Johann Peter Hasenclever, Trabajadores ante el Ayuntamiento (1849)

 

  1. El año 1848 no figura entre los que los españoles tenemos por señalados, y eso que el siglo XIX se mostró pródigo en ellos: 1808, el 2 de mayo; 1812, Cádiz; 1814, retorno de Fernando VII; 1820, Riego; 1823, los Cien Mil Hijos de San Luis; 1833, muerte del Rey; 1836, La Granja; 1839, Convenio o incluso Abrazo de Vergara; 1854, vicalvarada; 1866, San Gil; 1868, Gloriosa; 1873, Primera República; 1874, Pavía; 1876, Constitución canovista. Y así hasta el 98 -no hace falta decir de qué centuria-, como punto de llegada -el desastre– de tantas calamidades. En 1848, sin embargo, todo fue anodino: si acaso, cosas tan rutinarias, casi banales, como la aprobación de un Código Penal (recuérdese que desde 1995, hace menos de tres décadas, cuando entró en vigor el actual, ha sufrido cuarenta y nueve reformas: es decir, casi dos por año, y eso siendo materia vedada a los Reales Decretos-Ley, que tiene mucho mérito) o una revuelta de los reaccionarios catalanes -dicho sea con perdón por el pleonasmo-, entonces llamados matiners, porque acostumbraban a madrugar más que el promedio de los habitantes de la piel de toro. En efecto, aprobar un Código Penal y ver a los del noreste en pie de guerra contra el progreso resultan, vistas las cosas con ojos de hoy, fenómenos recurrentes y con los que hay que contar cotidianamente. Si acaso un día no los tuviésemos, las echaríamos en falta.

Pese a ello, 1848 fue un momento importantísimo, en el que detonaron -en toda Europa- fenómenos que llevaban gestándose desde longa data y que, sobre todo en el terreno de las ideas políticas -de las mentalidades, si queremos hablar en términos sociológicamente más representativos-, iba a marcar un antes y un después: de tiempo amarillento o plano, nada de nada. Justo al contrario.

Recuérdese que fue el 21 de febrero de ese 1848 cuando, en Londres, se publicó un panfleto de veintipocas páginas, El Manifiesto Comunista, llamado a fundar una doctrina que iba a merecer un lugar propio la historia. Aparte de la frase inicial del Preámbulo (“un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”), que pudiera ser tildada de propagandística, lo que viene a continuación se presenta con hechuras mucho más serias, porque se trata de una explicación integral del pasado. “La historia de la sociedad hasta ahora existente es la historia de la lucha de clases” y las clases que hoy tenemos son la burguesía (la clase dominante) y el proletariado (la oprimida). Con una diferencia: “Al contrario de cuantas clases sociales le precedieron, que tenían todas por condición primaria de vida la intangibilidad del régimen de producción vigente”, sucede que la burguesía “no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social”. Los autores, Karl Marx y Friedrich Engels, explican, con tono de denuncia, a dónde ha terminado llevando la industrialización, en la que el trabajador se halla obligado a “venderse a trozos” y degenera “en un simple resorte de la máquina, de la que sólo exige una operación mecánica, monótona, de fácil aprendizaje”. Y con una llamada a “la inmensa mayoría” a poner coto a eso: “El proletariado, la capa más baja y oprimida de la sociedad actual, no puede levantarse, incorporarse, sin hacer saltar, hecho añicos desde los cimientos hasta el remate, todo ese edificio que forma la sociedad oficial”. A estas alturas, bien entrado 2024, ya no existe la URSS, pero la República Popular China, que se basa en esos planteamientos ideológicos, está viva y muy viva.

 

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También en España hubo aportaciones intelectuales de postín. Me refiero al discurso de Juan Donoso Cortés en el Congreso de los Diputados en 4 de enero de 1849, sin el que no se entienden las reticencias ante la democracia que luego mostraron Cánovas y sobre todo Franco. El Marqués de Valdegamas resume los acontecimientos del recién concluido 1848 en Francia y en Roma con las siguientes palabras:

“Señores, desde el principio del mundo hasta ahora ha sido una cosa discutible si convenía más el sistema de la resistencia o el sistema de las concesiones para evitar las revoluciones y los trastornos, pero afortunadamente, señores, esa, (…), en el año de gracia del 48 ya no es cuestión de ninguna especie, porque es cosa resuelta; yo, señores, si me lo permitiera el mal que padezco en la boca, haría una reseña de todos los acontecimientos desde febrero hasta ahora que prueban esa aserción, pero me contentaré con recordar dos. El de la Francia, señores; allí la Monarquía, que no resistió, fue vencida por la República, que apenas tenía fuerza para moverse; y la República, que (igualmente) apenas tenía fuerza para moverse, porque (sí) resistió, venció al socialismo.

En Roma, que es otro ejemplo que quiero citar, ¿qué ha sucedido? ¿no estaba allí nuestro modelo? Decidme, si vosotros fuerais pintores y quisierais pintar un modelo de rey, ¿encontraríais otro modelo que no fuera su original Pío IX? Señores, Pío IX quiso ser, como su divino maestro, magnífico y dadivoso; halló proscritos en su país y les tendió la mano y los devolvió a su patria; había reformistas, señores, y les dio reforma; había liberales, señores, y les hizo libres: cada palabra suya fue un beneficio; y ahora, señores, decidme, ¿a sus beneficios no igualan, si no exceden, sus ignominias? Y en vista de esto, señores, ¿el sistema de las concesiones no es una cosa resuelta?”.

 

Carl Wilhelm Hübuer, Los tejedores de Silesia (1844)

 

Donoso Cortés entiende que la alternativa no está entre la libertad -el móvil de los revolucionarios- y el mantenimiento del statu quo, sino que la opción es sólo entre dos situaciones, ambas igualmente dictatoriales:

“Así, señores, la cuestión (…) no está entre la libertad y la dictadura: si estuviera entre la libertad y la dictadura, yo votaría por la libertad, como todos los que nos sentamos aquí. Pero la cuestión es esta, y concluyo: se trata de escoger entre la dictadura de la insurrección y la dictadura del Gobierno; puesto en este caso, yo escojo la dictadura del Gobierno, como menos pesada y menos afrentosa.

Se trata de escoger entre la dictadura que viene de abajo y la dictadura que viene de arriba; yo escojo la que viene de arriba, porque viene de regiones más limpias y serenas; se trata de escoger, por último, entre la dictadura del puñal y la dictadura del sable; yo escojo la dictadura del sable, porque es más noble”.

Recuérdese que estábamos en plena época de Narváez, que en medio de las tormentas del 48 -palabras literales de Benito Pérez Galdós, que calificó así el primer Episodio Nacional de la cuarta serie, escrito en 1902- había recabado poderes extraordinarios para afrontar la situación, con el resultado de que el éxito le habría sonreído. Ahora, el 4 de enero del año siguiente, el orador concluye dirigiéndose a los Diputados del otro bando, los llamados progresistas:

“Señores, al votar nos dividiremos en esta cuestión y, dividiéndonos, seremos consecuentes con nosotros mismos. Vosotros, señores, votaréis como siempre, lo más popular; nosotros, señores, como siempre, lo más saludable”.

 

Jean-Victor Schnetz, Lucha frente al Ayuntamiento (1830). Detalle

 

Donoso no mentó la palabra democracia ni tampoco habló como tal de comunismo, pero el fondo de su mensaje resultaba inequívoco: no hay que ceder la primera trinchera -la democracia, o sea, el sufragio universal, al menos el masculino-, porque lo que inexorablemente viene más tarde es lo segundo, el comunismo. Cánovas (escaldado, además, por el fracaso del sexenio) lo tuvo claro en 1876, con el matiz de que, en lugar de una dictadura, lo que entendió que había que montar era una apariencia -razonable- de democracia. Franco, entre 1939 y 1975, participó del mismo planteamiento aunque, a la hora de concretar los mecanismos, se anduvo con menos miramientos.

Pero si hay un lugar donde 1848 marca un cambio de época en lo intelectual es Alemania: no en vano allí se habla de Vormärz -el período histórico inmediatamente anterior: antes de marzo se refiere, por supuesto, a marzo de ese preciso año-, cuando habían confluido dos corrientes anteriores profundísimas. Una de ellas era la Ilustración, bastante poco conocida por cierto en España, con estrellas como Alexander Gottlieb Baumgarten (Berlín, 1714-Frankfurt del Oder, 1762), padre nada menos que de la estética; Johan Joachim Winkelmann (Stendel, 1717-Trieste, 1768), sin duda el fundador de la historia del arte y de la arqueología como rama del conocimiento; y, en fin, Gotthold Ephraim Lessing (Kamenz, Sajonia, 1729-Brunswike, 1781), autor del drama Nathan el sabio, sin el que no se entiende la idea de tolerancia.

La segunda corriente que vino a confluir en Vormärz es, por supuesto, el romanticismo, nacido como una reacción contra la invasión napoleónica, y por extensión contra las ideas de la Revolución Francesa -el racionalismo universal, por así decir-, pero que acabó convirtiéndose en una ideología de afirmación nacional y de liberación. Si hay que seleccionar a alguien son los hermanos Grimm, Jacob (Hanau, 1785-1863) y Wilhelm (ídem, 1786-1859): sus criaturas de ficción -La cenicienta, La bella durmiente o Blancanieves- han conformado la mentalidad de generaciones posteriores en toda Europa. Son marcas mucho más poderosas que la más profunda de las reformas constitucionales, incluida precisamente la non-nata de San Pablo de Frankfurt.

Y, en lo que a Francia concierne, resulta obligado, puestos a hablar de literatura de la buena, hacer mención con la debida reverencia a la novela por excelencia sobre 1848, escrita veinte años más tarde por el gran Gustave Flaubert (Ruán, 1821-Croisset, 1880): La educación sentimental, la historia del joven Frédéric Moreau, enamorado de una mujer mayor, y a quien el maestro de Normandía colocó como espectador privilegiado de aquellos acontecimientos. Quizás no ha sido tan determinante en el marco mental de la gente como Madame Bovary (y es que Emma constituye competencia desleal), pero no en vano la elogió tanto George Sand y luego Émile Zola. Un respeto, en suma.

 

Honoré Daumier, Rue Transnonain, 15 avril 1834.

 

  1. De los cambios -las dinámicas de la vida, por así decirles- puede con carácter general afirmarse, aunque sea pintando con una brocha muy gorda, que suelen obedecer a un ciclo en que todo empieza con la ciencia -se descubre algo que mejora la vida-, lo cual tiene consecuencias -a veces, negativas- en la gente y en todo caso modifica las mentalidades, en el sentido de que, por ejemplo, pasa a considerarse intolerable lo que hasta entonces era el pan nuestro de cada día. Y sólo en tercer lugar viene, en su caso, la incidencia sobre el sistema político, lo que llamamos revoluciones: la gente (siempre o casi siempre, con el detonante de una crisis concreta: la subida del precio de los alimentos u otros productos de primera necesidad, en el ejemplo típico) se tira a la calle y a veces consigue derrocar a los gobernantes.

Christopher Clark, conocido sobre todo por Sonámbulos, su profundísimo libro sobre los orígenes de la Primera Guerra Mundial, es un creyente en esa manera de ver las cosas, como confiesa en este nuevo libro en página 330, al hablar, en tono de denuncia, de “un plano de causalidad que, en ocasiones, se pierde de vista cuando pensamos en las revoluciones como consecuencia de causas remotas (ciclos económicos, destilación y refinamiento de ideas) y los acontecimientos próximos (la aparición de un cartel que anuncia una resurrección, un disparo accidental, una masacre que transforma el estado emocional de una ciudad). Entre lo remoto y lo próximo hay un pleno intermedio de causalidad: la acumulación de tensiones políticas, el endurecimiento del lenguaje, el desplome del consenso y el agotamiento de compromisos, la aparición de cuestiones insidiosas: una dinámica política que no vive en años ni (tampoco) en horas, sino en meses y semanas”. El medio plazo, en suma: lo que en 1949 nos explicó Ferdinand Braudel sobre el mediterráneo de Felipe II.

En la primera mitad del siglo XIX se dieron todos esos fenómenos de una manera especialmente intensa (y acelerada): el progreso tecnológico, plasmado en el ferrocarril, dio lugar, en uno u otro grado según los lugares y con tal o cual ritmo, a la industrialización -consecuencia y también causa- y su correlato, la urbanización: el tránsito en lo económico de lo agrario (y una sociedad rural) a lo industrial (y urbano). Unos fenómenos que coexistían con unos sistemas políticos obedientes a los esquemas de Viena de 1815 -o sea, el Antiguo Régimen-, si acaso retocados en 1830. Y, por si faltaba algo, hay que añadir lo que pudiésemos llamar el problema de los mapas: las actuales Alemania e Italia se encontraban fragmentadas y en los dos sitios había mucha gente que quería la unión.

Dado que el primer sector que se industrializó fue el textil (acordémonos de Manchester y la máquina de vapor), no es de extrañar que fuesen los tejedores de la seda los primeros que mostraron su descontento: en Lyon en 1831, recién llegado Luis Felipe de Orleans al trono, y también en 1834, así como en Silesia -a la sazón, una parte de Prusia, hoy en Polonia- en julio de 1844. Y eso por no hablar de los conflictos de Galitzia (entonces, Imperio austríaco) en 1846, sobre todo acerca del régimen de la propiedad de la tierra. En fin, hay que recordar que en 1846 y 1847 se desató una crisis agrícola muy intensa, de la que lo sucedido en Irlanda con la patata fue solo una de sus manifestaciones. Todas las piezas parecían estar a punto de estallar en mil pedazos.

 

Philippe Auguste Jeanron, Retrato de Filippo Buonarotti.

 

Lo de 1848, en síntesis, se veía venir, porque, aun partiendo de perspectivas diferentes (y por tanto con objetivos distintos), la insatisfacción resultaba universal: había un grave problema social (que recogió en 1845 el propio Engels en su libro sobre la situación de la clase obrera en Inglaterra), un problema político, porque los regímenes se sostenían, en el mejor de los casos, sobre un sufragio muy censitario; un problema de falta de libertades individuales, sobre todo, del derecho a la expresión; y, ya el remate, un problema territorial. La tormenta perfecta, con la circunstancia añadida de que en aquella ocasión, precisamente por lo limitado del derecho de voto, no existían partidos tal y como hoy los conocemos. Se daba una auténtica conjunción astral que sólo podía terminar en una explosión, por mucho que, como a veces sucede, luego las cosas no se terminaran concretando en nada sólido y menos aún a mediano término. Recuérdese, por poner ejemplos del presente más cercano, la primavera árabe de 2010-2011 (las fotos de la plaza Tahir, en El Cairo, están en la cabeza de todos), de la que nunca más se supo. O, en España, y en el mismo 2011, la imagen e la Puerta del Sol con tiendas de campaña y la irrupción de la nueva política, con partidos que, apenas doce o trece años más tarde, se han volatilizado. Si la vieja política daba entonces muestras de agotamiento, lo cierto es que la nueva ha sido flor de un día: visto y no visto, que suele decirse. En 2024 lo que estamos contemplando es, sí, algo parecido a una resurrección del bipartidismo de toda la vida, tan sorprendente -milagroso, incluso- como la del mismísimo Lázaro o incluso la de Jesús de Nazaret. Desde Heródoto sabemos que, a poco que se gane perspectiva temporal, las cosas se explican por ciclos: todo va y viene.

Pero vayamos ya al libro que constituye el objeto de estas líneas, y que obviamente empieza con unos mapas. Las diferentes partes del texto no se estructuran con base geográfica, sino que lo hacen secuencialmente, a reserva de una Introducción de alcance general (páginas 19 a 32), donde se anuncia el contenido de lo que viene después; a saber:

– Capítulo 1, “Cuestiones sociales”, páginas 33 a 116. El autor lo explica así:

“Este libro se inicia con el precario mundo social de la Europa anterior a 1848, una época en la gran mayoría de la población debía adaptarse a una serie de cambios inminentes. El nexo entre malestar social y revuelta política era profundo, pero no directo. Además, las protestas de índole económica y el escenario de una penuria social extrema generaron una polarización política que contribuyó a configurar las lealtades de quienes hicieron o heredaron las revoluciones de 1848”.

– Capítulo 2, “Conjeturas de orden”, páginas 117 a 197:

“El universo político en el que estallaron dichas revoluciones no estaba estructurado por compromisos irrevocables y firmes, ni por sólidas identidades partidistas. Los europeos de aquella época emprendieron recorridos muy idiosincráticos por un archipiélago de argumentos y cadenas de pensamiento, es decir, estaban en movimiento y siguieron estándolo durante y después de las revoluciones de mediados de siglo”.

 

Angelo Inganni, «Piazza Duomo, Milano»

 

– Capítulo 3, “Confrontación”, páginas 199 a 298:

“Los conflictos políticos de las décadas de 1830 y 1840 se libraron a lo largo de muchas líneas de fractura. No hubo una división binaria, sino una plétora de fracturas que se abrían en todas direcciones. Esto siguió siendo una característica de las revoluciones, que a primera vista parecen increíblemente caóticas y opacas; en cierto modo se parecen a los conflictos que, hoy en día, atraen nuestra atención”.

– Capítulo 4, “Detonaciones”, páginas 299 a 382:

“(…) las revoluciones ¿fueron obra de los revolucionarios o fue a la inversa? Los disturbios comenzaron con escenas de notable dramatismo. El relato de sus inicios debe ayudarnos a entender tanto su enorme fuerza como las características estructurales y vulnerabilidades psicosociales que luego serían su perdición”.

– Capítulo 5, “Cambio de régimen”, páginas 383 a 450:

“(se) reflexione sobre los procesos paralelos que se desarrollaron en los principales escenarios de agitación: la transformación de las ciudades en circuitos palpitantes de emociones políticas, los solemnes enterramientos de los revolucionarios muertos, la creación de nuevos Gobiernos, a menudo bajo circunstancias de extrema incertidumbre”.

– Capítulo 6, “Emancipaciones”, páginas 451 a 514:

“Los revolucionarios de 1848 se vieron a sí mismos como portadores y promotores de emancipación, pero ¿qué suponía esto para los que esperaban lograr la emancipación a través de ellos? Seguir las trayectorias de los africanos esclavizados en el Imperio francés, de las mujeres políticamente activas, de los judíos y de los esclavos gitanos de los territorios rumanos es una forma de medir el alcance y las limitaciones de lo que se logró en 1848”.

 

Enfrentamiento entre insurgentes y soldados en la Breiten Strasse, Berlín, marzo de 1848

 

– Capítulo 7, “Entropía”, páginas 515 a 618, y 8, “Contrarrevolución”, páginas 619 a 738:

“(En ellos) se analizan la curva descendente de las revoluciones y se centran, primero en el debilitamiento gradual de las energías revolucionarias, la difusión del esfuerzo y la secesión del empeño común que fue una característica del verano y el otoño de 1848. Después llega esa larga secuencia de acciones policiales cada vez más violentas que pusieron fin a las revoluciones”.

Y eso por no hablar de lo sucedido, en la propia Francia, en 1851 y 1852: Napoleón III y segundo Imperio, hasta 1870. El período republicano había sido un paréntesis de poco más de tres años, casi como, a este lado de los Pirineos, el Trienio de Riego, que empezó prometiendo un mundo nuevo pero del que en 1823 no quedaba ni rastro.

– Y Capítulo 9, “Después de 1848”, páginas 739 a 800:

“Por toda América del Norte y del Sur, por el Sur de Asia y la costa del Pacífico, las ondas generadas por las revoluciones de mediados del siglo alcanzaron sociedades complejas, polarizaron o clarificaron los debates políticos y recordaron a todos la maleabilidad y fragilidad de toda estructura política”.

– “Conclusión”, páginas 801 a 812. Que termina hablando de hoy:

“Si se acerca una solución se revolucionaria (y parecemos estar muy lejos de una solución no revolucionaria a la policrisis a la cual nos enfrentamos en la actualidad), puede que sea algo similar a 1848: mal planificada, dispersa, desigual y plagada de contradicciones. Se supone que los historiadores deben resistirse a la tentación de verse en las personas del pasado, pero mientras escribía este libro me sorprendió la sensación de que las personas de 1848 podían verse entre nosotros”.

 

Charles Ficot y Jules Gaildrean, Primera sesión de la Asamblea Nacional constituyente en París el 4 de mayo de 1848.

 

Y es que el autor se muestra conocedor de esa verdad lapidaria que proclamó Benedetto Croce: no hay más historia que la historia contemporánea. Sólo sabemos ver el pasado con los ojos de hoy.

Una observación laudatoria sobre el contenido del libro: la economía del lenguaje a la hora de emplear palabras como izquierda o derecha que, sea cual fuere su grado de precisión conceptual, se encuentran hoy tan lastradas por juicios de valor en el lenguaje corriente -y no digamos nada de progresismo– que acaban por no explicar nada. El autor sí habla, y mucho, de revoluciones, de radicales y de liberales. Y también, claro está, de conservadores, pero siempre teniendo cuidado con esas cosas tan delicadas.

  1. Hablando por cierto de palabras y en general de literatura, digamos, para los devotos de la religión galdosiana -gente seria, sin duda- que en el Episodio Las tormentas del 48, que también conviene repasar aprovechando la ocasión, encontramos muchas referencias de interés. Por ejemplo, en la entrada de 14 de mayo (está escrito en forma de diario):

“Los cinco estábamos conformes en que una férrea dictadura de Narváez se nos venía encima. Pronto seríamos sometidos todos los españoles a un duro régimen penitenciario. La tormenta que habíamos visto estallar aquí era no más que un leve desorden atmosférico, anuncio de mayores desastres, y en aquel motín o pronunciamiento, tan pronto sofocado, no debíamos ver más que una centella perdida de la furibunda tempestad que corría por toda Europa. En Francia, gran diluvio que anegaba el trono; en Nápoles, truenos y rayos; en Roma, centellas y exhalaciones que aterraban al Papa, moviéndole a cambiar su política de liberal en despótica; en Hungría, viento huracanado; en Austria, formidable pedrisco que derribaba el árbol corpulento de Metternich, y en las demás naciones, azoramiento y terror por el hondo ruido subterráneo que se sentía, como anunciando terremotos”.

Y antes, el 3 de marzo, hablando de París y poniéndose en el escenario de un nuevo terror como el de Robespierre:

“Las noticias de Francia son cada día más interesantes y en ellas palpita el drama político, tan del gusto de estos pueblos imaginativos y apasionados. La fuga del Rey, las escenas teatrales de la duquesa de Orleáns en las Cámaras, con sus niñitos de la mano; las barricadas, la proclamación de la República, llegan aquí como páginas epilogales del sangriento poema del 93. Es muy comentada, con evidente exaltación de la susceptibilidad española, la noticia de que la Infanta Luisa Fernanda, duquesa de Montpensier, quedó abandonada en las Tullerías al huir toda la familia real; en aflictiva soledad estuvo la pobre niña un mediano rato, oyendo el rugido de las turbas, hasta que se salvó, nadie sabe cómo, pero ello fue por arte milagroso”.

 

Henri Félix Emmanuel Philippoteaux, Lamartine rechazando la bandera roja ante el Hôtel de Ville(1848)

 

Uno de los contertulios (una, para ser exactos) plantea la necesidad de “poner una aduana de ideas en la frontera para que no pase acá la dolencia revolucionaria, ni se nos cuelen en España esas malditas utopías”.

Y poco antes:

“Según parece, en París han puesto la República. Los demonios andan sueltos otra vez por allá; pronto veremos cómo asoman la oreja o el cuerno los diablejos de aquí. Cuidadito, Pepe, con meterte entre revolucionarios. Mira bien con quien andas… (…) no te trates con progresistas, que de ésos sacarás lo que el negro del sermón. Mantente a distancia de los que alborotan, y no te faltarán adelantos en tu carrera… Bien mirado, no porque haya República en Francia hemos de tener aquí Progresismo, que en nuestra tierra sobran medios para poner un dique a la maldad. En Francia no hay Religión, aquí sí, en Francia no hay hombres que expongan su vida por los reyes, aquí los hay”.

Y apenas una semana más atrás, el 26 de febrero:

“Te parece bien que ahora, por seguir aquí el ejemplo de Francia, se nos cuelen en el poder los progresistas, que después de tantos años de oposición deben de traer hambre atrasada”.

La que habla -Sofía, cuñada del protagonista, José García Fajardo- no estaba por contemporizar y de ahí sus palabras de condena a todo lo que no fuese mantenerse en la firmeza:

“Bien dije yo que con este idilio del Papa liberal se habían trastornado los caletres de los políticos españoles. Vino Espartero de Inglaterra, y no supo Don Ramón qué hacer para festejarle. A Olózaga, le levantan el destierro, y hasta le dan indulto al pícaro Godoy. ¿Qué resulta de estas blanduras? Que los progresistas no agradecen el favor, y que al calorcillo de tanta liberalidad la gusanera carlista o montemolinista revive, y ya tenemos a nuestras tropas dando caza a los Tristanys, a Tintoret de Igualada y al Tuerto de la Ratera… todo ello es por haber tomado en serio ese poema católico y político del Papado al frente del liberalismo y de la unidad de la Italia, que en rigor nos importa un comino… Pues ahora, si se confirma el topetazo que anuncian de allende el Pirineo, no sé por dónde van a salir nuestros hombres públicos… Las últimas noticias comunicadas por las torres telegráficas son que en París está el trono patas arriba, y que Luis Felipe salió con las manos en la cabeza”.

 

François-Auguste Biard, Proclamación de la libertad de los negros en las colonias (1849).

 

Y ya para terminar, el 12 de junio, cuando en Francia no sólo la fiesta había terminado sino que las tornas se estaban volviendo:

“Narváez era inflexible, y acordadas las deportaciones, se tapaba el rostro la clemencia, pues en todos aquellos que el Estado maldecía, echándoles de casa, estaba bien manifestar la culpabilidad revolucionaria. ¿Qué sería de un país sin Orden Público? Y como se asegura el Orden Público, sino desprendiendo y arrojando fuera todos los miembros o partes corruptas de la enferma nación”.

Pero las referencias a Don Benito eran sólo un paréntesis. Volvamos a lo nuestro, el trabajo que constituye el objeto de estas líneas.

  1. Particular interés del libro de Clark presenta, por supuesto, la galería de retratos, por así llamarla. Hay un índice onomástico que resulta de muchísima utilidad.

De Italia, por ejemplo, se da paso al lector a un Carlos Alberto de Saboya (Turín, 1798-Oporto, 1849), rey de Cerdeña, duque del Piamonte y príncipe de Carignano, que fue padre del primer rey de Italia, Víctor Manuel II. Y, claro está, a Giuseppe Mazzini (Génova, 1805-Pisa, 1872), alma mater de la Joven Italia y en general del movimiento patriótico.

 

Henri Lehmann, Retrato de Marie Catherine Sophie, condesa d’Agoult.

 

En lo que concierne a Francia, ni que decir tiene que nos encontramos con la ya citada George Sand, pseudónimo de Amantine Aurore Lucile Dupin (París, 1804-Nohant, 1876), que en febrero de 1848 llegó a ser miembro del Gobierno provisional: una auténtica defensora republicana. Y una avanzada, al grado de ser de las primeras mujeres en fumar y, aún más escandaloso, en vestir pantalones.

Obligada es la mención a Alphonse de Lamartine (Mâcon, 1790-París, 1869), del que no se sabe si fue más destacado como escritor -sobre todo, poeta-, como historiador (de la propia revolución de 1848, por ejemplo) o como político: estuvo poco tiempo en esa actividad -entre febrero y diciembre de ese año-, pero le cundió, porque en ese Gobierno provisional no sólo fue el Presidente sino que se destacó promoviendo la abolición de la esclavitud, finalmente aprobada el 27 de abril de 1848. Los retratos quedarían incompletos sin Louis Blanc (Madrid, 1811-Cannes, 1862), igualmente antes de libros de historia (12 tomos sobre la Revolución Francesa, entre otras cosas) y también partícipe en el Gobierno provisional, donde encarnaba, por así decirlo, el ala social, cuyo fruto fueron los talleres de trabajo nacionales, tan discutidos luego.

En fin, hay que poner el foco en Marie d’Agoult (Frankfurt del Meno, 1805-París, 1876), autora, también con un nom de plume masculino, el de Daniel Stern, de otra Histoire de la Révolution de 1848, ahora en dos tomos. En su vida sentimental hubo menos variedad que en la de George Sand, pero sin faltar alguien tan renombrado como Franz Lizst, seis años menor que ella, y con quien tuvo tres hijos: Blandina, Cosima (luego mujer de Richard Wagner, que se dice pronto) y Daniel. Un nivelazo todo.

Si vamos a las tierras germánicas, el libro de Christopher Clark pone sobre la mesa, en primer lugar (¡cómo no!) a Bettina von Armin (Frankfurt del Meno, 1785-Berlín, 1859), nacida Brentano -de hecho, hermana de Clemens, el poeta-, también escritora de las feministas de aquella época. Y con capacidad para incluir en la opinión pública: Este libro pertenece al rey, publicado en 1843, en forma de diálogo entre cuatro personajes (una mujer, la madre de Goethe, un cura y un alcalde), constituyó una dura crítica a la situación de Prusia a la sazón, ya muy lejos del impulso reformista y modernizador de comienzos de siglo. De la tal Bettina hay que recordar además que fue una de las protagonistas de la novela La inmortalidad, de Milan Kundera, nada menos: última de sus obras -1988- en su lengua materna, la checa.

Robert Blum (Colonia, 1807-Brigittenau, 1848) encarnó al político puro: un revolucionario de su época, al punto de que su entrega a la causa republicana le costó ser ejecutado, cuando las tornas se volvieron, con apenas cuarenta años.

 

August Hunger, Retrato de Robert Blum (entre 1845 y 1846)

 

Amalia Struve (Mannheim, 1824-Nueva York, 1862) fue otra aguerrida luchadora -una especie de Mariana Pineda, para situarnos- de marzo de 1848, aunque tuvo la suerte de poder escapar con vida. Suerte que no le acompañó en la salud, porque murió sin haber llegado a completar los cuarenta. Una trayectoria difícilmente separable de la de Friedrich Hecker (Eichtersheim, 1711-Illinois, 1881), otro radical de aquella primavera, al grado de haber dado nombre, en la Selva Negra, al Hecker Uprising de 12 de abril. Una vez al otro lado del Atlántico, tuvo mejor fortuna, porque vivió mucho tiempo. Y no los desaprovechó: llegó a participar en la Guerra de Secesión. Tiene incluso un monumento en San Luis, Missouri.

Y, ya de verdad para terminar el elenco, está Joseph Radetzky (Trebniz, Bohemia 1766-1858). Con más de ochenta años, se puso al frente de las tropas austríacas que defendieron sus posesiones en Italia, hasta llegar a la victoria en Novara el 23 de marzo de 1849. No hace falta recordar que es quien da nombre a la Marcha -musical- de Johann Strauss, que a su vez inspiró en 1932 la famosa novela de Joseph Roth sobre la familia Trotta. Del general Radetzky puede en efecto afirmarse, literalmente, que ha devenido un personaje novelesco.

Todo eso, en cuanto a las biografías. Pero del libro de Christopher Clark hay que aplaudir otra cosa: la gran cantidad de pinturas que reproduce. Y es que si 1848 se ha quedado marcado ha sido (también) por las representaciones gráficas. Por ejemplo:

– Página 25: Johann Peter Hasenclever, Trabajadores ante el Ayuntamiento (1849).

– 79: Horrible masacre en Lyon (1833).

– 90: Carl Wilhelm Hübuer, Los tejedores de Silesia (1844).

– 103: Jan Nepomucen Lewicki, Matanza de Galitzia (1846).

– 205: Jean-Victor Schnetz, Lucha frente al Ayuntamiento (1830).

– 219: Honoré Daumier, Rue Transnonain, 15 avril 1834.

– 229: Philippe Auguste Jeanron, Retrato de Filippo Buonarotti.

– 257: August Hunger, Retrato de Robert Blum (entre 1845 y 1846).

– 357: Enfrentamiento entre insurgentes y soldados en la Breiten Strasse, Berlín, marzo de 1848.

– 387: Carlo Canella, Los cinco días de Milán: barricada cerca de Porta Tosa, 21 de marzo de 1848 (1848).

– 421: Charles Ficot y Jules Gaildrean, Primera sesión de la Asamblea Nacional constituyente en París el 4 de mayo de 1848.

– 436: Leo von Elliot, La Asamblea Nacional alemana en la Iglesia de San Pablo, Fráncfort (1848-1849).

– 453: Louis Stanislas Marin-Lavigne, retrato de Víctor Schoelcher (1848).

– 461: François-Auguste Biard, Proclamación de la libertad de los negros en las colonias (1849).

– 470: F.G. Nordmann, Barricada en la esquina de Kronen y Friedrichstrasse el 18 de marzo, por un testigo presencial (1848).

– 485: Henri Lehmann, Retrato de Marie Catherine Sophie, condesa d’Agoult.

– 516: Henri Félix Emmanuel Philippoteaux, Lamartine rechazando la bandera roja ante el Hôtel de Ville(1848).

– 617: Adolph Menzel, Capilla ardiente por los caídos de marzo (1848).

Sí, también por ese trabajo de recopilación de imágenes merece el autor un aplauso cerrado.

 

Leo von Elliot, La Asamblea Nacional alemana en la Iglesia de San Pablo, Fráncfort (1848-1849).

 

  1. No es de extrañar, por tanto, que el libro de Clark haya merecido en España muchas reseñas y muy elogiosas. Una vez más, sin ánimo agotador y ahora por orden cronológico:

* La lectura, 3 de mayo, Daniel Capó:

“1848, el año en el que Europa creó las claves de su futuro.

Maestro en el estudio histórico, Christopher Clark propone en Primavera revolucionaria una relectura de ese momento crucial en el que las diversas luchas sociales promovieron cambios que todavía determinan nuestro presente”.

* Babelia, 1 de junio, Javier Moreno Luzón:

“Una llamarada europea.

Christopher Clark supera el reto de resumir y reinterpretar las revoluciones que prendieron en Europa en el siglo XIX atendiendo a lo complejo sin renunciar a las generalizaciones.

Uno de los capítulos más logrados se dedica a la emancipación y a sus repercusiones para esclavos, judíos, gitanos y mujeres”.

* El cultural, 7 de junio, Manuel Arias Maldonado:

“Volver a mirar un pasado aún presente.

Este libro seguirá leyéndose durante mucho tiempo y mejor será no retrasar nuestro idilio con él”.

Pero aún más interesantes han sido las entrevistas con el autor, como por ejemplo la de El mundo de 7 de junio, a cargo de Daniel Arjona. Ni que decir tiene que, de nuevo honrando a Benedetto Croce, gran parte del debate consistió en reflexionar acerca de los paralelismos entre las dos épocas. Con la siguiente respuesta en titulares:

“Nuestra ansiedad por la precariedad coincide exactamente con la de 1848”.

Y también:

“La miseria no es suficiente para causar una revolución. Si lo fuera, ocurrirían revoluciones cada día”.

“El liberalismo siempre parece decepcionante, pero es crucial para una vida buena. No hay nada mejor”.

Y con la siguiente presentación:

“Tras Sonámbulos, el historiador se ocupa ahora en Primavera revolucionaria de lo ocurrido en 1848-49, cuando estallaron las revoluciones que anunciaron el mundo de hoy”.

El diálogo de El confidencial el día 17 tuvo como interlocutor a Julio Martín Alarcón y se presenta con las siguientes palabras:

“¿Es usted un burgués pobre acomodado? Las lecciones de 1848”.

Así las cosas, “el historiador Christopher Clark repasa e su nuevo libro el período en el que Europa se vio sacudida por numerosas revoluciones y las similitudes de esa época con el momento actual”.

A estas alturas, resulta difícil ser original, pero tal vez quepa una pregunta: ¿no estamos acaso ante algo parecido a lo que, ciento veinte años más tarde, fue, también en París, mayo del 68 (tampoco hace falta precisar de qué siglo)? Mucha gente en la calle a voz en grito, pero lo cierto es que al final De Gaulle siguió en su sitio: lo que Ferdinand Braudel llamaba “perturbaciones de superficie”. Cosa distinta es la repercusión en las mentalidades, la longue durée, porque a partir de entonces cambió el marco mental dominante: la alteración no se quedó precisamente en lo superficial.

Y, en buena medida, cabe pensar que lo de 2010-2011, ya referido, no fue sino un eco retardado de lo de 1968.

  1. Llega la hora de concluir. El libro es voluminoso: mapas aparte, cuenta con más de ochocientas páginas de texto y otras cien largas de notas a pie de página. El “índice onomástico y semántico” consume cuarenta y cinco más. Total, casi mil.

Son cifras disuasorias, sin duda. Pero, si se vence la pereza inicial, acaba uno alegrándose muchísimo. ¡Ánimo!

 

Adolph Menzel, Capilla ardiente por los caídos de marzo (1848)