Georges Remí, Hergé
Muchas, infinitas, casi tantas como lectores, son las formas de acercarse a las aventuras de Tintín. Un personaje que, casi cuatro décadas después de la muerte de su creador, Georges Remi, Hergé, todavía permite contemplar el siglo XX desde las ventanas que se abren en los veintitrés álbumes por los que discurre la vida del joven periodista y de sus compañeros de lances.
La razón de esta permanencia y de esta atracción a lo largo del tiempo reside, entre otras cosas, en el entorno en el que se desarrollan las aventuras del reportero. Y es que tanto Hergé como Tintín son, casi diríamos que esencialmente, contexto, es decir, actualidad, que es el estado por el que pasan los acontecimientos antes de convertirse en historia. Los dos periodistas, el real y el ficticio, si es que es posible la distinción entre autor y personaje, son dos europeos que representan parte de los valores y de los temores de su época, que asisten desde Bélgica, casi en el corazón de la vieja Europa, al desarrollo de la historia del convulso siglo XX en los años que constituyen el núcleo esencial de la centuria. No es descabellado sugerir que con su trabajo y sus aventuras, una suerte de episodios nacionales ilustrados del siglo XX europeo, tanto Hergé como Tintín ayudan a entender lo que sucede en estos años y, muy especialmente, trasmiten la valoración de esos acontecimientos precisamente cuando se estaban produciendo. Las peripecias de Tintín, del capitán Haddock y de Milú, nos acercan a un siglo terrible, cuyos efectos llegaron tanto al creador como al personaje.
Hergé fue siempre un periodista de fino olfato que, desde la placidez de la redacción bruselense de Le Vingtieme Siecle donde comenzó su andadura, fue capaz de distinguir entre los sucesos del momento aquellos que se iban a convertir en historia, aquellos que con el devenir del tiempo iban a tener la capacidad de influir en la vida de los lectores. Por esta razón, los asuntos que aparecen en las aventuras tintinescas, incluso los más banales, resultan de interés y son reveladores de la reacción de la sociedad y del pensamiento del dibujante acerca de una serie de cuestiones que eran de actualidad en la época. Como ciudadano europeo y como profesional de la información despierto e inquieto, Hergé crea a un periodista que en muchos aspectos es una suerte de alter ego, de personaje que recoge la vocación profesional y la poética de aventura y viajes que él mismo no pudo llevar a cabo. Tintín es el Hergé que el dibujante hubiera querido ser, el free lance que ha atravesado, como un Robert Capa sin cámara, por la centuria más violenta dejando testimonio de lo sucedido con sus peripecias. Esta afortunada confusión de identidades y de biografías, a pesar de la paradoja que supone el llevar vidas tan distintas —uno, parafraseando la novela de Georges Rodembach, viviendo si no en Brujas, sí en “Bruselas, la muerta”, y otro recorriendo los cinco continentes e incluso la Luna—, distingue a Hergé de otros ilustres aventureros de despacho como Emilio Salgari o Julio Verne, quien por mucho que se identificase con el capitán Nemo, solo tenía en común con el misterioso marino el título de patrón de barco.
Junto a sus valores artísticos –Hergé es el apogeo de la llamada “línea clara” que entre nosotros tuvo a Bon y a Luis Bagaría-, periodísticos e históricos, las aventuras de Tintín constituyen unos episodios de una apreciable complejidad literaria, unas veces con ribetes de ensayo y otras de relato, como Las joyas de la Castafiore. Al contrario de lo que sucede en las hazañas de otros personajes del género, en las historias de Tintín hay una variada poética. En primer lugar, está la poética del desierto, de la montaña, de la selva, de Oriente y del mar; del viaje, en la línea de Benoit, de Morand, de Henry de Monfreid y de los exploradores en un mundo que todavía conservaba territorios casi vírgenes –desde el fondo marino a las alturas del Himalaya– como prácticamente desconocidos, tal que las selvas de Nueva Guinea o del Amazonas. Junto a esta poética de la geografía, sea terrestre o selenita –esta última más imaginada que real, como corresponde a un autentico viajero literario–, y la poética de la Naturaleza, que no pocas veces se convierte en una nostalgia por la feliz Arcadia preindustrial, una evocación que se desarrolla en toda Europa desde el siglo XIX, especialmente entre los sectores más tradicionales.
En las aventuras de Tintín se puede encontrar también la muy moderna poética de la velocidad y de la mecánica, manifestada a través de la presencia del automóvil, del ferrocarril, del avión, de la lancha motora, del tanque o, incluso, del cohete, de esa suerte de V- 2 adaptada a usos civiles por un Tornasol en funciones de Von Braun que es el X-FLR6. También está presente la poética de la ciudad moderna, con ese amor-odio hacia Chicago y la arquitectura racionalista de los rascacielos, la atracción por el Shanghái canalla y art déco de los años treinta que inspiraría a Spielberg, o la fascinación por la Brasilia sesentera que, como una gigantesca maqueta, crearon Oscar Niemeyer, Athos Bulcao y Roberto Burle Marx. Está la poética de la arqueología, sea precolombina o egipcia, muy de moda desde los años veinte gracias a los hallazgos de Howard Carter y Lord Carnavon, y la obsesión, más que trama, del espionaje, de la conspiración y de la organización secreta, tan de folletín semanal de Gastón Leroux o de novela de Eric Ambler, pero luego también tan de la Guerra Fría con el miedo al átomo y a los agentes secretos. Otros asuntos omnipresentes en las aventuras del reportero son el coleccionismo de objetos, que persigue la creación de una wunderkammer, y el cine, no pocas veces presente en los lances tintinescos. Incluso, también podríamos decir que hay una poética de la técnica, de la ciencia y del rigor encarnado en Tornasol y en la vocación documental demostrada por Hergé en la elaboración de sus álbumes.
Pero sobre todo, en el conjunto de las aventuras del periodista lo que hay es una poética del héroe, una proclamación de los valores que tradicionalmente acompañan a la épica y a la filantropía surgida con la Ilustración. En este aspecto, Tintín y Hergé son una vez más esencialmente europeos, pues suman a los valores tradicionales de la Caballería medieval, que hunde sus raíces últimas en la cultura clásica —platonismo, estoicismo— y en el cristianismo, aquellos otros principios desarrollados a lo largo del siglo XVIII y que culminarán en los proclamados en 1789. En la protección y en el respeto de las minorías, en la defensa del débil, de la comunidad en su conjunto y de las causas que considera justas, sin recurrir a principios ideológicos ni religiosos, y desde el ejercicio de la tolerancia, surge el Tintín heroico. Este Tintín, modelo de caballero moderno –que ignora el aliento nihilista que surge con el Romanticismo, que luego alimenta Nietzsche y que, por fin, desemboca en el fascismo– desarrolla desde 1950, ya de manera incontestable, una poética de los derechos humanos —tan europeos, tan occidentales— y una voluntad de su defensa y de su extensión por el mundo, aunque cada vez con mayor escepticismo, como el que suele acompañar a quien envejece sin remedio.
Se diría que el modelo que mejor representa ese binomio que forman Hergé y Tintín es el de un ciudadano del mundo, el de un moderado, un liberal, pero al modo doceañista, no en su versión contemporánea americana, ajena a parte de los valores europeos. Un personaje que desconfía de las grandes construcciones políticas y sociales –sea la Unión Soviética, los Estados Unidos o la Alemania nazi, es decir, Sildavia y Borduria– y del etnocentrismo europeo; que no muestra de forma expresa ninguna inclinación ideológica ni religiosa, a pesar de la formación católica del dibujante, salvo una discreta pero constante vocación hacia el pacifismo, la defensa de la naturaleza, fruto del escultismo de su juventud, y el modelo de democracia occidental encarnado por la monarquía parlamentaria de Bélgica.
Tras haber desaparecido Tintín en los últimos años de la década de los setenta, y muerto Hergé a principios de los ochenta, es inevitable plantearse que hubiera dicho y hecho el periodista en estos últimos años. ¿Qué hubiera pensado del fin de la Unión Soviética y del comunismo o de la guerra de los Balcanes? ¿Cómo hubiera reaccionado, siempre tan interesado en la técnica, ante los ordenadores e Internet? ¿Qué escenarios habría recorrido ahora que la sociedad global ha acabado con todo exotismo viajero? ¿Cómo hubiera contemplado el terrorismo o al fundamentalismo islámico? ¿Qué diría de la emigración y del narcotráfico? ¿Qué diría, tan sensible siempre ante la naturaleza, de la crisis medioambiental y del recalentamiento de la Tierra? ¿Le habría dedicado un episodio a los kurdos, pueblo perseguido? ¿Habríamos podido ver alguna aventura del periodista desarrollada en Irak o Afganistán? ¿Estaría hoy en Siria, Palestina o quizás con una ONG en Grecia o en Turquía? ¿Recogería la crisis económica y la primavera árabe? ¿Hubiera tratado de esta epidemia, suerte de Peste Negra del siglo XXI, del corona virus con los mismos tintes terribles y apocalípticos que empleó en el tremendo 1942 en La estrella misteriosa?
Son preguntas sin respuesta, aunque podemos aventurar que, dado el desinterés mostrado por Hergé hacia los acontecimientos políticos en sus últimos años —de hecho no hay ninguna aventura dedicada exclusivamente a los principales hechos de los cincuenta y sesenta como la guerra de Vietnam, el conflicto de Oriente Medio, los sucesos de Hungría, Suez, Berlín o la crisis de los misiles de Cuba—, probablemente destinaría al periodista a resolver otro tipo de cuestiones más cercanas a la sociedad. Quizás a evitar la extensión de las epidemias contemporáneas como la que ahora amenaza al mundo, o a cómo salir de una crisis económica que tanto sufrimiento causa, una tarea digna de un justiciero, de un verdadero héroe. De hecho, ya hizo lo propio en el fantástico episodio de La estrella misteriosa y en la aventura petrolera, Tintín en el país del oro negro (1950).
Ha transcurrido más de un siglo desde el nacimiento de Hergé y han pasado cuarenta y cuatro años desde el último episodio de la vida de de Tintín y, al igual que se puede recorrer el pasado siglo con sus álbumes a modo de baedeker, aun alienta y fascina su recuerdo, su vida de joven héroe solitario y sus aventuras de caballero andante moderno, en unos acontecimientos que ahora son historia. Una realidad que habla de su pervivencia pero también de la añoranza por las aventuras del periodista viajero que jamás envió una crónica, a pesar de que en su primera salida a la Unión Soviética llegó a escribirla.
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