Escribir se parece a muchas cosas, a casi todas las que queramos. Escribir es un baile, una protesta, una investigación, un encuentro, una meta, una tortura… Pero esto no es más que retórica. Por eso resulta tan gratificante cuando una comparación va más allá de las palabras que encajan, porque es sencilla como una verdad: escribir es pasear. Y viceversa. Esto lo viene a decir Miguel Ángel Ortiz Albero (Zaragoza, 1968) siguiéndole el paso a Peter Handke (Griffen, Austria, 1942). Y lo hace en Un andar sosegado, el libro que Fórcola publicó el pasado mes de octubre.

Ya al principio nos advierte el autor de su falta de propósito: «No hay nada que esperar. Y en ausencia de sucesos, en esa falta de acontecimientos, no queda sino caminar, cubrir un trecho, andar a buen paso». Nada ocurrirá en este libro salvo la duración en una trayectoria que hace, de manera coherente, círculos sobre sí misma.

Entonces es cierto, escritura y paseo se hermanan con una facilidad pasmosa, y podríamos enumerar las razones que así lo justifican. Pero lo hacen mucho mejor autores como William Hazlitt, Robert Walser, María Zambrano e incluso Ludwig Wittgenstein. Y también otros tantos que en este libro, hacia el final, se nombran. No es nada nuevo, pero hay que seguir alrededor de esta idea como un satélite, así que cada generación se apoya en anteriores y lo cuenta a su modo. Y como no hay nada mejor que pasear excepto, tal vez, hacerlo acompañado por alguien que lo ame igual que uno, Ortiz Albero está de camino con Peter Handke, el Premio Nobel de Literatura de quien recupera toda la bibliografía y la pone al servicio de una narración cuyos hitos de paso son los subtemas principales: estar en camino, saber mirar, avanzar en espirales, recuperar la nitidez de la infancia, interpretar menos. Dejarse llevar, en definitiva, por senderos y páginas.

El autor dialoga incesantemente con los protagonistas de esos libros. Como Parsifal, personaje de El juego de las preguntas, que «camina hacia atrás y se para una y otra vez», alejándose cada vez más de su lugar de partida –así lo hace el propio Handke–. O Filip Kobal y su anhelo de estar afuera cuando estudia en el internado y dibuja ríos. También dialoga con el propio Handke cuando es personaje de sí mismo y conversador, y así las pinceladas de algunas impresiones nos llevan al encuentro del autor austríaco con Peter Hamm o el documental In the Woods. Might Be Late, de Corinna Belz, en el que él camina por el jardín de su casa. Así es Un andar sosegado, un deambular por el propio jardín, que parece ser para Ortiz Albero la relectura de estas obras.

El contenido es inevitablemente atractivo, cada capítulo se inicia con una cita de Handke que abre el pensamiento y se mantiene una coherencia formal sólida a lo largo del libro. Pero es cierto también que en ocasiones el tono de la prosa asciende para tratar de conquistar una lírica («Andan, dice el vendedor, sencillamente descalzas esas gentes. Sencillamente. Descalzas, las gentes, como también (…)») que no parece necesaria por vía explícita: ya está presente en el tema y la cadencia. Se comprende la intención enfática, pero la insistencia termina a veces por desorientar a quien lee. Ocurre lo mismo con el uso de algunas reiteraciones cuya sinonimia directa rompe el hechizo («Pero siempre solo. Nunca junto a otras personas»).

Es innegable el brillo de esta lectura de Handke y la inclusión de autor y lector en la mímesis del recorrido. El libro es, en efecto, un andar sosegado que invita no a pensar de manera rigurosa, sino a otro tipo de placer: el de dejarse llevar, tomar este u otro sendero para continuar con una reflexión mientras no sabemos a dónde vamos (y no hace falta). Es también un llamamiento a la calma en acertadísimas combinaciones del Nobel: «Las palabras deben tener tiempo para estar en camino hacia el otro» y «La única iluminación que he tenido hasta ahora (…) es la lentitud» son uno de los ejemplos más felices.

A veces Ortiz Albero desvela la relación de Handke con sus personajes a través de un gesto: según le cuenta él mismo a Herbert Gamper, arrancaba con tenazas las señales de lugares en el camino; así también –aunque con navaja– Andreas Loser en El chino del dolor. Y completa el ademán el autor de este libro cuyo verbo más repetido puede que sea deambular, aunque también están el vagar, el vagabundear y el aprender, porque «Caminar es aprender, aprender en soledad», y «ojalá que todo perdure: el camino, el cuerpo, la trama, el viento y el trazo silencioso de los lápices. Ojalá».

 

Miguel Ángel Ortiz Albero. Foto de Marta L. Lázaro

 

 

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