Foto de William Klein
En la conferencia llamada “El tiempo”, que Borges dio en la Universidad de Belgrano en 1978 y que se compiló en Borges oral (1979), recuerda un verso de un poema de Tennyson: “El tiempo está fluyendo en el medio de la noche”. Explica —mientras recurre a los postulados sobre la eternidad; los números de Bertrand Russell; las teorías metafísicas y místicas y la noción de San Agustín de la creación del tiempo ex nihilo y dominadora del hombre— que mientras todo duerme, el tiempo continúa su discurrir por “los campos, los sótanos, en el espacio, entre los astros”.
En 30 de febrero y otras curiosidades sobre la medición del tiempo (Ediciones Godot, 2018), Olivier Marchon parece haber escrito no tanto un libro sobre el tiempo, como un periplo de sus desvaríos. El tiempo —físico o metafísico, variable, medible o relativo— dispone de la impunidad como uno de sus atributos más importantes: nada hay que no pase por él, y sin embargo, no está sujeto a ninguna ley más que a la propia ni se somete a juicio o castigo. Los que lo han definido y ajustado a reglas humanas son un caso aparte. Marchon, en lugar de ordenar, cronometra el desorden; en lugar de medir, registra el disparate de quienes intentaron medir. Allí donde los físicos construyen modelos para contener el flujo del mundo, Marchon reúne errores, caprichos, reformas fallidas, días que nunca ocurrieron o que ocurrieron dos veces, como si el tiempo fuese más una farsa administrativa que una categoría ontológica.
Borges, en aquella conferencia, imaginaba el tiempo como una criatura insomne que fluye mientras dormimos. Marchon, sin embargo, nos muestra lo contrario: que no fluye solo, que su curso ha sido constantemente interrumpido y que ha sido reformado a conveniencia. Stalin decidió en 1929 que las semanas tuvieran “cinco días, para luchar contra el opio del pueblo: fuera de sincronía con respecto al ritmo de la semana tradicional de siete días, la nueva semana elimina todo respeto del Sabbat y del reposo dominical cristiano”, dice el autor. El tiempo, en tanto convención, es permeable a correcciones y arreglos que no necesariamente lo corrigen o lo arreglan, más bien lo enmiendan con parches y contradicciones. Marchon da ejemplos concretos como en “El año de 445 días y el nacimiento del calendario juliano” y da cuenta de las luchas políticas y religiosas en la reforma gregoriana a través de la frase del astrónomo Johannes Kepler: “Los protestantes prefieren estar en desacuerdo con el Sol que estar de acuerdo con el papa”. Si el tiempo continúa su marcha aún cuando todo duerme, también lo hace atravesando las marcas erráticas que le han dejado los hombres: una línea que zigzaguea entre supersticiones, decretos y delirios de control. Entre Borges y Marchon se abre un abismo sutil: uno se detiene en el misterio ontológico del tiempo, el otro en la tragicomedia de sus medidas.
Pero Marchon no se burla de aquellos errores sino que los presenta con una ironía suave, casi compasiva. Como si los hombres, aún emperifollados de poder absoluto no fueran otra cosa que inocentes criaturas engañadas por el tiempo. Como si supiera que el deseo de crear un calendario perfecto, de tachar el desorden del cosmos con líneas rectas y exactas, de bosquejar la cuadriculada prolija de los meses, fuera también un gesto trágicamente humano. Finalmente, los hombres, aunque inescrupulosos a la hora de traficar el tiempo, son en primera instancia las víctimas de su rigoroso paso. Al leer 30 de febrero, uno recuerda que el tiempo se sufre, se sobrevive, se posterga. Lo que el libro revela es que incluso nuestras formas de organizar ese sufrimiento —el cronograma, el reloj, el feriado— están siempre al borde del delirio. Es que, aunque no lo diga, el problema con el tiempo encierra un problema mayor: el tiempo está más allá de nuestro entendimiento. Borges dice que “el problema del tiempo nos toca más que los otros problemas metafísicos. Porque los otros son abstractos. El del tiempo es nuestro problema. ¿Quién soy yo? ¿Quién es cada uno de nosotros? ¿Quiénes somos? Quizás lo sepamos alguna vez. Quizás no”, pero el tiempo jamás, porque al pensar en él se abren nuevos interrogantes sobre el pasado, el futuro, la eternidad o la memoria.

Jorge Luis Borges
En ese sentido, 30 de febrero no pretende ser un libro de divulgación científica. Cada entrada y cada anécdota—la Asociación del Transporte Estadounidense quejándose porque cada “Estado, condado o ciudad podía aplicar a su antojo la hora de verano”, obligándolos a atravesar un sinfín de husos horarios en pocos kilómetros; la “línea de cambio de fecha” que dejó a los samoanos con un día menos en 2011 o el pronóstico del cataclismo informático en 2038— funciona como una miniatura absurda, un aleph temporal donde la política, la religión y la astronomía chocan sin solución de continuidad. Son objetos teóricos que, como el tropo de la sinécdoque, designan el todo por la parte, siendo cada uno de ellos un postulado de la eternidad. O mamushkas infinitas, que contienen y son contenidas.
He citado a Borges y he nombrado El aleph y aun así algo queda de borgiano todavía. Es la colección de anomalías del mundo real que ofrece Marchon, que se parecen a la naturaleza arbitraria de las taxonomías que propone el argentino en “El idioma analítico de John Wilkins” (Otras inquisiciones, 1952). Si Borges dice que “no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural”, Marchon parece darle la razón enumerando cada sinsentido bajo el ambiguo encabezado de “Tiempo”: “que ciertos años han durado 445, 385 0 251 días, que determinadas fechas han sido suprimidas del calendario, que otras fueron agregadas, que Francia jamás abandonó la hora impuesta por los alemanes en 1940, que los etíopes festejaron el año 2000 en 2007”.

Olivier Marchon