¿Qué leían/leí en el Transiberiano?

Tras haber cumplido uno de mis sueños, que no era otro que mejorar mi relación de amor con los ferrocarriles invirtiendo cuatro días de mi vida en recorrer los más de 4.200 kilómetros que separan Moscú de Irkutsk, para tres días después meterme otras veinticinco horas desde la ciudad del lago Baikal y Ulán Bator, la capital de Mongolia, puedo asegurar que, porcentualmente, al menos el 25% de los allí presentes en algún momento del viaje leímos. Por razones bélicas, y por la complejidad de atravesar Rusia sin acceso a internet ni cajeros automáticos, en todos los trenes, y salvo dos turcos y una china, el resto de los cientos de viajeros eran rusos o de las extintas repúblicas socialistas soviéticas además de mí. Por lo tanto, poco puedo decir de lo que allí leían salvo que no parecían ser, afortunadamente, libros de autoayuda. En mi caso, leí sin satisfacción Yo navegue con Matellanes, de Stuart Dybek, cuando el que tampoco tocó mi punto g fueron los diálogos entre Foucault y Deleuze titulados Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones. Eso sí, para quitarme el mal sabor de boca tuve que recurrir a Adiós a la filosofía, de Ciorán, que aún me acompaña en mis trayectos tanto ferroviarios como aeronáuticos. Queda a la espera una recomendación de mi buen amigo Telúrico: el Yo y tú de Martin Buber, entendiendo que viajar debe ser el momento adecuado para que el humanismo y el hacerte preguntas sean lo habitual. Sobre todo, si perplejo, asistes, como a mí me ocurrió, a la verbena natural de las escasas noches de junio, donde no lejos del círculo polar ártico las noches se hacen mañana a las dos, y el cielo, rojizo, se refleja en una niebla que más bien parecieran nubes lisérgicas que dejan ver el inmenso verde de la estepa siberiana. Como me olvidé en Madrid Chevengur, de Andréi Platónov, no os puedo decir nada de un libro que me recomendaron de manera prolija y que tendremos que leer cuando regrese a España. Pero bueno, podría asegurar que el exceso de traqueteo, el relajamiento ante las invitaciones de vodka y el interés por los sublimes paisajes me dejaron algo lejos de poder denominar a mi viaje a través de Rusia como un viaje literario. Otra vez será. 

 

 

 

Literatura coreana (del sur).

 

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Ante la censura, la nula transparencia informativa, y que los productos norcoreanos no suelen exportarse –mucho menos los libros–, nos vamos a centrar en Corea del Sur para tratar de entender el cierto boom por sus escritores, que si ya llevaban años siendo conocidos en numerosos catálogos de editoriales españolas y países hispanos, tras la concesión del pasado Nobel de Literatura a la escritora Han Kang, natural de Gwangju, la cosa ha subido, literalmente, como la espuma. Y claro, Han Kang es hoy la abanderada con el ramillete de obras que de manera absoluta suelen verse en cada una de las librerías de España. Como ejemplos, La vegetariana y La clase de griego, que sin disponer de datos oficiales se barrunta que por unos pocos de miles, al menos, se habrían vendido ambos trabajos. De Un-su Kim, autor de masas en Corea, también nos ha llegado su novela Los planificadores. Otros libros que se han dado a conocer traducidos al español son: La gallina que soñaba con volar, de Sun-Mi Hwang; Tengo derecho a destruirme, de Kim Young-ha; y Pachinko, de Min Jin Lee. Lo que debe quedarles claro es que si a Japón le quitarás a Murakami, la literatura de autores vivos coreanos ha superado, contra todo pronóstico, a la japonesa, cuando la China sigue lejos, a su ritmo. 

 

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El sake en la literatura.

 

 

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Al sake lo llaman la seda líquida. Y en el mundo de la literatura también ha tenido su espacio. Por ejemplo, el autor Hiromi Kawakami, y en su obra El cielo es azul, la tierra blanca, convierte a sus personajes principales en bebedores de cerveza y, sobre todo, de sake: un bebida que se extrae del arroz fermentado, en procesos similares a los de la cerveza y el vino, donde la graduación no suele superar los 18 grados, y que por ello nada tiene que ver con los clásicos licores de alta graduación. El nihonshu –que así es como se le llama en Japón– es una bebida agradable que en España sólo se consume en restaurantes japoneses. Yo, en algún momento de máxima lisérgica, decidí, antes de una cena con sake, adquirir en una librería de Shibuya una edición en inglés de Mil grullas, novela del inmenso Yasunari Kawabata con el que, sin la menor duda, me haría encantado tomarme una botella de Sake, a poder ser de la zona de Fukushima.

 

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