Postal de la Rue Saint-Maur a comienzos del siglo XX. Colección F. Fleury

 

No son infrecuentes las ocasiones en las que la historia de una ciudad, o de un país, se narra, con sus corsi e ricorsi, y con la dosis de ficción que al juicio libre del autor se le antoje necesaria, a través de una familia, que personifica –encarna, por así decir- todo el devenir de una época en ese lugar: una estirpe que resulta representativa, si se quiere. La literatura en alemán ofrece muchos y buenos ejemplos: así, Los Buddenbrock, de Thomas Mann (1901), sobre la famosa dinastía de comerciantes de Lübeck, entre 1835 y 1877; o La marcha Radetzky, de Joseph Roth (1932), acerca de los Trotta de Viena bajo el Emperador Francisco José (1848-1916); o, en fin, Los Effinger, de Gabriele Tergit (1951, con reedición en 2019), con el subtítulo expresivo de Una saga berlinesa: expresivo, sí, pero, para decirlo todo, con una cierta impropiedad, porque el origen de la saga donde se ubicaba era en Baviera, en un pueblo pequeño.

Este libro se inscribe en esa línea, pero con dos peculiaridades. Primero, su objeto no es una familia, sino muchas: todas las que vivieron en un edificio, además muy grande y poblado, lo que dificulta el trabajo, porque amplía su objeto. Y segundo, no se ha escrito con concesiones a la imaginación, porque se trata de un concienzudo estudio histórico. La autora se lo ha currado bien.

Tenemos que situarnos en París y en concreto en su parte noroeste: distritos 10 y 11. No es una zona de glamour ni propiamente céntrica. Fue de esos barrios que a partir de la segunda mitad del siglo XIX acogieron inmigrantes, a veces de la Francia rural. Pudiera calificarse ahora como un área poco turística y mal conocida, aunque el brutal atentado de Bataclan en 2015, hace diez años, la volvió a poner en el punto de mira.

 

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Si acercamos el zoom un poco más, lo centraremos en el edificio del número 209 de la rue Saint-Maur. Cuenta con una puerta desde (y hacia) la calle, pero, una vez dentro, con lo que uno se topa es con un gran patio, del que a su vez parten cuatro escaleras, cada una de ellas a su vez con acceso a seis plantas. Hasta las obras de reforma de finales  de siglo XX, estaba dividido en apartamentos muy pequeños y cutres: la toilette se encontraba en el pasillo y había que compartir el uso. Y, en cuanto a duchas, ni eso. Tenía un propietario único –desde su construcción por un tal Augustín Agnellet en el remoto 1851, o sea, casi bajo los efectos de la revolución de marzo de 1848 y con el Segundo Imperio en ciernes: la ciudad del Balzac de su última época, para entendernos-, de suerte que los usuarios eran inquilinos, en número de varios cientos. Y más aún cuando en 1889, en plena Tercera República, se amplió.

En página 31 se afirma que había ciento ochenta domicilios, “en los que, en 1926, vivían trescientos veintitrés habitantes; trescientos cincuenta y uno en 1930; y trescientos treinta y siete en 1936”. Casi lo que se dice un pequeño pueblo. Si se quiere, el escenario de una película de René Clair.

Y, claro está, “es un edificio de personas humildes”. En páginas 31 y 32 se contiene la lista de los oficios, entre los que “había empleados de las PTT, de los grandes almacenes Le Bon Marché, de Prefectura, de los ferrocarriles; un tendero, dos mecanógrafos, una estenógrafa para los Magasins Réunis,  una cajera, una contable,…” En suma, trabajadores. Y con un origen geográfico diverso, porque París era entonces un foco de atracción para el mundo entero. En el censo de 1936 figuran “varios extranjeros rumanos, dos belgas, un ruso, un turco, una mexicana casada con un español, y también, más numerosos con los años, polacos (…). En total, en (ese año) casi un tercio de los vecinos eran foráneos”. De los polacos, la mayoría eran judíos y de lengua yidis, dicho sea para redondear el estereotipo.

 

Vecinas del edificio en los años setenta del siglo pasado

 

Así se mantuvo el inmueble hasta hace, en efecto, veinticinco años, a finales del siglo XX, cuando se vendió a un fondo de inversión o figura semejante –buitre o no buitre-, que se deshizo de los arrendatarios (u okupas, porque para entonces ya había de todo) y reformó –y mejoró- la distribución interior, dando lugar a viviendas más amplias, para a su vez colocarlas en el mercado a personas pudientes, con los comercios convertidos en lofts para pijos bohemios: lo que se llama la gentrificación.

La autora del libro, con un nombre bíblico tan sonora como Ruth, cuenta hoy con poco más de cincuenta años y su genealogía proviene de uno de esos árboles, como confiesa desde el principio. Página 13: sus abuelos llegaron de Polonia “a mediados de los años treinta”. Y de ahí su interés –cualquiera diría incluso obsesión- por ese entorno urbano y esos linajes, muy en singular la época de la ocupación, de 1940 a 1944. Y en particular la redada del Velódromo de Invierno, el trimestre famoso Vel  d´Hiv, de 16 de julio de 1942. Se ha tomado la molestia de localizar a los (pocos) supervivientes que quedan (entonces niños y ahora ancianos venerables) y sobre todo a sus hijos y nietos, a los que ha visitado, en Israel o en Nueva York, por ejemplo. De ahí una película de 2018, y ahora, en  soberbia traducción a la lengua de Cervantes, este libro. Un esfuerzo que merece un aplauso sin límites a ella  -una parisina de postín: un ejemplar firmado, diríamos- y también a la Francia que abrió los brazos a sus ancestros, como lo hizo con tanta gente: Yves Montand, Sylvie Vartan, Charles Aznavour, Jorge Semprún o Georges Moustaki, que cualquiera tendría como arquetipos de lo gabacho, casi como la Place der Lices de St-Tropez, resulta que en realidad eran de fuera. Lo que se dice dominar de ese arte tan difícil que es la integración del que viene de lejos: le nouveau típico de las aulas escolares, siempre sometido a escarnio.

En suma, el libro es una historia de París de los últimos ciento cincuenta años, aunque a través de los avatares de las familias que vivieron en ese edificio. Un tiempo con muchas guerras civiles, porque, con unos u otros nombres, eso fueron el segundo Imperio (con los “irreconciliables” en el otro lado: ver página 75) la Comuna de 1871, el affaire Dreyfus a partir de 1895 y, por supuesto, la ocupación con sus colaboracionistas, sus resistentes y sus mediopensionistas, con prórroga en el período que se conoce como La Purga, entre la liberación en agosto de 1944 y la de Berlín el 30 de abril de 1945 (y eso por no hablar de lo sucedido en Argelia entre 1954 y 1962 y también más tarde). Una historia a través de las vidas cotidianas de personas corrientes y molientes –lo infraordinario, que diría Georges Perec-, con amores –con papeles o sin ellos- y desamores, a veces incluso descendiendo hasta el cotilleo, lo que, sobre todo en Francia, el país de los folletines del siglo XIX, empezando por el mismísimo Madame Bovary, tiene su morbo. Con personas con ganas de recordar o incluso de rebuscar en los recovecos familiares y otros cuyo mayor esfuerzo consiste en lo contrario, en olvidar, empeñados en eso que se llama “el pacto de silencio”, o con palabras actuales, “la justicia transicional”. Y, por debajo de todo eso, una sociedad cada vez menos desigual para las mujeres (muy locuaz lo que se narra en página 50: la hija de la portera del inmueble no sólo estudió sino que devino profesora: ya se sabe que fue allí donde se inventó la educación como ascensor social) y sobre todo una colectividad con una capacidad ilimitada de asimilar el hecho de que, pase lo que pase, la vida sigue. Página 165, sobre el año 1916: “París continuaba siendo París y me pregunto si los soldados de permiso sentirían desconcierto en la calle, aún repletas de todas las expresiones de una vida que seguía adelante contra viento y marea”. O páginas 233 y 234, acerca del período posterior a 1944 y 1945: “tantas personas, los niños de aquella guerra, aprendieron a crecer, a vivir, como si fuera normal, como si la locura y las desdichas pudieran relegarse al fondo de las cabezas, al menos durante el día. Por la noche, la cosa cambiaría; nadie era testigo de ello. Pero, durante el día, en apariencia, en el exterior, la vida continuaba: se estudiaba, se tenían hijos, se vivía… ¿qué otra cosa cabía hacer?”.

 

Placa a la memoria de los habitantes del edificio deportados entre 1941 y 1944. Wikipedia

 

Antes de las conclusiones, debe decirse que del período 1940-1944 en París contamos en España con los libros de Fernando Castillo, que sabe combinar como nadie la erudición y la amenidad, y ello tanto en los análisis de las psicologías individuales –el árbol- como en el bosque o las visiones de conjunto. Pero la obra que estamos glosando aporta muchísimos datos de interés, sobre todo en lo que tiene que ver con las organizaciones, así fuese una u otra su obediencia: por el texto desfilan la LVF (Sección de voluntarios franceses); el Ejército Secreto (página 310: “Una agrupación de varias organizaciones de la Resistencia”); la OSE (Oeuvre de secours aux enfants, “una asociación dedicada a ayudar a los niños y a brindar asistencia médica a los judíos perseguidos”, que “rescató a varios miles de niños perdidos durante la Segunda Guerra Mundial”: página 320); el RNP (“un partido colaboracionista, fundado por el exsocialista y ultrapacifista Marcel Déat. Defensor de un régimen fascista y totalitario, y de la colaboración en la Alemania nazi, que abogaba por la protección de la raza: página 355); o la FTP-Moi (“Francotiradores y Partisanos- Mano de Obra Inmigrante”: página 378).

Las palabras “memoria histórica” (o, peor aún, “memoria democrática”) se emplean hoy con frecuencia en el debate político y mediático español  -bien se sabe que entre nosotros, la guerra civil y el franquismo son el pasado que no pasa- con ánimo de atacar por tal o cual flanco al adversario político de turno: no debe extrañar que entre los historiadores serios esas palabras despierten escaso entusiasmo, para decirlo con palabras suaves. La ocupación alemana de París juega en Francia, para la opinión pública actual, un papel similar: los debates encendidos sobre la extrema derecha sólo se explican en ese contexto tan viciado. Así las cosas, de este libro se debe decir que está escrito con pasión: la autora no hace el menor esfuerzo por mostrarse equidistante (aun sin ser desde luego una sectaria). Pero eso no le quita el menor interés a cada uno de los párrafos de las 464 páginas. Leerlo es, entre otras cosas, una gozada y no sólo un aprendizaje sobre lo que es, guste o no, la condición humana.

 

Ruth Zylberman. Foto de Bénédicte Roscot