Foto de Alessandro Chiarini

 

En el transcurso de esta sorprendente existencia que nos ha tocado vivir, tenemos ratos magníficos, ratos buenos, ratos regulares, ratos malos y ratos pésimos; pasamos de reír y sonreír, a estar serios y compungidos, hasta llegar a llorar por las esquinas clamando al cielo y lamentándonos de nuestra suerte, lacerados por heridas más o menos profundas. Al cabo de un tiempo razonable, según la magnitud del descalabro, se puede volver a la alegría si todo se da bien. Si no, mal asunto: Si nos hemos encasquillado en el dolor, o nos hemos quedado encantados lamiéndonos las heridas sin cambiar de tercio, mal asunto.

Quejarse o blasfemar en arameo tiene una función práctica, en su justa medida, como siempre: Nos desahogamos, soltamos el dolor en forma de rabia, explotamos por efecto de nuestra impotencia natural que nos desborda y se nos hace incontestable más veces de las que nos gustaría. Es una descarga provechosa, regenerativa, una ayuda para volver a encontrar el centro de gravedad, el equilibrio inestable que nos mantienen vivos y cuerdos.

Pero hay formas de estar que se sostienen en la queja a modo de banda sonora que acompaña sus escenas vitales. Es un tratamiento corrosivo para el que lo sufre y para el que lo escucha. Se dice, entre otras cosas, que es una “agresión puesta en el Otro” y ciertamente si ese “Otro” te toca ser a ti, es muy seguro que tengas ganas de responder a esa manera de violencia, en tiempo lugar y forma debidas, porque, aunque este envuelta en lágrimas y suspiros puede ser una forma muy efectiva de violencia.

 

Foto de Alessandro Chiarini

 

También puede ocurrir que se caiga en las redes de las lamentaciones y vayas como pollo sin cabeza buscando la manera de callar ese lamento. Una sensación de urgencia se activa dentro de ti, tanto para ver la forma de consolar al doliente, como de terminar con el hechizo triste. Al igual que cuando apagas el ventilador de la cocina, buscas tranquilidad en el silencio. En el bendito silencio, lugar seguro de paz y sosiego.

 Hay personas que cuando contactas con ellas piensas: “a ver cuánto tarda: 3,2,1… ¡ahí está!”. ¡Ay, la queja!

La queja nos dice muchas cosas, además de lo que explicite el discurso: Nos dice que somos mortales e impotentes, nos dice que no tenemos lo que queremos, que estamos frustrados, que nos sentimos víctimas, que la vida es injusta, etc…  Detrás de ese relato se deduce una esperanza inconsciente en que “alguien”, mismamente tú, tiene la posibilidad de solucionarlo, que posee el remedio a sus desdichas, fracasos, frustraciones y desasosiegos.

El peligro número uno en las relaciones, es lo que se espera del otro. Hay mucho peligro en percibir a alguna personas como un ideal admirable: ¿qué salvación? ¿qué redención o que poción mágica quita-miedos, tienen unos y nosotros no?

 

Foto de Alessandro Chiarini

 

Como decía el poeta “aquí no te salva ni dios, lo asesinaron” (Blas de Otero)

A la exclamación de Claudio, el protagonista de «La Vida es Sueño»:

 ¡Ay, mísero de mí! ¡Ay, infelice!…

¿Qué delito cometí/ contra vosotros naciendo?

(Calderón de la Barca)

Se le podría contestar, a ritmo de salsa: “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ¡ay, Dios!” En un alarde de humor burlón, que aún desesperado, siempre permite una sonrisa en el alma.

 

Foto de Alessandro Chiarini

 

Mientras nos quejamos, estamos distraídos buscando fuera lo que solo nosotros nos podemos dar: aceptación cruda y sencilla, esa es la poción mágica, luego ya iremos viendo como nos las apañamos. La queja da voz al dolor, pero el dolor es personal e intransferible, y hay que tener cuidado en no volcar mas de la cuenta en los demás, que cada uno andan gestionando cómo puede entenderse consigo mismo y muchas veces es malamente.

Siempre hay lugar para la compasión, ¡claro que sí!, porque antes o después nos vamos a llevar uno o varios revolcones y sabemos acompañar en el sentimiento porque todos hemos paseado por esos senderos sombríos.

Pero más allá de catarsis del sufrimiento, cuando se queda el lamento instalado en el modus vivendi, hay que ver de que percha está colgado, que es lo que la sostiene. Porque se corre el peligro de que el morbo anide en la herida y convertirnos en apestados, dando la murga sin enterarnos de porque nos estamos quedando aislados. Porque la queja contamina y si queremos estar acompañados, ser escuchados y atendidos, tenemos que medir mucho las dosis y tirar de elegancia mientras nos comemos crudos los sapos que nos hayan caído del cielo.

Puede ser muy interesante, también, poner el punto de mira hacia adentro, incrementar la resolución dando un par de vueltas a la lente de aumento de nuestro microscopio interno, es muy posible que nos encontremos a un enano cabrón que se ha instalado en algún lado de nuestra cabeza y nos está martilleando machaconamente con autocriticas, reproches, insultos, juicios, descréditos, sobre-exigencias, etc. Aturdidos y atontados por tanta agresión interna del maldito intruso que se ha hecho con el control de nuestro ser, negando toda responsabilidad, nos sentimos perseguidos y maltratados desde fuera cuando en realidad, ¡ay!  el enemigo este dentro.

 

El diluvio de ranas de la película ‘Magnolia’ de Paul Thomas Anderson