Foto de Michael Kenna. El Gran Canal de Venecia, 2019

 

ELLA CAMINA EN LA BELLEZA, COMO LA NOCHE

 «…una modesta existencia en una modesta ciudad… Parar, retirarse, no estar disponible para nadie nunca más, meterse para siempre en un engranaje de acontecimientos minúsculos y siempre iguales, bajar a comprar la leche, hablar con el frutero, sacar la bolsa de la basura.»

 

Perderse. [Una guía sobre] El arte de perderse, de Rebecca Solnit, lo releo estos días. Cuando aún queda verano, aún quedan días libres que sin embargo parece que no servirán para nada: ni para esa «última escapada» que ofertan hoteles y agencias, ni para finiquitar todas esas tareas absurdas, mínimas, que deberían quedar liquidadas antes de insertarnos de nuevo en la rutina y que sin embargo no provocan el sencillo bienestar que inspira bajar a comprar la fruta y charlar con el frutero.

Reflexiono sobre la idea de perderse hoy, de perderse de ese modo del que habla, escribe, Solnit. Ya no es posible perderse: cómo vamos a perdernos en un mundo lleno de teléfonos móviles que están a su vez cargados de aplicaciones con las que se llega a todas partes y todo el mundo llega hasta nosotros, y conectados por un sinfín de torres de antena que afean el paisaje y suscitan la desconfianza de los que están cerca, pero sin los que ninguno sabemos vivir. Vuelvo «de vacaciones», vuelvo «de viaje», con la sensación de no haber hecho nada ni haber ido a ningún sitio. Dice Solnit que «no perderse nunca es no vivir, no saber cómo perderte acaba contigo, y en algún lugar de la terra incognita que hay entre medias se extiende una vida de descubrimientos». Me quiero quedar con esta frase que trasciende la terra física y el «descubrimiento» material y entra en el ámbito de la metafísica. Viajar, dicen, nos cambia. De todo viaje, dicen, volvemos transformados. Quizá no sea para tanto, pero es cierto que las fotos que hemos guardado en ese maldito teléfono ultraconectado, nos (pobres seres ajenos a lo último de la tecnología y sus manejos) más honestos que otros (que lo saben todo sobre los filtros y los posados, las trampas, en fin, que supondrán para ellos miles de likes en Instagram y desatarán la envidia colectiva, sea esta más o menos extensa) quedarán ahí para dar fe de que fuimos, vimos, y vivimos.

 

Fruttero & Lucentini

 

El eterno debate del viajero frente al turista, ya lo hemos visto, es irresoluble. Larvado en el XIX, creció a lo largo de todo el siglo XX hasta hipertrofiarse, y la globalización que tuvo lugar en sus últimos años lo ha convertido en nuestra tumba como civilización. Si dices que ahora es imposible ir a cualquier parte te miran como si fueras un esnob de la peor calaña, porque tú eres un turista igual que ellos.

Disfruté enormemente Grand Hotel Europa de Ilja Leonard Pfeijffer (Ed. Acantilado) por cómo aborda este tema: rigor y humor a partes iguales, con un punto irreverente que hace saltar en pedazos la corrección política. Cierto que se me hizo un poco densa la trama de la búsqueda de los Caravaggios, que en mi opinión cae en muchos momentos en la pedantería y que llega a aburrir si, como yo hice, se lee el libro solo por entretenimiento. En El amante sin domicilio fijo, sin embargo, no tuve esa sensación. Como mucho, la misma que me provoca Charada, maravillosa película que (como casi todo el mundo) he visto un millón de veces y que siempre, sin excepción, llega a un punto en el que esa trama en espiral me supera y me obliga a desconectar. El amante… se lee con mucha más facilidad que Grand Hotel, tanto que me he sorprendido preguntándome al menos una vez en cada capítulo cómo han conseguido esos dos escribir un libro donde no «se ve la raya». Me explico: en una labor de punto, si uno deja de tejer en un momento dado y otra mano distinta retoma la labor, se percibirá una línea que delata la existencia de dos manos, o de dos pares de manos, porque el punto es más flojo o más apretado, diferente. Como traductora, no he aceptado nunca una traducción a cuatro manos, es decir, hecha a medias con otro traductor. Que nadie lo tome como un acto de prepotencia, porque no lo fue. Sencillamente, no me veía capaz de acomodarme a un modo de trabajo en el que tienes que ponerte continuamente de acuerdo con otra persona en cuanto a decisiones de traducción, porque cada maestrillo tiene su librillo, porque ello obliga a que exista una figura que unifique todo esto, y al final el resultado es una especie de cadavre exquis donde todo será, quizás, perfecto, como un cuerpo pasado por la cirugía estética, pero a mi modo de ver siempre tuvo, tendrá, menos alma. Naturalmente, también de esto hay gloriosos ejemplos.

Dicho lo cual, no sé cómo lo hacen Futtero & Lucentini, y mi sorpresa es mayor cuando no se trata de una traducción, un espacio creativo donde la imaginación y la fantasía están acotadas de suyo, sino de una novela, un espacio creativo infinito e ilimitado. Sin duda su capacidad de simbiosis y entendimiento es tal que ya la quisieran para sí la mayoría de los matrimonios y muchas sociedades empresariales. Pero lo que nos interesa ahora es que el libro es magnífico. He leído una edición nueva y cuando llevaba diez páginas tuve que ir a mirar en qué fecha se había publicado la primera: 1986. Un momento en el que nada se oponía a la inteligencia, el humor, o la crítica mordaz. Un momento, también, en que empezábamos a hablar de la pobre Venecia y el futuro negro que la esperaba, pero aún había un hueco en que posar el pie, comercios de los de siempre y un lugar en la barra del Harry’s Bar.

 

Foto de Kit Young. Venecia, 2023

 

El amante… es un libro con turistas paletos que viajan en grupo (claro, hablamos de Venecia), de jóvenes alelados, de gays amaneradísimos con batín de raso y de señoras entradas en años con ganas de marcha, al estilo de la serie The White Lotus. Un libro donde se llama a todo por su nombre y dédalo a un laberinto: y esto, sí, lo eleva por encima de tantos otros libros aunque parezca un detalle menor. Un libro tan entretenido como profundo, con una traducción extraordinaria que no huye de los adverbios terminados en -mente (¡esa tendencia de ahora, de decir que todo es «de forma tal»!) ni aplana adjetivos para quedar bien y unificar. La búsqueda y análisis de cuadros para subastas y ventas millonarias no tiene nada que ver con los excesos de Grand Hotel Europa: no es tan complicada, ni tan profunda, ni tan culta ni tan extensa, y la forma en que se fragua la textura de la novela, el modo en que se trenza, solo contribuye a mejorar la lectura. La trama no se la desvelo, aunque voy a darles un aperitivo: si son admiradores o simples seguidores de las historias del Judío Errante, del Fausto, de El maestro y Margarita de Bulgakov o de Sympathy for the Devil de los Rolling Stones, la encontrarán aún más entretenida que yo, fiel al realismo más galdosiano.

Con todo, más que la trama magistral, el lenguaje mordaz, el estilo siempre preciso y atinado y la originalidad de la composición en sí, con esos personajes a caballo entre el tópico y el señor —o la señora— a quien uno conoce de toda la vida, lo que me ha conquistado son los párrafos donde la descripción se convierte en reflexión, la filosofía parda se eleva a universal, lo usual puede ser vulgar pero también egregio, si uno mira bien, y una buena historia casi siempre compone un buen libro. Sin olvidar los escenarios, naturalmente: el principal, Venecia, la república Serenissima, y otros menores, como si fueran actores secundarios: esos palacios donde se celebran cenas de gala, esos hoteles donde aún no se alojaba el turismo de masas: el esplendor que queda, junto a la decrepitud incipiente que acecha a las antiguas fortunas. Y ahora sí, me preparo, con resignación, para quemar lo que queda de agosto, y me despido con uno de los párrafos que he subrayado y que, como muestra, es un botón perfecto:

«La resignación no es una antigualla de curas y damiselas, sino el arte delicadísimo de moverse entre los burdos extremos del todo y la nada, el único yoga capaz de desarrollar la inteligencia, el único kárate que permite madurar y, por tanto, sobrevivir entre los palos que te lloverán a lo largo del camino.»

 

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Fruttero & Lucentini, El amante sin domicilio fijo

Editorial: Siruela Nuevos Tiempos

Traducción: Natalia Zarco

 

Franco Lucentini (1920-2002) y Carlo Fruttero (1926-2012) se asociaron en la inmediata posguerra, cuando se conocieron en París. En Turín se convirtieron en editores de Einaudi, donde tradujeron por primera vez al italiano a Borges, Beckett, Salinger o Robbe-Grillet. Unidos por su pasión por la ciencia-ficción y los cuentos de fantasmas, editaron juntos varias antologías, y así nació la firma Fruttero & Lucentini. Aunque debutaron un un libro de poemas, el primer gran éxito les llegó con La mujer del domingo (Siruela, 2024)