Corpus Barga
Mediados de los sesenta (siempre tenemos que referirnos a esa década, parece que en ella pasó todo o nos pasó casi todo), descubría yo a Corpus Barga en una primera edición española de sus riquísimos tomos de memorias. Antes o después había leído en separata de Son Ardemans“El hombre raro de Getafe” -gran atención de Camilo a los hombres del exilio-, que era un muy original reportaje literario sobre Silverio Lanza, aquel monstruo entre Nietzsche de los madriles y Solana sin cuadros o Cajal sin inventos (digno de figurar en Las 37 baladas de la historia del progreso, de Enzensberger, mausoleo de raros e inventores.
Sobre Corpus, escribí en seguida un artículo, y él me respondió desde la Universidad de San Marcos, de Lima, de cuya Escuela de Periodismo era director. El otro día, en un estreno, me ha preguntado una espontánea:
– ¿Por qué los profesores de la Escuela de Periodismo de Madrid no son periodistas?

Francisco Umbral, retratado por su mujer, España Suárez, en los años 70.
Y yo qué sé, tía. Las cartas de Corpus Barga eran minuciosas de letra y anécdota, creo recordar que en tinta roja (por casa las tengo, entre el ordenado desorden de mi imposible correspondencia literaria, que, como dice el poeta y cátedro Jorge Urrutia, nunca dará, por mi culpa, un epistolario FU/JU). Yo había descubierto en Corpus eso que me ha fascinado e interesado siempre: el escritor sin género que escribe prodigiosamente. Como todo escritor sin género, Corpus se había acogido primero al periodismo literario (y cosmopolita) para vivir –Juan Ramón, el exigentísimo, le publicó en una de sus autorrevistas un reportaje sobre un vuelo en el primer autogiro-, y luego a los diarios y memorias personales o generacionales, que son los gratos refugios del escritor sin género, desde Saint-Simon a Josep Plá.
Primeros setenta. Corpus viene y completamos el ritual literario del noviazgo epistolar con una amistad personal de paseata y cháchara. Yo iba a buscarle algunas tardes a casa su sobrino Barga, periodista, que vivía esquina a Ortega y Gasset, y paseábamos por Goya y merendábamos en Neguri (dorados tiempos del tardofranquismo en que uno podía pasearse por el barrio de Salamanca, incluso con un rojo exiliado y regresado).
-Mire usted, Umbral, en el Tenorio hay frases para todo. Es un compendio de la vida española.
Angelito Úbeda nos hacía las fotos. Corpus era un viejo de sombrerete duro, zapatillas de fieltro para andar por la vida, parla fascinante, corcova y enfisema, con algo de prestamista bondadoso, que no prestaba nada, sino que lo daba todo. Aparte en esta general y paulatina recuperación de la España otra que estamos llevando a cabo (mientras los épicos dicen que no se recupera nada y se pierde todo), le toca esta misma tarde, en el Ateneo, a Corpus Barga, con Rosa Chacel, de reina de tan austeros juegos florales: el motivo es la salida del último tomo de las memorias de Corpus (interrumpidas, ay, por aquel enfisema, que el se sujetaba con la mano vieja valiente para hablar conmigo).

Corpus Barga en los años sesenta
-Tengo ochenta años y me gustan las mujeres igual que a los veinte, Umbral. Esto no se pasa nunca.
Un día pareció descalabrado y con la calva alarmante esparadrapos, que se tapaba con el sombrerito duro, hasta que llegábamos a Neguri y se lo quitaba, y entonces él parecía mi abuelo y yo el nieto Valleinclanesco que le había tirado por la escalera: por la escalera se había caído, pero sin ayuda mía ni de Valle.
Los críticos españoles, para que no les tachen de atolondroapresurados, le dieron su premio cuando andaba más allá de los ochenta. Corpus, en sus tardías y pobladísimas Memorias, se lanza una escritura libre, modernísima, en plena memoria involuntaria y proustiana que no prescinde del testimonio histórico (Aguilerón por Alberto Aguilera), más la delicia arcaizante de los titulillos fuera de caja. He querido mucho a mis abuelos familiares, pero tanto o casi he querido más a mis abuelos literarios, sobre todo aquel señoruco descalabrado, ahogante, fabuloso prosista en zapatillas, al que saqué algunas tardes a tomar el sol invernizo, breve y tardío, que era el sol de su gloria justa en la injusta España.
(Este artículo fue publicado en el El País, el 27 de noviembre de 1979)