- La diosa Clío propende a ponerle a los conflictos bélicos (y en general a casi todo: las revoluciones, por ejemplo) una fecha de inicio y otra de terminación. En lo nuestro terrible de los años treinta se suele hablar, respectivamente, del 18 de julio de 1936 (“el 18 de julio”, a secas: no hace falta decir de qué año) y del 1 de abril de 1939 (“En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo…”). Y, en lo que hace a la segunda guerra mundial, el calendario se muestra igualmente preciso: 1 de septiembre de 1939 (invasión de Dantzig, en Polonia, por Hitler) y 15 de agosto de 1945 (rendición de Japón, después de las bombas del 6 sobre Hiroshima y el 8 sobre Nagasaki).
Pero bien sabemos que en realidad las cosas no se muestran nunca así de taxativas. Los conflictos detonan, sí -la toma de la Bastilla tuvo lugar el 14 de julio de 1879, sin duda-, pero sólo después de haberse estado gestando desde mucho antes y sin que resulte fácil ubicar en el calendario cuándo se puso fatalmente en marcha lo que acabó estallando ese preciso día. Y lo mismo cabe decir que lo que son los finales: que las armas pasen a callar en el frente de batalla no quiere decir que todo pase de súbito a ser pacífico y que de la noche a la mañana los ganadores y los perdedores hagan el milagro de que sus cerebros olviden lo sucedido. Las postguerras -las digestiones, las resacas o como se las quiera llamar- suelen ser también dramáticas.
Es justo en la segunda guerra mundial donde ahora hemos de poner el foco, porque constituye el objeto del libro que va a ser tratado en estas líneas. Una materia ciertamente trillada, como suele decirse. No existe batalla (Stalingrado es solo una de ellas) que no haya dado lugar a trabajos de toda suerte. Y ¡qué no decir del cine! Los cañones de Navarone, El día más largo, El puente sobre el río Kwai o El hundimiento son películas que cualquiera tiene en la cabeza.
Con tamaño volumen de información, no puede extrañar que las fechas canónicas -las citadas: 1 de septiembre de 1939 y 15 de agosto de 1945- hayan pasado a constituir materia de controversia.
- Un clásico como Anthony Beevor, en su obra general sobre el conflicto, aparecida hace una década, remonta el origen de la contienda a julio de 1937, cuando el Imperio del Sol naciente decidió incursionar en China.

También hay quien, como Manu Leguineche en su famoso libro de 1995, subraya la continuidad desde la contienda española y pone el foco en lo sucedido el 26 de abril de ese mismo año 1937: “La Segunda Guerra Mundial (con mayúscula las tres, por cierto) empezó en mi pueblo, Guernica. Así lo aseguró el embajador de Estados Unidos en Madrid, Claude Gernade Bowers, en 1954 en su libro Misión en España. El bombardeo, por primera vez en la historia, de una ciudad abierta le sirvió a la fuerza aérea alemana para ensayar sus aviones y sus bombas”.
Pero, bien mirado, ese revisionismo sobre el día del inicio de la tragedia no es una novedad de los últimos tiempos. Fue ya en 1946 cuando Jesús Pabón publicó su libro en el que argumentaba que todo se explica por los cuatro virajes que tuvieron lugar entre 1934 y 1939 y que se terminaron llevando por delante lo felizmente acordado en Locarno en 1925 para cerrar las graves heridas, políticas y más aún económicas, de Versalles: A) El Tratado franco-soviético de asistencia mutua de 1935, que quebró la amistad de los galos con sus vecinos alemanes: B) las sanciones de Anthony Eden por el pleito abisinio, que pusieron término a la entranteangloitaliana; C) El eje Roma-Berlín, cuya víctima fue la relación italofrancesa; y D) El conocido como Pacto germano-soviético (Ribbentrop-Molotov, por ponerle nombres de personas físicas) de 23 de agosto de 1939, que hizo inviable que los alemanes siguieran siendo amigos de los ingleses. Cuatro virajes -la palabra ha hecho fortuna-, así pues: el francés, el británico, el italiano y el alemán.
Tampoco faltan visiones en sentido inverso, que explican que el conflicto sólo puede ser calificado propiamente de mundial en un momento muy posterior a 1 de septiembre de 1939, porque hubo que esperarse a 1941 para ver a Estados Unidos, Japón y la URSS entrar en escena. Es el caso, por ejemplo, del reciente y muy recomendable libro -en francés- de Olivier Wieviorka, Histoire totale de le Seconde Guerre Mondiale.
Opiniones hay, en suma, para todos los gustos y de ninguna de ellas cabe predicar que carezca de (una parte de) razón.

Firma del pacto germano soviético de no agresión: Gaus, Ribbentrop, Stalin y Molotov, en el Kremlin (23 de agosto de 1939)
Y eso sin contar con que, puestos a ser rigurosos con el calendario, habría que distinguir país por país. Francia no se vio ocupada hasta el 10 de mayo de 1940 -o sea, muchos meses más tarde de septiembre de 1939: una suerte de tiempo muerto al que se le calificaba en tono burlón como drôle de guerre, guerra de broma o, si se quiere, de pacotilla-, pero las raíces de lo sucedido entre esa fecha de 1940 y el 25 de agosto de 1944 -la liberación de París: toda una fiesta-, que en realidad se trató de una guerra civil entre gabachos, no se explica sin lo que allí había venido gestándose desde 1936. Chaves Nogales fue quien puso los puntos sobre las íes: si “los ciudadanos no se asesinaban unos a otros -como habían estado haciendo gozosamente los españoles-“ fue sólo “por pura y siempre dificultad material, por la sencilla razón de que la gendarmería no había perdido su eficacia y faltaba el margen de impunidad que es indispensable a los héroes de las guerras civiles”. Y es que ya desde 1936 se habían “hecho imposibles en Francia todas las funciones normales de la ciudadanía”.
- Algo parecido puede observarse en lo que concierne a la determinación a punto fijo de una fecha como la final, porque no todos tienen claro que fuese la rendición de Japón lo que marcase el antes y el después (o sea, la guerra fría). ¿No resultó lo más relevante el 7 de mayo de 1945 cuando, en Reims, el Almirante Doenitz firmó la capitulación sin condiciones, rubricada -en presencia de los soviéticos- al día siguiente en Berlín? ¿Cómo calificar la conferencia de Potsdam, celebrada entre el 17 de julio y el 2 de agosto de ese mismo año 1945 (o sea, antes de las bombas de Hiroshima y Nagasaki)? ¿No puede ser visto como un acto propio de la que ya fue la fase posterior, la que llamamos la guerra fría? Más aún: ¿no cabría decir lo mismo incluso de Yalta, que tuvo lugar en febrero, o sea, varios meses antes?
La cosa -volvemos a la reflexión anterior- se complica aún más si descendemos a países concretos, como la Italia ocupada por los aliados -norteamericanos, sobre todo- entre 1943 y 1945 y por tanto ya oficialmente liberada. Los dramas humanos narrados sobre la vida en el Nápoles de esa época por Curzio Malaparte -en base a su propia experiencia como oficial de enlace agregado al Alto Mando- ponen a prueba la línea divisoria entre la guerra y la paz, entendida esta última como la ansiada felicidad. La raya se muestra, sí, muy porosa.
- En síntesis, que, acerca de los dos momentos, el de inicio y también el de finalización, hay opiniones para todos los gustos. Y, rizando el rizo, hay quien ha puesto sobre la mesa la idea de que (así coloquemos ambas fechas más arriba o más abajo), en realidad no hubo una única guerra, sino dos, dado que Noviembre 1942 (tal es el título del recientísimo libro de Peter Englund) fue un auténtico parteaguas, porque en apenas veinte días, el Eje, hasta entonces victorioso, se vio derrotado en el norte de África (Egipto), el Pacífico (Guadalcanal) y la Unión Soviética (Stalingrado) y a partir de ahí la historia empezó (casi) de cero: el viento -un vendaval- pasó a ser otro.

- El libro que estamos glosando de Cuenca Toribio (que en 1986 había dedicado una monografía a la guerra civil española) se publicó por primera vez en 1989, o sea, hace más de treinta años, dedicado precisamente “a la memoria de Jesús Pabón (que había fallecido en 1976), que instara al autor a dedicarse al estudio de la Historia Universal”.
En el Prólogo de entonces, fechado el 19 de junio de 1988, aparte de recoger el hecho obvio de “la oceánica bibliografía sobre la Segunda Guerra Mundial”, se subraya la incidencia en que tuvo en nuestro país: “Aunque España no participó directamente en ella, como ya había sucedido con la Gran Guerra, el conflicto de 1939-1945 incidió con profunda fuerza en el rumbo y destino de nuestro país. Ninguno de sus tejidos vitales quedó sin ser afectado y todos sus habitantes advirtieron con nitidez la transcendencia de los hechos que contemplaban con angustiosa y comprometida curiosidad. Apenas salidos de la mayor tragedia de su historia, intuyeron claramente que al término de la conflagración mundial el punto de inflexión marcado por la guerra civil no habría hecho sino reforzarse, tatuando en sus vidas, como en las de todos los pobladores del planeta, una línea de censura y demarcación como la humanidad no había conocido antes”. Para añadir, a modo de síntesis, lo siguiente: “En efecto, ambos conflictos constituyen las auténticas señas de identidad de las generaciones españolas de los últimos decenios, cuya obra histórica, así como su modelo de convivencia, responde, en buena parte, a la reflexión suscitada en la conciencia colectiva por uno y otro fenómeno. Creencias, pautas de organización económico-social, mores, relaciones de clase, diálogo institucional, discurso literario, normas culturales, todo fue diferente a partir de aquella fecha y en su onda aún nos desenvolvemos, a pesar de que ya empiecen a vislumbrarse, conforme al diagnóstico de algunos notables pensadores, los signos de un nuevo orden, dentro de la inagotable dialéctica de la Historia, integración y diferencia, cambio y continuidad”.
Palabras, se insiste, de junio de 1988, poco antes de que el muro de Berlín se viniera abajo -9 de noviembre de 1989- y de que alguien tuviese la ocurrencia de proclamar, con entusiasmo, que la victoria del orden democrático y liberal era definitiva, al grado de poderse hablar del fin de la historia. Y es ahora, muchos años más tarde, cuando Cuenca Toribio ha decidido dar a la imprenta una segunda edición. El contexto es otro, como se explica en el nuevo Prólogo, fechado en enero de 2023: <<Ante el asombro de las cancillerías y de casi toda la inteligentzia mundial, el orden de la “guerra fría” se resquebrajó irreparablemente con la extinción de la URSS y el surgimiento de los atisbos iniciales de uno multipolar, en el que el Pacífico reemplazaría crecientemente al Atlántico como eje vertebrador de la política y la economía>>. Y es que el autor participa de la conocida tesis de Benedetto Croce de que no hay más historia que la historia contemporánea: por mucho que se nos advierta contra el pecado de incurrir en anacronismos, lo cierto es que el pasado sólo se puede analizar con ojos de hoy. Y lo que tenemos ante nuestros ojos es “el ocaso irremisible de Europa” -y su reverso: “la consolidación del status imperial de China”-, así como “el aplastante triunfo de la revolución tecnológica” han conducido a la pérdida de “su validez y sustancia” de muchos de “los modos y usos, los mores y vigencias sociales establecidas por la victoria de las democracias en 1945”.

- Del libro, de más de 400 páginas, se debe subrayar, con aplauso, el esfuerzo de sistemática que ha hecho el autor, porque cada una de las partes -once Capítulos más un Epílogo- tiene entidad por sí mismo. El I se dedica, por supuesto, a “los orígenes de la segunda guerra mundial” y en él se dedica atención a Versalles y a todo lo que ya sabemos, los famosos virajes: Japón, Abisinia, Polonia y el pacto germano-soviético de agosto de 1939. Lo que viene a partir de ahí es, sobre todo, una secuencia de hechos militares. Se empieza -II- con “las campañas relámpago: Polonia, Noruega, Países Bajos y Francia”. Lo siguiente -III y IV- son otras campañas, las que se califican de “excéntricas”, que son dos: por una parte, “la batalla de Inglaterra y el duelo naval en el Atlántico”; y, por otra, “el desierto”. Así se termina alcanzando el cénit del relato, con “las campañas de Rusia” -V-, “la guerra del pacífico” -VI- y “los grandes desembarcos” -VII-. Y, en fin, el desenlace: “La gran ofensiva rusa de 1944-45” -VIII-; y “Yalta y los horrores nazis” -IX-. Los dos Capítulos restantes tienen ya otras hechuras. El X, “El fin de la contienda y el surgimiento de una nueva era”, donde se dedican epígrafes separados al nacimiento de la ONU, la conferencia de Potsdam y la derrota de Japón. El XI y último, “El legado de la segunda guerra mundial”, dedica atención singular a nuestro país, porque “dada la estructura de su régimen político y la actitud de este durante la Segunda Guerra Mundial, estaba en la naturaleza de las cosas que el final de la contienda dejara también sentir sus efectos sobre uno de los principales países neutrales junto con Turquía y Suecia”. Se expone con detalle la evolución del trato dispensado por los demócratas occidentales al franquismo como consecuencia de la guerra fría -al cabo, el Caudillo era sobre todo un anticomunista-, hasta llegar a los acuerdos con Estados Unidos de 1953, que siguieron al concordato con la Santa Sede de poco antes. De España podía decirse que continous to be different (para mal), pero ya no tanto.
- Acerca de las fuentes (las confesadas, o sea, las que aparecen en las notas a pie de página) llama la atención la cantidad de libros de memorias que el autor ha consultado. No hace falta decir que aparecen reiteradas veces los nombres de Churchill y De Gaulle, así como, en el otro lado, los de Doenitz, Rommel, von Paulus y Speer. Pero no sólo: también nos topamos con Truman y Eisenhower, Presidentes de Estados Unidos que, como es notorio, tuvieron protagonismo en el conflicto. Y además hay referencias a políticos -Adenauer aparte, claro es- que entonces eran jóvenes pero que prometían mucho, como Miterrand o Debré en Francia o Kohl en Alemania. Y eso sin que falten los intelectuales, como Junger, Kennan, Maurois o Madariaga. Aunque la lista es inagotable: Guderian, Montgomery o Mauerheim son sólo algunos.
En cuanto a los historiadores que precedieron a Cuenca Toribio en dedicarse al asunto, no falta, por supuesto, la referencia a Anthony Beevor, aunque sólo a su monografía sobre Stalingrado, cuya versión española apareció en 2005, ante la que el autor tiene -pág. 208- la honradez de descubrirse: “Información, análisis, objetividad y estilo la convierten en un auténtico hito en su muy difícil género. Pocas veces un estudio de sus características se ha visto tan refrendado por el éxito. Las incontables desgracias y las escasas grandezas de una batalla en todo memorable -los más sangrientos del conflicto más excruciante de la historia universal- hallan en su libro un pincel sólo comparable al goyesco de la guerra de la Independencia española. De lectura inexcusable e insuperablemente provechosa para un público culto”. Unas palabras que honran a quien las recibe, pero aún más a quien las pronuncia.
- De los libros de historia que versan sobre todo un período más o menos dilatado, como es el caso, acerca del cual además se cuenta previamente con otros muchos trabajos, se suele decir, con una palabra que felizmente ya no tiene el tono despectivo de otras épocas, que son obras de divulgación, que es justo lo que mejor saben hacer los investigadores británicos. En lo que concierne al asunto que ahora nos concierne, baste mencionar, aparte de Beevor, a Max Hasting, Se desataron todos los infiernos. Historia de la Segunda Guerra Mundial, cuya versión en la lengua de Cervantes apareció en 2013. Y también a Ian Kershaw, Descenso a los infiernos: Europa, 1914-1949, que tenemos disponible en castellano desde 2015. Dos libros soberbios, sí señor. Casi a la altura del de nuestro José Manuel Cuenca Toribio, que se dice pronto.

