Benito Pérez Galdós (1843-1920)

 

I

 

No hace falta recordar en qué consiste el período de la historia de España que conocemos como el Trienio Liberal (TL) o simplemente el Trienio: entre marzo de 1820 y octubre de 1823.

Su inicio constituyó uno de los tres momentos “gloriosos” -tres gritos– del siglo XIX:

– 2 de mayo de 1808, contra la invasión napoleónica (y la tolerancia de los reyes y la Corte). Se inicia un movimiento (en rigor, una guerra civil) que cristalizaría en la Constitución de Cádiz el 19 de marzo de 1812. Con final (infeliz) en 1814.

– 1 de enero de 1820, pronunciamiento de Rafael del Riego en Cabezas de San Juan contra el absolutismo de Fernando y en favor de dicha Constitución, con triunfo también en marzo.

– 19 a 28 de septiembre de 1868, “la gloriosa”, contra Isabel II. “Jamás, jamás, jamás” (Prim).

Pero, ojo, lo que abrieron fue sólo tres paréntesis. Dicho de manera dramática, se trató de otros tantos fiascos o gatillazos:

– El primero duró seis años, cuando, al volver de Francia Fernando VII, por el Tratado de Valençay, dictó -tras el manifiesto de los persas- el famoso Decreto de 4 de mayo de 1814.

– El TL se extendió sólo durante tres años (y un poco más), con ocasión de otra invasión miliar desde Francia, aunque ahora reaccionaria, la de los Cien Mil Hijos de San Luis. Con Luis XVIII de impulsor y Chateaubriand de ideólogo.

– El tercero abrió el llamado sexenio revolucionario (SR), que concluyó el 2 de enero de 1874 cuando Pavía asaltó el Congreso de los Diputados. Con o sin caballo.

Tres fiascos, sí, tres desengaños, que en buena manera explican la resignación con la que la sociedad, o la mayoría de ella, aceptó las evidentes imperfecciones de los regímenes políticos que vinieron a continuación:

– El absolutismo de Fernando VII en el período 1814-1820.

– La década ominosa (1823-1833) y, ya con Isabel II, lo que Valle Inclán llamó “la corte de los milagros” (1833-1868).

– La restauración (1876-1923).

Por supuesto que no estoy poniendo esos tres períodos en el mismo plano, porque cada uno de ellos fue menos malo que el anterior.

Resignación, sí, pero también -de la vida forman parte las contradicciones- mitificación o idealización (y no sólo en España):

– De la Constitución de Cádiz.

– De la persona de Rafael del Riego.

– De la república (la primera) y del federalismo.

 

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Suplicio del general Riego

 

Galdós (Benito Pérez Galdós, BPG) fue el gran narrador (o “relator”) del siglo XIX. Para empezar, por su extraordinaria perspicacia como observador: fue un gran psicólogo (sobre todo, de la mujer: Tristana, Tormento, La de Bringas, Doña perfecta, Fortunata, Jacinta …) y también un gran sociólogo. Sus biógrafos así lo han reconocido: Ortiz Armengol y Arencibia. Dos grandes libros, por cierto.

Y, segundo, por su éxito comercial. De hecho, la imagen que todos tenemos del siglo XIX es la que él nos ha transmitido en sus novelas históricas: la de un progresista (no era neutral) y también la de un hombre desengañado.

BPG nació en 1843 y su primera novela, La Fortuna de Oro, se publicó en 1870, es decir, con 27 años, aunque probablemente escrita (en la primera versión; hubo dos) con anterioridad. Los Episodios Nacionales (EENN) de la Segunda Serie -los que se ocupan del TL- fueron escritos y publicados en 1876 ó 1877, o sea, al inicio de la restauración, recién terminado el SR. Es decir:

– No vivió el TL.

– Cuando escribió sobre él, lo hizo con los ojos de quien acababa de vivir y sufrir el fiasco del SR.

Probablemente eso explica su visión poco entusiasta y desde luego nada idealizada del TL y de la persona de Rafael del Riego.

El protagonismo es de Salvador de Monsalud (que reemplaza a Gabriel Araceli), “nombre lo suficientemente significativo para indicar que él es salvación y salud para la sociedad española, que ha de experimentar una profunda renovación” (Ortiz Armengol, pág. 285). Y añade: “De las ideas generales está bastante seguro este hombre que vive en un país que acaba de salir de una revolución que nació con buenas intenciones y acabó -gracias a las tendencias desencadenantes- en algo muy próximo al caos, y que ahora emprende -con una dinastía que ha sufrido una dura lección y mucho ha aprendido en ella- un nuevo camino para recuperar decenios de atraso”. Se refiere obviamente al inicio del reinado de Alfonso XII.

Debemos decir que el cuadro general que ofrece BPG del TL es el siguiente, en seis puntos, y muy objetivo (lo que merece aplauso):

1) Enorme fragmentación de la opinión pública (escrita), que iba mucho más allá de la polaridad liberales/absolutistas, serviles o realistas.

2) Dentro de cada uno de esos dos grupos (que no llegaban a ser partidos) había a su vez grandes divisiones. En los liberales, desde luego, moderados/exaltados. Y sin olvidarse que en los primeros había personas -“anilleros”- muy cercanas a los absolutistas más templados. Pienso en mi paisano Francisco Martínez de la Rosa, “Rosita la pastelera”, dicho con tono nada amable. El del “plan de Cámaras”: crear como contrapeso un Senado aristocrático o al menos estamental.

Con mucha gente con capacidad de adaptación al medio.

3) Fragmentación también de las sociedades secretas: Masonería/Comuneros.

4) Como consecuencia de ello, enorme debilidad de los sucesivos gobiernos, que eran conscientes de la fuerza de los realistas (liderados por el propio Rey) y nunca se creyeron la leyenda -que sin embargo ellos mismos propagaban- del “rey bueno pero rodeado de malos”.

5) Arco temporal a considerar, mucho más amplio, retrotrayéndose con frecuencia hasta Cádiz y los “doceañistas”, varios de los cuales siguieron teniendo protagonismo en el TL -y estuvieron en el Gobierno los dos primeros años del mismo, hasta marzo de 1822-, en particular un asturiano de pro, como Agustín Arguelles.

Al absolutismo fernandino dedicó BPG el EN llamado “Memorias de un cortesano de 1815”, escrito en octubre de 1875. El tal cortesano, Don Juan Bragas de Pipaón, llega incluso a autoinculparse, lo cual se explica por la pésima opinión de BPG sobre aquélla época, sin duda la peor de todas las posibles y vividas. En el Capítulo XXII, el autor incluso se plantea admitir que en 1814 Fernando VII no aceptase la Constitución de Cádiz -por prematura-, pero habría podido y debido aceptar el principio liberal. Lejos de ello, optó por la crueldad y la ignorancia, en unos términos que ”no tienen ejemplo en Europa”. Y eso le sirve para el juicio (tampoco amable) del período 1820-1823: los liberales triunfantes no traían la ley como en Cádiz; lo que portaban era la venganza, tras las persecuciones sufridas. “Continuaba el vicio, la corrupción, la crueldad”, pero lo vivido entre 1814 y 1820 había sido tan malo que “la crueldad, ambición, rapacidad, venganza, imprudencia y dosis no pequeñas de tontería” -calificativos nada amables- de los hombres del TL pudieron ser grandes, pero el cotejo con 1814-1820 siempre les terminará siendo favorable.

6) No visión de España como isla. Antes al contrario, incardinación en la Europa de los Congresos de Viena (1815) y Verona (1822).

Estábamos, en suma, en época reaccionaria de la resaca de la Revolución francesa y de las invasiones napoleónicas. Pero, como toda resaca, dio lugar a una suerte de contraresaca (o sea, reacción contra la reacción), de la que -por una vez- España fue avanzadilla, porque en 1820 aún quedaban diez años para que en Francia se desatara la revolución de julio, que se llevó por delante a Carlos X. De hecho, en Nápoles y en el Piamonte se sumaron a la revolución española, aunque allí también la aventura duró poco, porque Austria seguía estando en manos de Metternich y sus discípulos.

¿Fuente mayor y con carácter general de esa Segunda Serie y del TL? La Historia general de España que Modesto Lafuente había ido publicando en 29 volúmenes entre 1850 y 1867. Pero también la historia del reinado de Fernando VII atribuida a Estanislao de Kotska Bayo. Y por supuesto los escritos de Larra, Miñano, Gallardo, Quintana y otros, que estuvieron -ellos sí- muy próximos a los sucesos.

Hasta aquí, lo que BPG recoge y en lo que se inspira. Pero hay datos en los que no se fija (y sinceramente se echa en falta):

– La España rural. Los campesinos como mayoría social. La excepción son las ciudades.

Los errores del TL hacia ellos, en particular en política fiscal: sustitución del diezmo (en especie) por tributos en metálico, lo que les pesó mucho.

La desvinculación y la desamortización no les acabarían beneficiando nada.

– Los púlpitos como “opinionmakers”. Clave, junto a lo anterior, en el hecho de que en 1823 la invasión militar francesa apenas encontrara resistencia.

– La “cuestión americana”.

– Tampoco reformas prusianas de 1807-1819. A mi juicio, una referencia indispensable dentro de Europa.

Aparte de eso, añado yo que debe tenerse en cuenta que hace 150 años el TL no se conocía tan bien como hoy, gracias sobre todo a Emilio La Parra (y otros).

Dicho ello, vayamos ya a cada una de las obras concretas. Cita por Alianza.

 

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La fontana de oro

 

Su tiempo histórico es del TL: 1820-1823. Y el nombre lo toma de un café y fonda que se ubicaba cerca de la Puerta del Sol.

Los protagonistas son dos jóvenes de Ateca (Zaragoza), llamados Lázaro y Clara, que se encuentran sometidos a un conspirador, “Coletilla”. También nos encontramos con un joven militar, Claudio Bozmediano, trasunto de Antonio Alcalá Galiano.

Yolanda Arencibia (página 128): “Es una novela moderna y ágil, de diálogos abundantes y bien construidos, de aciertos descriptivos. Por su contexto y su propósito es una novela histórica; por su fondo de crítica contemporánea, es una novela social; por la claridad realista de su recorrido, es una novela urbana madrileña; por el acierto y la perspicacia de los caracteres, una novela psicológica (destaca en hondura el conflicto interno de la santa, doña Paulita Porreño); por los significados profundos que encierra, es una novela simbólica; por fin, contiene una interesante carga crítica poético-literaria, tan del interés del momento creador, en la creación del estudiantillo que inventa la tragedia de los Gracos nacido en una época funesta para las letras”.

Mereció elogios del propio Alcalá Galiano, así como de Gaspar Núñez de Arce y de Francisco Giner de los Ríos, según relata en págs. 128 y 129 la misma Arencibia.

 

 

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La segunda casaca

 

Redactada en enero y febrero de 1876, coincidiendo con los éxitos militares de Alfonso XII al poner fin a la tercera y última guerra carlista.

Es la continuación de las Memorias (ficticias) del cortesano desaprensivo de 1815.

Ortiz Armengol, pág. 289 y 290: BPG relata su cambio de chaqueta (“casaca”), que “de fernandino absolutista evolucionó hacia el liberalismo en 1819, cuando percibe que llegan vientos constitucionales”.

<<El relato es vivo, eficaz; acude directamente a los escenarios más convenientes: las antesalas de palacio, los calabozos de la ya mal parada Inquisición, el club revolucionario, la algarada callejera de los personajes se une el gran cinismo del cortesano que preside esta novela: “fui absolutista en su momento, y liberal en el suyo, como ha de ser”>>.

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La Constitución de Cádiz es proclamada en la plaza Mayor de Madrid, en marzo de 1820. Museo de Historia, Madrid.

 

El grande oriente

 

El foco se pone en Matías Vinuesa, originario de Neila (Burgos), “el cura de Tamajón”, por cierto pequeño pueblo de Guadalajara. En los inicios del TL concibió un plan para restaurar el absolutismo, consistente en secuestrar en el Palacio Real a los gobernantes -los siete Secretarios del Despacho y otras autoridades- para que determinadas personas (el infante Don Carlos, el Duque infantado y el Marqués de Castelar) sublevasen a la Guardia Real y otros regimientos y se alzara un motín popular al grito de “Viva la religión, el Rey y la Patria” y “Muera la Constitución”. Se trataba en esencia de hacer -con el rey en el ajo desde el primer momento- que “las cosas volviesen al ser y estado que tenían el 6 de marzo de 1820”. Y por supuesto con una dura venganza y represión:

“Se tomarán todas las medidas convenientes para que no salgan de la nación los liberales, de los cuales se harán tres clases:

– los de primera deberán sufrir la pena capital como reos de esa majestad;

– los de segunda serán desterrados o condenados a castillos y conventos;

– los de la tercera serán indultados para mezclar la justicia con la indulgencia y clemencia.

Puesto que los comerciantes han sido los principales en promover las ideas de la facción democrática, se les podrá obligar a que entreguen algunos millones por la vía del impuesto forzoso.

Lo mismo deberá hacerse con los impresores y libreros por las ganancias extraordinarias que han tenido en este tiempo”.

Obsérvese la fijación con oficios tan concretos y típicamente urbanos como los comerciantes, los impresores y los libreros.

En una sociedad de espías -policial, diríamos hoy-, sucedió que fue precisamente un aprendiz de la imprenta de las proclamas quien delató al tal Vinuesa, que fue detenido el 21 de enero de 1821, con Martínez de la Rosa (o sea, los moderados) en lo que entonces se llamaba el Ministerio. A partir de ahí, las dos facciones liberales no desaprovecharon la ocasión -una más- para exhibir sus discrepancias. Los exaltados (ya constituidos como comuneros y que se reunían en cafés como La fontana de oro), reclamaban la pena de muerte.

El prisionero estaba en la cárcel de la Corona, sita en la calle de la Cabeza. Y el 4 de mayo, séptimo aniversario del infausto Decreto de 1814, se tuvo conocimiento público de que se había dictado una Sentencia que muchos juzgaron benevolente: diez años de prisión en África. A partir de ahí, se desató una reacción popular de ira y el Gobierno -punto crucial- no hizo nada por reforzar la vigilancia de la prisión. Más aún: cuando los rebeldes entraron en ella, todas las puertas se encontraban abiertas, de manera que no tuvieron problema de llegar a la celda de Vinuesa. Y, sin más preámbulos, lo mataron con dos martillazos que le abrieron el cráneo. El periódico “El Zurriago” lo celebró con la siguiente canción, titulada “El martillo”:

“¡qué martillito tan bonito!

¡qué medicina sin igual!

tú harás cesar todos los males

como te sepan manejar

una varita de virtudes

es el martillo sin dudar

un gorro armado del martillo

al firmamento hace temblar

con el martillo se endereza

al que se llega a ladear

al que se aparta de la senda

y al que se quiera extraviar

Cuando pretenden los malvados

el despotismo entronizar

este martillo puede solo

perpetuar la libertad”.

 

Las consecuencias de esas cosas son las de siempre: Vinuesa se convirtió en un mártir y el Gobierno -que aseguró sentirse desbordado por los dos flancos y no tuvo otra ocurrencia que anunciar una investigación: o sea, como se dice y se hace ahora- quedó desautorizado. Emilio La Parra: “El suceso afectó a la credibilidad del régimen constitucional, tanto por su crueldad como porque el Gobierno no fue capaz de garantizar la seguridad de un prisionero sometido a un procedimiento judicial. Mucho tuvo que ver, asimismo, la condición de clérigo de Vinuesa y su proximidad al rey”.

BPG lo explica con ironía en el Capítulo XXVI:

“Lavaban los asesinos el martillo en la fuente de relatores, cuando el Gobierno resolvió desplegar la mayor energía. ¡Qué sería de esta nación si la Providencia no le deparase en ocasiones críticas el tutelar beneficio del Gobierno!

La noticia del crimen corrió por Madrid, y la villa, que es y ha sido siempre una villa honrada, se estremeció de espanto y piedad.

El Gobierno se estremecía también, y declaraba con patriótico celo que no descansaría hasta castigar a los culpables.

Para que nadie tuviera duda de su gran entendimiento y perspicacia política, mandó que inmediatamente se pusiera fuera del ejército en el edificio, y por si alguien tenía dudas todavía de su diligente y paternal actividad, ordenó que al instante, sin pérdida de un momento, se instruyesen las oportunas diligencias. Quejarse de un Gobierno así es quejarse de vicio”.

Pero en el libro hay muchas más perlas. Aparte de Monsalud, otros protagonistas -caricaturizados- son Patricio Sarmiento (un maestro de observancia comunera, o sea, un exaltado) y Urbano Gil de la Cuadra, otrora afrancesado y ahora absolutista (servil, un infame persa: pág. 34). BPG encarna en ellos lo ridículo de los correspondientes estereotipos: no queda títere con cabeza (y, desde luego, menos que nadie la logia que da nombre a la novela, la que había sido fundada en 1760 por el conde de Aranda, que se dice pronto).

Y también:

– Sobre la ley de monacales y reforma de regulares, que el Rey intentó vetar (alegando problemas de conciencia) pero que se terminó aprobando en octubre de 1820. En boca de Patricio Sarmiento (páginas 19):

“Vea usted, señor don Salvador, qué poco aprenden los reyes. Como los chicos, no entienden sino a palos. Yo digo que la Constitución con sangre entra. En octubre del año pasado, cuando Su Majestad no quería sancionar la reforma de monacales, por investigación de don Víctor Sáez y del embajadorcillo de Su Majestad, el pueblo amenazó con una revolución, y Fernando no tuvo otro remedio que sancionar”.

Y, sobre lo sucedido el 21 de noviembre en Madrid, cuando el Rey volvió de El Escorial:

“En vez de vítores y palmadas, galardón propio de los sabios monarcas, Fernando oyó gritos rencorosos, mueras furibundos, amenazas, dicterios; (…) No ha presenciado Madrid una escena tan imponente. Allí era de ver el pueblo ejerciendo el soberano atributo de amonestación; allí era de oír el Trágala, cantado por los elegantes mozos del Rastro”.

– Monsalud, sobre la invitación de Sarmiento a incorporarse a los cafés patrióticos (página 21):

“Antes me dejaré matar (…) que contribuir a este desorden y figurar en una sociedad que es un hormiguero de intrigantes, una agencia de destinos, un centro de corrupción e informes compadrazgos, una hermandad de pedigüeños …”.

– Sobre Riego, en boca de nuevo de Patricio Sarmiento (páginas 28 y 29):

“¡Inmensa figura que se alza sobre el suelo de la Patria, y con su majestuosa cabeza toca las nubes! ¿Riego, sol refulgente que todo lo inunda con su luz! ¿A quien sino a él se debe la libertad que gozamos? ¿A quien sino a él debe España el haberse puesto por montera del mundo y el estar por encima de todas las naciones?

“(…) conozco pocos varones de la Antigüedad (y ahí está Plutarco que lo certifique), sí, conozco pocos que se igualen a este atrevido comandante, que desafió al absolutismo, a toda la Europa, señores; a la Santa Alianza, a los Borbones todos, a los serviles todos (…)”.

Sucedía además que, durante el TL, a Riego no se le dispensó un trato especialmente favorable, porque se le mantuvo fuera de la Corte. Primero, se le envió a Asturias. Luego, en enero de 1821 se le nombró Capitán General de Aragón, pero se le destituyó en septiembre, con orden de traslado a Lérida. Y Sarmiento lo comenta escandalizado (página 30):

“Ni aun en la jerarquía militar ha tenido la elevación a que es acreedor. Él era comandante: le plantaron en mariscal de campo (…) usted tenga presente cómo recompensó Inglaterra a Lord Vellintón después de la campañita aquélla en que derrotó a Bonaparte. Así se premian los grandes servicios, no con estas mezquindades de aquí”.

 

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7 de julio

 

El año 1822 no empezó con buenos augurios. El 1 de marzo se celebró la apertura de las Cortes -las resultantes de las segundas elecciones del trienio y que habían ganado los exaltados-, en sesión presidida por el mismísimo Rafael del Riego. El rey, en su discurso, hizo una referencia a la posibilidad de una guerra exterior. La réplica de Riego no decepcionó, al referirse a “las difíciles circunstancias que nos rodean” y a “las maquinaciones repetidas de los enemigos de la libertad”, para terminar afirmando que ”el poder y grandeza de un monarca consiste únicamente en el exacto cumplimiento de las leyes”. Las espadas estaban en alto y cada vez se ocultaban menos.

A finales de junio -con Martínez de la Rosa todavía como Presidente-, se sublevó la Guardia Real, lo que casi coincidió en el tiempo con la toma de Seo de Urgel por los partidos realistas, operaciones que Fernando dirigía desde su residencia, ahora en Aranjuez.

El choque en Madrid (con la Milicia Nacional como fuerza de contención de la Guardia Real) se saldó el 7 de julio con el triunfo de los primeros y el Gobierno, una vez más, fuera de juego. El héroe fue el General Evaristo San Miguel, gijonés de pro. De hecho, en la ciudad sigue habiendo una calle -pequeña, entre la Plaza Mayor y la calle del mismo nombre- que lleva ese nombre.

El Rey, con gran cinismo, felicitó a los vencedores.

Juan Francisco Fuentes: “El fracaso del golpe de Estado de 7 de julio de 1822 marca un antes y un después en la historia del TL: tras aquella jornada el poder pasó de los moderados a los exaltados. Pero el cambio de ciclo que supuso el golpe del 7 de julio no se agota en este hecho. Los enemigos del liberalismo tomaron buena nota de la incapacidad del absolutismo español para derrocar por sus propios medios al régimen constitucional. Ese análisis del fracaso del golpe hizo que a partir de entonces casi toda la presión sobre el régimen viniera del exterior, donde el liberalismo español contaba con viejos enemigos”.

Pero eso no significa que el foro interno estuviera pacificado, porque en Urgel se había constituido una suerte de gobierno paralelo, la “Regencia”, que -mientras pudo- sirvió como foco de resistencia.

BNP: Aparece un nuevo personaje, Don Benigno Cordero, comerciante de encajes en la propia Plaza Mayor, que, pese a sus carencias intelectuales (“ignoraba todo lo ignorable”: pág. 76), se vio transformado en un verdadero héroe. En cierta medida sustituye a Patricio Sarmiento, ya en claro declive mental. Y se recupera a Gil de Cuadra. Página 40, inicio del Capítulo cinco:

“Después de arrastrar miserable vida durante todo el año 21 en un lugar del camino de Francia, don Urbano Gil de la Cuadra pudo volver a la Corte, tolerado, si no perdonado, por la Policía. Amparole para esto un generoso desconocido a quien él creía compatriota suyo (Naranjo, maestro como Sarmiento), y, que, interesándose por él, le pudo conseguir lo más parecido a un indulto, o sea, la negligencia del Gobierno. Favorecidos por aquella negligencia, tan caritativa en el asunto de Gil de la Cuadra, mil y mil pillos conspiraban por el triunfo de todas las banderas conocidas”.

La situación en las vísperas del golpe la describe BPG al inicio del Capítulo Nueve       -págs. 68 y 69- como una mezcla de acracia y guerra civil:

“¡Qué días aquellos los de la primavera del 22! En otras épocas hemos visto anarquía; pero como aquella, ninguna. Nos gobernaban una Constitución impracticable y un Rey conspirador que tenía agentes en el norte para levantar partidas, agentes en Francia para organizar la reacción, agentes en Madrid para engañar a todos. En nombre de la primera (la Constitución), legislaba en Madrid un Congreso de hombres exaltados. En representación constitucional del segundo (el Rey) gobernaba un Ministerio presidido por un poeta. El Congreso era un volcán de pasiones, y allí creían que las dificultades se resolvían con gritos, escándalos y bravatas; el Rey sacaba partido de las debilidades de unos y otros; el Ministerio se veía acosado por todo el mundo; pero su honradez y sus buenas letras no le servían de nada.

El Ejército estaba indisciplinado: unos cuerpos querían ser libres, otros vitoreaban al Rey neto. Los artilleros se sublevaban en Valencia, los carabineros en Castro del Río, y la Guardia Real acuchillaba a los paisanos de Madrid. La Milicia Nacional bullía en todas partes, inquieta y arisca, sublevábase la de Barcelona gritando: ¡viva la Constitución!, mientras la de Pamplona, enfurecida porque los soldados aclamaban a Riego, les hizo fuego al grito de ¡viva Dios!. En Cartagena dos célebres guerrilleros de estado eclesiástico, Mosén Antón Coll y fray Antonio Marañón, el Trapense, arrastraban a los campesinos a la guerra santa. El segundo, con un crucifijo en la mano izquierda y un látigo en la derecha, conquistaba pueblo tras pueblo, y al apoderarse de la Seo de Urgel, asesinaba con ferocidad salvaje a los defensores prisiones. En Cervera, los capuchinos hacían luego a la tropa. En Navarra imperaba Quesada, y no lejos de allí, don Santos Ladrón. Había aparecido en Castilla don Saturnino Albuín (…), y en Cataluña despuntó, como brillante aurora, un nuevo héroe, joven lleno de bríos, que empezaba con grande aprovechamiento la carrera. Era Jep del Estanys. En Murcia empezaba a descollar otro caudillo legendario, Jaime el Barbudo, que iba de lugar en lugar destrozando lápidas de la Constitución”.

No es de extrañar que, así las cosas, los países vecinos se preparasen para ir tomando cartas en el asunto, a modo de un tutor sobre incapaces:

“Las grandes potencias estaban ya extremadamente amostazadas viendo nuestro desconcierto. Francia sostenía en la frontera su célebre cordón sanitario; Roma se negaba a expedir las bulas a los obispos nombrados por las Cortes; iba a reunirse el Congreso de Verona, con el fin que todos saben, y en él un literato no menos grande que el nuestro (Chateaubriand) echaría pronto las bases de la intervención extranjera”.

Y, para más inri:

“Las Américas ya no eran nuestras, y en Méjico, Iturbide tenía medio forjada su corona”.

En fin (pág. 70):

“Tal era el cuadro que ofrecía esta nación privilegiada en junio de 1822”.

Y también (pág. 72 y 73):

“No puede darse heterogeneidad más abrumadora que la de aquella sociedad política. El Rey era absolutista; el Gobierno, moderado; el Congreso, democrático; había nobles anarquistas y plebeyos serviles. El Ejército era en algunos cuerpos liberal; en otros, realista, y la Milicia abrazaba en su vasta muchedumbre las clases sociales. Sólo la Milicia era la que debía ser (…)”.

Pero eso no significa que BPG no se alegrase del resultado del 7 de julio. Pág. 152: “Fracaso más vergonzoso no se ha visto desde que hay pronunciamientos en España. Nada faltó a los sediciosos para su total aniquilamiento y deshonra”.

En fin, en pág. 180 y 181 se recoge, en boca de Cordero, el contenido de la reunión de Fernando VII con Riego después de terminada la intentona con fracaso:

“- (…) El Rey le llamó, y delante de todo el Cuerpo diplomático, le dio un abrazo apretadísimo, diciéndole que le apreciaba mucho.

– Por muchos años.

– Si llego a estar presente, de fijo se me saltan las lágrimas -añadió Cordero-. He aquí una reconciliación en que yo vengo pensando hace tiempo, sí, señor; si fuera sincera y durara mucho, ¿quién duda que los pérfidos serían aniquilados y confundidos? Su Majestad mismo se lo manifestó así al General: En mi corazón -le dijo- no tendrán ya entrada los consejos de hombres pérfidos. Si es mi tema. Los pérfidos, los pérfidos tienen la culpa de todo. Tres o cuatro pillos ambiciosos…

– ¡Todo sea por Dios!…

– Le digo a Vd. que Riego salió de Palacio entusiasmado, pero muy entusiasmado. Había que oírle. Su Majestad se le quejó de los insultos, del trágala… Es natural. Siempre me ha parecido una vileza mortificar al Soberano con groserías. Riego piensa lo mismo”.

Y no sólo eso:

“Ayer, cuando formamos en la plaza, nos arengó (…) (en ese sentido) (y) suplicó que no se le vitorease más, porque su nombre se había convertido en grito de alarma”.

La interpretación de que BPG era un ingenuo -que ignoraba la felonía de Fernando VII- no resulta creíble, de manera que sólo cabe pensar que, una vez más, quería dejar a Riego en mal lugar.

 

 

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Los cien mil hijos de San Luis

 

La historia es bien conocida. En el Congreso de Verona, el 19 de noviembre de 1822, tanto Austria como Prusia y Rusia se comprometieron a apoyar a Francia si decidía incursionar en España pero solo en una de las siguientes tres circunstancias: 1) Que fuese nuestro país quien atacase, al menos de palabra, a su vecino del norte; 2) Que Fernando VII fuese desposeído del trono o corriese peligro su vida o la de su familia; y 3) Que se produjese un cambio en los derechos sucesorios a la corona. Ninguno de esos tres escenarios se cumplió, pero en enero de 1823 fue el propio Luis XVIII el que anunció a sus Cámaras que las negociaciones diplomáticas con España habían fracasado (!) y que sólo quedaba la invasión:

“La justicia divina permite que, después de haber hecho experimentar nosotros, por largo tiempo, a las otras naciones los terribles efectos de nuestras discordias, nos veamos expuestos a los peligros producidos por calamidades semejantes que experimenta un pueblo vecino.

He empleado todos los medios para afianzar la seguridad de mis pueblos y para preservar a España de la última desgracia, pero las representaciones que he dirigido a Madrid han sido rechazadas con tal ceguera que quedan pocas esperanzas de paz.

He dado orden para que se retire mi ministro en aquella corte y cien mil franceses, mandados por aquel príncipe de mi familia a quien mi corazón se complace en dar el nombre de hijo mío, están prontos a marchar, invocando el dios de San Luis, para conservar el trono de España a un descendiente de Enrique IV [el rey del Bearn y fundador de la dinastía Borbón] y para preservar a aquel hermoso reino de su ruina y reconciliarle con la Europa”.

Chateaubriand, en sus Memorias de ultratumba, lo expuso con crudeza: se trataba de “establecer un Borbón en el trono por las armas de un Borbón”.

Para entonces, en España no había propiamente un Gobierno, sino dos, el de Evaristo San Miguel y el de Álvaro Flores Estrada -otro asturiano-, que -siempre en 1823- el 20 de marzo, y llevándose contra su voluntad a Fernando VII, habían abandonado Madrid para establecerse en Sevilla, en un gesto que acreditaba su debilidad. El primer soldado francés cruzó la frontera el 7 de abril, contando con la colaboración de tropas realistas españolas. El presupuesto de los invasores era de 23 millones de francos, lo que permitió darse el lujazo de pagar en efectivo los suministros (sin tener que requisar nada, como sí se hizo en 1808), cosa que contribuyó a doblegar las voluntades resistentes. Y, en cuanto a lo segundo, lo propagandístico -siempre tan importante como lo propiamente militar: todas las guerras, desde Troya, son híbridas-, ni que decir tiene que los púlpitos estaban por la labor: esta vez no se venía a atacar la religión católica, sino justo lo contrario. El duque de Argulema entró en Madrid el 23 de mayo y nombró una regencia presidida por otro duque, el del Infantado.

En Sevilla se hizo el paripé de reanudar -el 23 de abril- las sesiones de las Cortes, de las que por cierto seguía formando parte Riego. San Miguel dimitió, pero el beneficiario no fue Flores Estrada, sino un tercero, José María Calatrava. Como ha explicado Emilio La Parra, “venía a ser un hombre de consenso entre los defensores de la Constitución”, pues “como doceañista no era mal visto por nadie y además mantenía buenas relaciones con los exaltados, tanto los masones como los comuneros”. Pero para entonces ya sólo quedaba ir cediendo terreno: de Sevilla el tinglado se trasladó el 11 de junio a Cádiz, siempre arrastrando al Rey.

Ahí se llegó a un punto de no retorno: las Cortes le inhabilitaron temporalmente por impedimento moral para ejercer sus funciones y nombraron una regencia de tres miembros (Cayetano Valdés, Gabriel Ciscar y Gaspar de Vigodet) para ejercer los poderes de la Corona. A ello respondió la otra regencia -la realista, instalada en Madrid- declarando reos de esa majestad a todos los diputados que habían participado en las deliberaciones, Riego entre ellos. Esa regencia realista llegó a Cádiz el 15 de junio y declaró que Fernando VII recuperaba sus poderes. El Gobierno siguió resistiendo, pero sólo hasta el 30 de septiembre.

El TL había terminado. Y al Rey le faltó tiempo -1 de octubre, desde el Puerto de Santa María- para dictar uno de esos borrones y cuenta nueva que se dan cada tanto en nuestra historia:

“Son nulos y de ningún valor todos los actos del Gobierno llamado constitucional, de cualquier clase y condición que sean, que ha dominado a mis pueblos desde el día 7 de marzo de 1820 hasta hoy, día 1 de octubre de 1923, declarando, como declaro, que en toda esta época ha carecido de voluntad, obligado a sancionar leyes y a expandir las órdenes, decretos y reglamentos que contra mi voluntad se meditaban y expedían por el mismo gobierno”.

A ese día 1 de octubre se refirió Fernando más tarde con las siguientes palabras de júbilo y al tiempo de acusación:

“Día dichoso para mí, para la real familia y para toda la nación; pues que recobramos desde este momento nuestra deseadísima y justa libertad, después de tres años, seis meses y veinte días de la más ignominiosa esclavitud, en que lograron ponerme un puñado de conspiradores por especulación, y de oscuros y ambiciosos militares que, no sabiendo escribir bien sus nombres, se erigieron ellos mismos en regeneradores de España, imponiéndole a la fuera las leyes que más les acomodaban para conseguir sus fines siniestros y hacer sus fortunas, destruyendo a la nación”.

“Los tres mal llamados años”, en la nada simpática expresión de los triunfadores. Lo que se venía encima era una década que no sin exageración se ha calificado de ominosa, pese a las dos amnistías -la de 1824 y la de 1832- que se pronunciaron. La década encarnada en el exilio de Goya a Burdeos en el mismo 1824, donde (con el intermedio de dos viajes a Madrid, eso sí) acabaría falleciendo en 1828. Una referencia obligada en este contexto, porque sin Goya y sin Burdeos no se entiende nada.

Y quien dice Goya y Burdeos dice -no hay que extenderse en explicarlo- Leandro Fernández de Moratín y también Manuel Silvela, ilustre por sí mismo y también por haber sido el padre de Francisco Agustín.

Del EN que lleva ese nombre, escrito en febrero de 1877 y quizá el más entretenido de todos -entre otras cosas, por la propia evolución ideológica de la narradora, Jenara, que de absolutista pasa a irse templando-, hay que destacar las ocasiones en las que PGB se coloca en la perspectiva francesa para justificar la invasión como una operación de política interior de nuestros vecinos. Para muestra, un botón de pág. 67: “Habló también (Chateaubriand, el 1 de marzo de 1823 en París) de las sociedades secretas y de los carbonarios, que sin duda le inspiraban vivísimo miedo; y yo empecé a comprender que el objeto de la intervención no era poner paz entre nosotros, ni hacernos felices, ni aun siquiera consolidar el vacilante trono de un Borbón, sino aterrar a los revolucionarios franceses e italianos que bullían sin cesar en los tenebrosos fondos de la sociedad francesa, jamás reposada ni tranquila”.

O pág. 69: “Su objeto, su bello ideal, era aterrar a los revolucionarios franceses, harto entusiasmados con las demandas de nuestros bobos liberales, y, además, dar a la dinastía restaurada el prestigio militar que no tenía”. Y es que “el principal enemigo de los Borbones en Francia era el recuerdo de Bonaparte y el dejo de aquel dulce licor de la gloria, con cuya embriaguez se habían enviciado los franceses. Una monarquía que no daba batallas de Austerlitz, que no satisfacía de ningún modo el ardor guerrero de la nación y que no tocaba el tambor en cualquier parte de Europa, no podía ser amada de aquel pueblo en quien la vanidad iguala a la verdadera franqueza, y que tiene tanta presunción como genio”. Y es que “era necesario que la Restauración tuviera su epopeya, chica o grande, aunque esta epopeya fuese de mentirijillas”.

En el bien entendido de que los franceses pretendían para España algo distinto a lo que querían para ellos mismos. Pág. 68: “las personas influyentes de la Restauración deseaban para Francia una monarquía templada y constitucional, fundada en el orden, y para España, el absolutismo puro. Con tal que en Francia hubiera tolerancia y filosofía, no les importaba que en España tuviésemos frailes e Inquisición. Todo iría bien siempre que en ninguna de las dos naciones hubiese francmasones, carbonarios y demagogos”.

¿Por qué esa diferencia? Por los famosos estereotipos de la Enciclopedia, que luego hizo suyas -en parte, embelleciéndolos- la España romántica:

“Tenían de nuestro país una idea muy falsa, cuando Chateaubriand, que era el genio de la Restauración, decía de España: Allí, matar es cosa natural, ya sea por amor, ya sea por odio, puede juzgarse lo que pensarían todas aquellas personas que no supieron escribir El genio del Cristianismo. Nos consideraban como un pueblo heroico y salvaje, dominado por pasiones violentas y por un fanatismo religioso semejante al del antiguo Egipto”.

Precioso librito, insisto.

 

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El terror de 1824

 

Si el día 1 de octubre de 1823 fue -en Cádiz y su entorno- el último del TL, lo cierto es que el primer empeño del nuevo régimen consistió en ejecutar -ahorcar- a Rafael del Riego, lo cual tuvo lugar el 7 de noviembre. Tenía 39 años. En cuanto diputado, se encontraba en Andalucía, donde se le había detenido el 15 de septiembre, encerrándolo en La Carolina. El 2 de octubre se le había conducido en Madrid.

La acusación no se fijó en que había estado entre quienes votaron la inhabilitación temporal de Fernando VII, sino en algo aún más liviano: “el horroroso atentado cometido por este criminal como diputado de las llamadas cortes, votando la traslación del rey nuestro señor y su real familia a la plaza de Cádiz”. Y ello aun sabiendo que, en palabras del fiscal “no bastarían muchos días y volúmenes” para enumerar todos los crímenes. Pasaba a ser el villano por excelencia. A notar que Fernando VII esperó para regresar a Madrid que la Sentencia se hubiese cumplido: sólo lo hizo el 13 del tal mes de noviembre, aunque, eso sí, montando en un carro triunfal tirado por 48 hombres, nada menos.

En el bien entendido de que con esa manera de proceder se estaba convirtiendo a Riego (como a Mariana Pineda en 1830 y a Torrijos en 1831, cuadro de Gisbert de por medio) en un mártir de la libertad. Su rehabilitación formal llegaría el 21 de octubre de 1835 mediante un Decreto firmado por Mendizábal -que por cierto había participado en el pronunciamiento de 1820-, invocando “la sagrada obligación de reparar pasados errores” y la conveniencia, “en estos días de paz y reconciliación para los defensores del Trono legítimo y de la libertad”, de borrar “en cuanto sea posible, todas las memorias amargas”. El héroe de Cabezas de San Juan quedó “repuesto en su buen nombre, fama y memoria”, reconociendo a su familia “la posición y viudedad que le corresponde según las leyes”.

El libro de BPG llamado El terror de 1824 -quizá uno de los mejores EENN, o al menos así piensa Andrés Trapiello, a quien me adhiero- dedica un Capítulo, el quinto, a la ejecución de Riego, pese a haber tenido lugar, se insiste, con anterioridad, en noviembre de 1823. Y es, para empezar, un alegato contra la pena de muerte (págs. 48 y 49). De los muchos que conozco, el más profundo y bello:

“Lo más cruel y repugnante que existe después de la pena de muerte, es el ceremonial que la precede y la lúgubre antesala del cadalso, con sus cuarenta y ocho mortales horas de capilla. Casi más horrenda que la horca misma es aquella larga espera y agonía entre la vida y la muerte, durante la cual exponen la víctima a la compasión pública, como a la pública curiosidad los animales raros. La ley, que hasta entonces se ha mostrado severa, muéstrase ahora felizmente burlona, permitiendo al reo la compañía de parientes y amigos y dándole de comer a qué quieres boca.

Algún condenado de clase humilde prueba en esos dos días platos y delicadas confituras, cuyo sabor no conocía.

Señores sacerdotes y altos personajes le dan la mano, le dirigen vulgares palabrillas de consuelo, y todos se empeñan en hacerle creer que es el hombre más feliz de la creación, que no debe envidiar a los que incurren en la tontería de seguir viviendo, y que estar en capilla con el implacable verdugo a la puerta es una delicia”.

Pero eso, en abstracto, porque, descendiendo al caso concreto de Rafael del Riego, BPG muestra una vez más -pág. 49- su opinión nada favorable:

“Aquel hombre famoso, el más pequeño de los que aparecen ingeridos sin saber cómo en las filas de los grandes, mediano militar y pésimo político, prueba viva de las locuras de la dama y usurpados de una celebridad que habría cuadrado mejor a otros caracteres y nombres condenados hoy al olvido, acabó su brece carrera sin decoro ni grandeza.

Un nombre (llamado a) morir habría dado a su figura el realce heroico que no pudo alcanzar en tres años de impaciente agitación y bullanga; pero tan desgraciada era la libertad en nuestro país, que ni al morir bajo las soeces uñas del absolutismo, pudo alcanzar aquel hombre la dignidad y el prestigio de la idea que se avalora sucumbiendo. Pereció como la pobre alimaña que expira chillando entre los dientes del gato”.

Así de triste fue todo: para el TL, para la persona y sobre todo para España.

 

 

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Fernando VII. Retrato por Vicente López y Portaña. Museo del Prado, Madrid.

 

Unas reflexiones finales y ya enteramente mías.

Suele entenderse que las revoluciones vienen de abajo: el pueblo que, después de haber aguantado carros y carretas, pone un día un hasta aquí. Es lo que ocurre cuando la sociedad ha cambiado mientras que las instituciones siguen en el mismo sitio: acartonadas, obsoletas. Sucede que la gente ha dejado de reconocerse en ellas y las echa abajo. El ejemplo clásico es la toma de la Bastilla en París el 14 de julio de 1789, la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de dos siglos más tarde o la primavera árabe de 2011.

Pero hay otras muchas ocasiones en las que la dinámica es justo la inversa, las “revoluciones desde arriba”: el despotismo ilustrado del siglo XVIII con Carlos III, los intentos de secularización de Turquía con Ataturk o de Irán con el Shah Reza Pahlevi, o lo que hoy se llama, referido a políticas de izquierda que quieren forzar el cambio de las mentalidades, “ingeniería social”.

Y en esos casos, cuando es el poder el que intenta ir por delante a la hora de la modernización, a veces la sociedad se enquista y (como en el escenario inverso de las instituciones anquilosadas) reacciona: Esquilache 1766; Erdogan o Jomeini; Vox: reacciones en el sentido literal, el de la tercera ley de Newton.

El cambio social (debido a la interacción de la economía, la tecnología y las mentalidades) y el cambio institucional están, en suma, en una relación inestable, en la que los desajustes, en un sentido o en el inverso, amenazan con estallar en cualquier momento.

De España suele decirse, sobre todo a partir de la contrarreforma en el siglo XVI, que ha ido siempre rezagada con respecto al norte de los Pirineos. Pero lo cierto es que no siempre fue así y lo acredita lo sucedido en 1820-1823, más incluso que el texto de Cádiz de 1812. De este último hay que subrayar su carácter transaccional (realista, ahora en el sentido del principio de realidad de Freud), plasmado en el Art. 12, sobre la confesionalidad del Estado: religión católica como única verdadera (y profetizando: es y será). Y realista también en el sentido de monárquica: la opinión pública española -iletrada, analfabeta y todas las diatribas que queramos- no estaba preparada para nada que no fuese la monarquía. La guillotina de Luis XVI en 1793 se encontraba demasiado cerca y produjo el efecto de un exorcismo.

Eso, en cuanto a España. Y, en lo que hace a Europa, lo mismo o más. 1820 era el momento de la marcha atrás o al menos el freno. Al que, por supuesto, también le acabaría llegando su hora, pero sólo más tarde y en tres tiempos: 1830 -Ordenanzas de Carlos X y monarquía de julio-, 1848 -febrero en Francia y marzo en Alemania- y finalmente 1870. Pero con muchas muertes por el camino: no se pasa de la noche a la mañana (y sin pagar peaje) de una economía agraria a una industrial, o de una sociedad rural a una urbana, o de mentalidades confesionales a laicas. Como en las siete y media: tan malo es no llegar como pasarse. Y esto último fue lo que sucedió en el TL.

En esa clave interpreto yo a BPG (al BPG de 1876/77, cuando escribió estos EENN: luego tendría tiempo de sobra de desengañarse también de la restauración y lanzarle toda suerte de diatribas, pero esa es otra historia). Pero quienes de verdad nos habrían podido ayudar a averiguar lo que en cada momento de verdad pensaba son los que le conocieron personalmente y le trataron mucho, como su médico de cabecera Gregorio Marañón y su colega y amigo (nueve años más joven) Leopoldo Alas Clarín.