar apacible: sus padres habían sido microbiólogos, de esos seres arcangélicos que se pasan la vida en un laboratorio mirando por el tubo. Quien le iba a decir que le aguardaba una vida con tanto trajín.

Es de notar que dejó una importante obra escrita, que constituye un testimonio de primer orden sobre la desnazificación. Por ejemplo:

– “Das dritte Reich im Kreuzverhör. Aus dem unveröfftlichen Vernehmungsprotokolls des Anklägers”, Munich, 1969. Con reediciones en 1980 y 2005. Libro muy recomendable, por cierto.

Ein intelectueller Abenteur, artículo publicado en “Der Aufbau”, Nueva York, 24 de agosto de 1973. Con Schmitt como protagonista.

– “Ankläger einer Epoche”, Frankfurt, 1983 (con Jörg Friedrich).

Nachruf, en “Die Mahnung”, 32, 1985, número 5, 1 de mayo de ese año.

Preussens Ende, en FAZ, nada menos, 29 de abril de 1991.

No me consta que de nada de ello exista traducción.

Este Robert Kempner no debe confundirse con Víctor Kemperer, el famoso estudioso del lenguaje del Tercer Reich y denunciante de sus manipulaciones, que luego, por cierto, se convirtió en uno de los intelectuales orgánicos de la DDR. El pesebre se muestra siempre muy tentador.

 

Karl Lowenstein junto a su esposa recibiendo la Orden del Mérito alemán

 

Vida casi paralela a la de Robert Kempner fue la de Karl Loewenstein, piedra de león, literalmente (1891-1973). Cursó sus estudios de Derecho en Munich y con el nazismo estuvo también entre los que tuvieron que huir a Estados Unidos para seguir su trayectoria, en este caso básicamente docente e investigadora en el campo del Derecho Constitucional. Pero los aliados le llamaron en 1945 para que volviera a Alemania a lo que podríamos entender como la tarea de poner los puntos sobre las íes en el planeta de los juristas, que se había mostrado muy fértil en amigos del nacionalsocialismo. No hace falta el puñal, o el fusil, para ser un indeseable.

Sucede que los dos, primero Loewenstein y luego Kempner, iban a terminar encontrándose con nuestro protagonista, Carl Schmitt, en ese período 1945-1947. Fueron quienes lo acusaron, para decirlo hablando en plata.

Uno de los abogados del nazismo -cambiando ahora de biotipo- había sido, por ejemplo, Hans Heinrich Lammers (1879-1962), que, por designación directa, llegó a ser Jefe de la Cancillería del Reich. No alcanzó el estatuto formal de Ministro de un ramo de la Administración (lo era “sin cartera”, para entendernos), pero, dada su cercanía personal al jefe, mandaba muchísimo, porque nadie accedía al despacho del Führer sin su control. En los últimos días de abril de 1945, cuando Berlín se encontraba bajo los bombardeos rusos, se conchabó con Goering para ser los herederos, pero Hitler tuvo tiempo de descubrir la conspiración y exhortarlo a un suicidio honroso. No hubo tal y participó en los juicios de Nüremberg como testigo de cargo. Luego fue enjuiciado y se le condenó a 20 años de prisión, más tarde reducidos a 10. Los americanos terminaron así pues mostrándose condescendientes.

 

Werner Weber

 

De la misma pandilla formaba parte Werner Weber (1904-1976), discípulo precisamente de Carl Schmitt. El tal Weber (un apellido muy común en Alemania: literalmente significa Tejedor) habría sido nazi hasta la médula. Después de la guerra se vio purgado por la Administración ocupante, que -felizmente para él- era la soviética, lo que le permitió hacerse pasar por víctima (de los americanos: la cosa es tener la habilidad de presentarse siempre como víctima de algo o alguien) y encontrar recorrido en el régimen de la Ley Fundamental de Bonn: de 1949. Se buscó acomodo como Catedrático de Derecho Público en Götingen (de la que fue elegido Rector entre 1956 y 1958) y se integró en la prestigiosa Asociación de profesores de Derecho del Estado, de la que llegó a ser Presidente en 1964 y 1965. Un individuo ingenioso para tapar su pasado.

 

Hjelmar Schacht

El economista Hjalmar Schacht (1877-1970) pertenecía a una generación un poco anterior, aunque no por ello más salvable. Había dispuesto de cargos importantes durante la guerra de 1914-1918 (administrador de los territorios ocupados en Bélgica, un país llamado a ir siempre de mano en mano) y por supuesto durante el régimen de Weimar: nada menos que Presidente del Reichsbank (1923-1931). Pero la llegada del nazismo no le supuso quebranto. Hitler le restituyó en ese puesto, al que en 1934 acumuló el de Ministro de Economía. Se quedó en el Gobierno hasta 1943.

En la última etapa de la guerra mundial, cuando el final estaba cantado, le sucedió lo que a Lammers: se dio cuenta de que Hitler se había convertido en un lastre y resultaba necesario librarse de él. Participó en la famosa operación Walkiria, de 20 de julio de 1944. Pero esos méritos no le valieron para escaparse del banquillo en Nüremberg, siendo de destacar que quedó ganador en los test de inteligencia que preparó el psiquiatra de la prisión. Se le absolvió, aunque luego fue sometido a un proceso -ya sólo alemán- de desnazificación, del que no pudo salir indemne: 8 años de trabajos forzados. Con todo, al salir, se instaló como asesor financiero y no le faltó clientela hasta su muerte, en 1970 en Munich. Una vida verdaderamente aprovechada, porque había trabajado para cuatro regímenes: el Reich guillermino, Weimar, Hitler y la República Federal. Gente que ha nacido de pie.

 

Ernst von Weizsäcker

 

En fin, para terminar la lista negra está Ernst von Weizsäcker (1882-1951), que fue Secretario de Estado en el Ministerio de Asuntos Exteriores entre 1938 y 1943 y Embajador ante la Santa Sede entre 1943 y 1945: los años críticos, con Pío XII con la tiara de Pedro. Ni que decir tiene que de los juicios de la Wilhelmstrasse no se pudo escapar. En concreto, se le acusó de cooperación activa con la deportación de judíos franceses a Auschwitz (hoy, como se sabe, en Polonia). Se defendió (con la ayuda de su hijo, estudiante de Derecho y que cuarenta años más tarde acabaría siendo Presidente de la República Federal: el de la reunificación de 1990, para más señas) con la cantinela de siempre, la ignorancia. El buen hombre no sabía para lo que se había diseñado Auschwitz y en cualquier caso pensaba que allí en el este, cerca de los soviéticos, los judíos se encontrarían menos desguarnecidos. Le cayeron siete años de prisión, de los que cumplió tres. En sus memorias se definió nada menos como un miembro de la resistencia democrática durante la época nazi.

Y eso que el Consejo de control había dictado una norma, la número 10, que había ampliado al máximo el círculo de los sospechosos, hasta incluir a todo aquel que “con su anuencia (…) hubiera participado en el delito de guerra de agresión o en crímenes de guerra o contra la humanidad”, así como también a quien hubiese tomado parte “en su planificación o ejecución, o que hubiera pertenecido a una organización o asociación implicada en su ejecución, o bien [en lo referente al delito de guerra de agresión] cualquiera que en Alemania (…) hubiera ocupado un alto cargo político, estatal o militar (…) o que hubiese desempeñado un cargo influyente en la vida financiera, industrial o económica”: Art. 2, número 2.

Ese era el paisaje humano en 1945 y hasta 1948, para poner una fecha precisa. Época de delaciones, de ajustes de cuentas, de miserias, de cobardías, …

  1. Y luego (o antes, según se mire) estaba, por supuesto, , acerca de cuya vida y milagros hay que tener por familiarizado al lector, se insiste. El que se asoma a estas páginas debe considerarse persona ilustrada. Era un jurista (como han estudiado entre nosotros Gómez Orfanel y Baño, por citar sólo dos referencias), pero mucho más que un jurista: un auténtico pensador y de primer orden. Era, segundo, un alemán, pero también un ciudadano del mundo, con particular relación con España: Beneyto y Saralegui lo han analizado bien. Y era, tercero, un nazi, pero que, en el plano del pensamiento, supo ir más allá: el precursor de los actuales populismos, de derecha e izquierda, como he explicado Manuel Arias Maldonado en su último libro.

 

Carl Schmitt

 

Schmitt estuvo detenido por las fuerzas alemanas de ocupación entre el 26 de septiembre de 1945 y el 10 de octubre de 1946. Casi un año y siempre en Berlín. En el bien entendido que lo suyo, en cuanto intelectual, no respondió a los esquemas mecánicos del llamado automatic arrest, que se dirigía a preservar los intereses y la seguridad de las fuerzas armadas norteamericanas, para las cuales un pensador resulta siempre inofensivo. Cuando se acordó su liberación, Loewenstein debió llevarse un soponcio porque había sido el instigador: pretendía que lo hubiesen condenado -aun sin haber matado a nadie con su mano, por supuesto- como criminal de guerra.

El segundo y último de los encarcelamientos, a partir de 19 de marzo de 1947, resultó breve: poco más de un mes. El lugar fue la ciudad de Nüremberg, epicentro de los procesos que se estaban llevando a cabo. La acusación era la de preparación intelectual de la guerra de agresión y provenía ahora del mismísimo Robert Kempner, el otro alemán americanizado.

De ese segundo encierro hay que indicar que le cundió mucho a Schmitt en términos de trabajo y en eso consiste precisamente el contenido del libro que se reseña.

De una parte se recogen en él -páginas 59 a 76- las actas de los tres interrogatorios: 3, 21 y 29 de abril, respectivamente. Son tan interesantes desde el punto de vista del conocimiento que llevan al lector a preguntarse si acaso nuestro hombre había sido llamado por Kempner (al cabo, no sólo un conocedor del mundo del derecho sino también un creyente en él: desde el rifirrafe de Potsdam entre molinero de Sans Souci y Federico el Grande, ya se sabe lo que pasa en Prusia) como un criminal de guerra o más bien como un perito judicial. Con el siguiente sumario:

 

– A) “El detenido pone en duda que sus escritos puedan interpretarse como exposición de los principios ideológicos para una guerra de agresión. Señala que el concepto de Grossraum (gran espacio) no era privativo de Hitler y recomienda que no se juzguen sus escritos hasta haberlos estudiado a fondo en su contexto científico. Declara que las conferencias que pronunció en el extranjero, en los Balcanes, España, Francia, etc., fueron financiadas en parte por las sociedades que lo invitaban y en parte por la administración alemana”.

– B) “El detenido declara que no ocupaba una posición decisiva, ni participó de ninguna manera en los preparativos de una guerra ofensiva. Se describe a sí mismo como un aventurero intelectual, acostumbrado a asumir riesgos y a pagar los costes. Las nuevas ideas y el conocimiento cobran vida únicamente asumiendo esa clase de riesgos, señala, a la que vez que observa que también el cristianismo ocasionó millones de asesinatos”.

No hace falta decir que esa calificación -aventurero intelectual- es la que en 1973 se vio recogida en el artículo del mismo título de Kempner de Nueva York.

– C) “El detenido declara sentirse superior al nacionalsocialismo; que Hitler carecía de cualquier interés para su modo de pensar. Schmitt se afilió al partido en 1936. Al preguntarle si se avergüenza de haber escrito que los tribunales alemanes debían estar bajo control nacionalsocialista, declara que la Asociación Nacionalsocialista de Juristas le obligó a escribir ese tipo de cosas y que por aquel entonces, en 1933, no se había dado cuenta de que Hitler era un dictador. Una dictadura absoluta como esta era algo nuevo. Cree que el único caso similar es la dictadura bolchevique y Lenin. El detenido considera el hitlerismo como una desgracia”.

En eso consistieron, en esencia, las tres sesiones. Oficiar de abogado de uno mismo no resulta sencillo, pero Schmitt era todo menos tonto, como es sabido.

  1. Aún más relevantes que las respuestas ofrecidas en esos tres interrogatorios fueron los informes escritos, en número de cuatro, elaborados por el propio Schmitt en pocos días y entregados a Kempner, informes que el libro también recoge en su integridad. Son ellos los que dan pie a la duda sobre si en realidad no se trataba más bien de un perito. Se incluyen en las páginas 77 a 127. Con los siguientes contenidos:

 

1) Primer informe, de 18 de abril de 1947, entregado el 21.

Respuesta a la pregunta: ¿En qué medida contribuyó Vd. a la fundamentación teórica de la política hitleriana de grandes espacios?

Es sobre todo un intento de descargo en lo personal:

“En mi vida no he cruzado ni una sola palabra con Hitler. En los doce años en que ocupó el poder jamás fui presentado ante él ni estreché su mano. Tampoco hice ningún esfuerzo al respecto ni sentí el deseo de hacerlo, ni importuné a nadie en este sentido”.

“Desde 1936 nadie me ha pedido que elabore ningún informe. No me lo ha pedido ninguna agencia ni tampoco ningún particular, ni de forma oficial ni en privado”.

“Durante la guerra no he ocupado ningún cargo ni he desempeñado ningún papel”.

“Desde mi difamación pública (en diciembre de 1936) no tuve posibilidad de volver a impartir conferencias en el extranjero hasta el año 1942, cuando Himmler y su entorno comenzaron a recelar del extranjero y consideraron oportuno dejar de ignorar, como habían hecho hasta ese momento, las apremiantes invitaciones de las facultades y academias de derecho que deseaban escucharme”.

“No he recibido ninguna condecoración del régimen de Hitler ni de ningún gobierno extranjero, ni siquiera una de las numerosas distracciones que con tanta generosidad se concedían con ocasión de los distintos logros en política exterior”.

“No he dirigido ningún instituto, ni he sido en ningún momento rector o decano; nunca he tenido coche, ni oficial ni privado, ni he sido nunca propietario de una casa o una finca, y aparte de mi biblioteca nunca he tenido ningún otro patrimonio. A partir de 1933 mis emolumentos fueron considerablemente más bajos de los que percibía antes de esa fecha”.

Unas declaraciones estas últimas, por cierto, que sólo se entienden en una atmósfera como la de Alemania: ser Rector –“Magnifizenz”- o Decano –“Spectabilität”- representa lo máximo a lo que un mortal puede aspirar. Y se cierra ya este pequeño paréntesis.

Para luego disertar el informe sobre las fuentes de la fundamentación teórica de la política hitleriana de conquistas, que se encontraban en la doctrina del partido, en artículos doctos de Derecho Internacional y en la dirección marcada por un grupo de las SS.

 

2) Segundo informe, 27 de dicho mes de abril de 1947.

“Respuesta a la acusación de haber colaborado desde un puesto decisivo en la planificación de la agresión militar y en los crímenes asociados a ella”.

Con negación de la mayor: “(…) yo no he hecho nada de eso”. Y apoyándose en la Sentencia dictada en Nüremberg pocos meses antes -30 de septiembre y 1 de octubre de 1946, se insiste- en la pieza política o de los criminales mayores, para decirlo así.

 

 

3) Tercer informe, de 28 de abril de 1947, entregado el 29.

Constituye propiamente un Dictamen en derecho, con el siguiente objeto: “Observaciones desde el derecho constitucional a la cuestión del papel del Ministro del Reich y Jefe de la Cancillería del Reich”. Se trataba de estudiar el estatuto y la conducta de Lammers, de quien se ha hablado más arriba: el que, sin ser Hitler, llevaba la agenda de Hitler, que casi acaba resultando lo mismo. Con un sumario tan elaborado como el siguiente:

– Observación introductoria.

– I. El problema general del acceso al gobernante.

– II. Consecuencias organizativas de la concentración de poder en el régimen de Hitler (su particular significación para la posición de la Cancillería del Reich).

– III. Algunas nociones sobre los rasgos formales en que se hace patente la particular posición del Ministro del Reich y Jefe de la Cancillería del Reich.

 

  1. El refrendo de los decretos de Hitler.

 

  1. Formación de un nuevo concepto específico: el Edicto del Führer.

 

– IV. Anormalidad e imprevisibilidad de todos los desarrollos en el régimen hitleriano.

 

De este tercer informe hay que decir que en español se publicó en 1954 con el título de “Diálogos sobre el poder y el acceso al poderoso”.

 

4) Cuarto y último informe, de 13 de mayo de 1947.

 

¿Por qué los Secretarios de Estado alemanes siguieron a Hitler?

La respuesta de Schmitt resulta curiosa a fuer de (aparentemente) ingenua: “(…) los Secretarios de Estado (y junto a ellos la burocracia ministerial y el grueso del alto funcionariado) siguieron a Hitler porque estaban subordinados a él debido al concepto de legalidad puramente funcionalista típico de su clase profesional. Cayeron entonces en un estado de parálisis de conciencia y autoengaño respecto de su responsabilidad, debido igualmente a ese tipo de legalidad, y acabaron actuando del modo habitual como funcionarios en la comisión de evidentes inhumanidades”.

Y para hablar claro sobre su propia gente: “Alemania (…) es desde hace siglos un Estado funcionarial y (…) (además) el pueblo alemán, amplias capas de su población, es un pueblo de funcionarios penetrado por convicciones funcionariales”.

En fin, como conclusión: para responder con propiedad, matiza Schmitt, existe “una dificultad específica, provocada por continuas interferencias entre las categorías jurídicas y las sociológicas”. Al cabo, se trata de “algo inevitable, pues la pregunta (recuérdese su tenor literal: ¿por qué los secretarios de Estado alemanes siguieron a Hitler?) afecta a un grupo de personas cuya especificidad sociológica consiste en su formación jurídica y en desarrollar una actividad que obedece a criterios jurídicos. Por otra parte, las dificultades lingüísticas y terminológicas de este ensayo son enormes debido a la ambigüedad e incluso a la equivocidad de las palabras legal y legalidad. Soy perfectamente consciente de todo ello y pido comprensión si en algunos puntos mi respuesta parece degenerar en una exposición académica”.

A uno le viene a la cabeza la idea de que la convicción de superioridad intelectual nunca se exhibe de manera tan cruda como cuando se arropa con el celofán de la humildad. El bueno de Kempner debió sentirse sobrepasado y ordenó la libertad del cautivo.

Debe precisarse que, salvo el segundo de los cuatro informes, todo obedeció a un encargo de la fiscalía. De Robert Kempner personalmente.

 

  1. El libro cuenta con una suerte de introducción, “Carl Schmitt en el centro penitenciario de Nüremberg” (páginas 13 a 58), donde se cuentan los detalles. Fue redactada por Hermann Quaritsh en julio de 1999 en Speyer, sede de la Escuela de la Alta Función Pública, para decirlo en términos que en España pueden admitir parangón. Es el autor asimismo de las llamadas “Aclaraciones” de páginas 157 a 165.

 

  1. Y, last but not least, el lector se encuentra -páginas 167 a 197- con un ensayo de José Luis Villacañas -un regalazo- con el rubro de Epimeteo cristiano, Un elemento de autocrítica, de José Luis Villacañas, que destaca lo que en las manifestaciones de Schmitt, las respuestas a los tres interrogatorios y los cuatro documentos escritos, hay de autobiografía -y de arrepentimiento: estamos no sólo ante un cristiano sino también ante un católico-, bien que ciertamente muy maquillada. La referencia a Epimeteo (“el que ve más tarde”, por contraste con Prometeo, “el que se anticipa”) tiene por objeto subrayar ese rasgo: el descuidado Schmitt, el poco precavido, el que en sus trabajos corrosivos contra el régimen de Weimar (“Teoría de la Constitución”, o “El guardián de la Constitución”) no había reparado en lo lejos que se podría terminar llegando en el espanto.

 

  1. Schimitt sobrevivió hasta 1985, cuando no le faltaba mucho para cumplir los cien. Un poco más y casi acaba siendo testigo de la caída del muro y la reunificación.

 

Su albacea intelectual fue Joseph Heinrich Kaiser (1921-1998), Catedrático en Friburgo desde 1955. En el libro se le cita varias veces con agradecimiento.

No hace falta decir que a lo largo de los dos textos de Helmut Quaritsh (páginas 13 a 58 y 157 a 165) se encuentra uno con muchos nombres propios. Entre otros, Robert Kempner y Karl Loewenstein por supuesto, e igualmente los que se han mencionado de Hans Heinrich Lammers -cuya función al lado de Hitler fue objeto del tercero de los cuatro informes-, Werner Weber, Hjalmar Schacht y Ernst von Weizsäcker. Pero no sólo. Por el relato desfila lo más granado de la sociedad alemana de aquélla época, con excepción (y notable, por cierto) de los empresarios -los donantes, sin los que nada se explica-, que están por así decir como ausentes.

  1. No estamos ante un libro fácil para quienes no sean iniciados en la historia de Alemania y de Europa. Historia intelectual.

Y también historia política: del 8 de mayo de 1945 se acaba de celebrar el 75 aniversario, lo que ha dado pie a muchas evocaciones.

 

 

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