Foto de Joshua K. Jackson. Phone Booth. Nueva York

 

Tom Wolfe vestía siempre un traje blanco. Se puso el primero hace sesenta años, por lo que la mención ha dejado de ser un lugar común para convertirse en una tradición a la hora de sus semblanzas. Pero en el traje blanco de Tom Wolfe no había pureza, sino estrategia. De punta en blanco, como Émile Zola, a quien consideraba un maestro, se embarraba “metiéndose en los rincones más sórdidos de la sociedad”, según expresó en una entrevista de 2013. Lo entendía como se entiende un disfraz cínico, un artilugio que le permitía destacar en la fiesta para después prenderle fuego. Wolfe no era tanto un periodista como un testigo de una época que necesitaba de un escritor que capturara las experiencias norteamericanas de posguerra, la obscena década del sesenta, sus drogas y los desbordes de la década siguiente a la que él mismo llamó “La Década del Yo”.

Las décadas púrpura (1982), es un compendio frenético de crónicas, perfiles y relámpagos ensayísticos. Funciona menos como un catálogo que como un campo de experimentación, de cocina de Nuevo Periodismo. Los textos viven. Si previo a la aparición de Wolfe, Hunter S. Thompson y Capote, el periodismo se había vuelto fofo y sin gracia, con crónicas embalsamadas en periódicos complacientes, aquí las palabras y las metáforas se descontrolan como los autos en el gran premio nacional de la NASCAR que Wolfe describe en “El último héroe americano”: “Para gran número de buenos muchachos, un coche veloz era un símbolo que servía para dar marcha y velocidad a la vida misma”. Y hay algo de guerra librándose en cada redacción, con el sonido de la máquina de escribir como de una ametralladora. La guerra del Nuevo Periodismo contra el tedio, la del lenguaje contra la modorra, la de Estados Unidos contra su reflejo deformado.

El título alude a la época dorada de Wolfe como cronista y periodista literario, sobre todo entre las décadas de 1960 y 1980. Y el ojo en la tapa de Anagrama parece indicar su cualidad de voyeur: “¿Cómo puede escribir alguien una línea sobre nada sin salir a la calle?” se preguntó una vez en una entrevista para Medium. En este volumen se incluyen piezas fundamentales que reflejan su capacidad para fundir el reportaje con las herramientas narrativas de la ficción: descripciones exageradas, la intensificación de la experiencia estética, personajes delirantes, diálogos de los modernos de la época (“¡Ya verás cuando veas a los Stones! ¡Ya verás lo sexy que son, son puro sexy!”), onomatopeyas (“Pero, de pronto, todos oyen una sirena y ven la luz roja parpadeando y entonces… ¡Ggggjjjzzzzjjjjjgggggzzzzzziiiiiiong!”), ritmo vertiginoso y un barroquismo estilístico inconfundible. No es, entonces, un libro unitario, sino un mosaico de su universo narrativo, donde desfilan desde la última chica Warhol hasta los dandis del arte pop en sus vernissages neoyorquinos.

 

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Hay algo decadente en su manera de escribir, tanto en el exceso y la autocomplacencia como en la sobreactuación. Wolfe explota sus propias consignas hasta que se agotan o se destruyen y en el proceso se difama a sí mismo y, peligrosamente, va contra los promotores del estilo de vida que nutren su búsqueda. Pero ahí radica su potencia: en el pulso entre la elegancia impostada del cronista y la brutalidad inapelable de lo que cuenta. Wolfe dibuja sus crónicas con un lápiz alucinado sin caer en la trampa del periodista: no va tras la verdad ni la novedad, sino tras el vértigo, las luces de neón de New York, el éxtasis, la mentira. Sin embargo, se toma en serio —quizás más que ninguno— aquel dilema de las redacciones: “¿Le damos a la gente lo que quiere o la gente consume lo que le estamos dando?”

Las figuras que retrata —artistas transformados en mercancía, los muchachos de clases sociales humildes haciendo ruido en sus coches modificados para el malhumor de burgueses resentidos— no tienen profundidad psicológica. Son íconos de una cultura que Wolfe no defiende ni condena, pero que sabe gozar, morder y regurgitar en prosa. Porque Las décadas púrpura, en el fondo, no trata de lo que pasa en Norteamérica sino de lo que sucede en el laboratorio de estilo de Wolfe. Aquí Wolfe ensaya su propia lengua, una mezcla de slang callejero, experimentación con la puntuación y los signos de exclamación y manía tipográfica. Por eso en estos textos no hay templanza de ensayo ni formalidad, sino arrebatos, irresponsabilidad literaria, y en todos ellos es posible ver al mismo Wolfe a merced de su codiciosa búsqueda.

Claro, el libro es también una suerte de manifiesto autobiográfico. Wolfe no solo muestra la cultura americana, sino que, lejos de la modestia y la neutralidad, ensucia su traje blanco molestando, polemizando, convirtiéndose en un bufón del imperio, satirizando. Y porque tiene un traje blanco manchado de barro y sangre, puede —como escribe Joe David Bellamy en el prólogo— “decir que el rey está desnudo”, porque Estados Unidos siempre estuvo desnudo pero nadie fue tan valiente o escéptico como para escribirlo.

 

Tom Wolfe