La literatura del yo lleva ya más de una década aposentada en nuestros pagos. Se trata de una narrativa que emplea diversos géneros, desde el reportaje al ensayo pasando por el más canónico collage, en una suerte de cul de sac, algo que en gran parte siempre ha sido la novela, pero donde los personajes entran en plano de igualdad con las reflexiones o aportaciones varias que hace el narrador, que el lector identifica plenamente con el autor. Este técnica fue desarrollada de manera excelente por un escritor como W.G. Sebald y aunque no es nueva bien puede decirse que ha sido en este siglo donde ha adquirido carta de plena naturaleza y ha afinado todos sus recursos literarios. Sebald es, desde luego, un referente señero, pero entre nosotros hay escritores como Javier Marías donde la identificación entre autor y narrador es difíl de elucidar y en que emplea una serie de técnicas narrativas, es afecto a lo que en lenguaje cinematográfico, llamaríamos cameo, que hacen que sus narraciones, en gran parte, pertenezcan de pleno grado a esta modalidad. Desde luego podría argumentarse que en la literatura hay ejemplos antiguos, así, esa vasta obra que es la indagación de los mecanismos psíquicos del yo y la memoria, A la busca del tiempo perdido, pero el Marcel de esta novela, aunque sepamos que en gran parte puede ser identificado con el autor mismo, es personaje literario de corte tradicional, de tal manera que casi podríamos argüir que este es uno de los últimos grandes personajes novelescos que ha dado la literatura del pasado siglo, y tanto es así que un pensador como Ortega vio en la obra de Proust el final de una etapa de la novela no una auroral: Santuario, de Faulkner, que le recomendó Antonio Marichalar, sencillamente le desconcertó. Faulkner, ya sí, pertenecía a esa renovación que Ortega no entendía por sensibilidad y educación anclada en otra época.
Este literatura del yo ha dado paso, últimamente, a una literatura del yo y su entorno, una literatura que sigue esas mismas técnicas narrativas pero que se ocupa de la órbita que gira en torno a ese yo que el lector identifica con el autor, principalmente la familia.En poco tiempo, en nuestro país han aparecido una serie de obras donde se incide en ese aspecto, y son varias y variadas, y editadas en un relativo período de tiempo muy corto: hay más, pero destacan libros como El comensal, de Gabriela Ybarra; Lo que a nadie le importa, de Sergio del Molino y También esto pasará, de Milena Busquets, éstas entre las generaciones más jóvenes, y Así empieza lo malo, de Javier Marías; El niño descalzo, de Juan Cruz; El balcón en invierno, de Luís Landero y La isla del padre, de Fernando Marías, ésta galardonada con el último Premio Biblioteca Breve, entre los autores más maduros y consagrados. Todas, ya digo, aparecidas en el plazo de menos de un año y que nos lleva a pensar que nos hallamos ante una nueva modalidad de esa literatura de confesión que ha abandonado el ámbito del ensayo o las memorias para inmiscuirse en la novela, el género más heterogéneo y mezclado de todos los habidos en la literatura. ¿Significa ello que el personaje novelesco está comenzando a desaparecer? Desde luego si nos atenemos a la literatura de géneros, eso no parece ser así, y no hay más que echar someros vistazos a la novela negra, tan de moda hoy día, o a la histórica, género mayor respecto al número de lectores, para darnos cuenta de que esto está lejos de que suceda. Pero lo cierto es que la novela ya no tiene la capacidad de generar personajes como los de hace décadas, y no hablo de David Copperfield, Ana Karenina o Fortunata o Torquemada o la Bovary, esos grandes personajes en la época que los dio por decenas, sino a Aureliano Buendía o Pedro Páramo o Juntacadáveres, por poner ejemplos señeros de nuestra lengua y en tiempos más cercanos, y si es cierto que hay personajes como el comisario Montalbano, que nos puede servir como resumen de los numerosos que pululan hoy día por el género negro, lo cierto es que, en el fondo, son versiones más o menos felices en su estructura caracteriológica, de los grandes del pasado, desde Lupin a Maigret pasando por Marlowe o Spade, y ello por no referirnos a los personajes tremendos que abundan en los best sellers, meras copias de los personajes decimonónicos pero a los que se les ha quitado la sangre y están carentes de vida. Sólo subsisten en aquellas narraciones que, como El señor de los anillos, están estructuradas alrededor del mito y, por lo tanto, son deudoras de un anacronismo. Y lo mismo sucede con los personajes de la ciencia ficción, anacrónicos en el fondo pero proyectados en un futuro. El personaje literario se refugia en el género, como si le costara expandirse en la novela que no pertenece especificamente a ninguno de ellos, y es aquí donde encuentra terreno para esa literatura del yo y lo confidencial que se está enseñoreando de una buena parte de la narrativa de cierto nivel literario. Mientras, el personaje de entidad, tan propio de la literatura del XIX o de la primera mitad del XX, campa a sus anchas por el cine y las series de TV. Tony Soprano, sigo poniendo ejempos emblemáticos, es uno de los grandes personajes narrativos del siglo actual, pero no es personaje literario,sino de televisión, donde el folletín, ese gran invento del XIX y la novela realista, ese otro gran invento del XIX, se han aposentado bajo la forma del guión televisivo. Los resultados son espléndidos.
Las novelas de Fernando Marías, Gabriela Ybarra y Milena Busquets, La isla del padre, El comensal,También esto pasará, tratan la perdida de un progenitor, padre o madre, algo que Marcos Giralt Torrente indagó en Tiempo de vida, publicada en 2011. Tanto Fernando Marías como Milena Busquets, incluso, han coincidido en unas recientes jornadas sobre el humor en el duelo, donde defendieron, uno bajo la evocación del padre ausente, la otra, describiendo la ausencia dejada por su madre, la escritora Esther Tusquets, la necesidad del humor como necesario vínculo con la realidad en esa asunción de la pérdida del ser querido. Por su parte Gabriela Ybarra ha conocido cierto eco con su novela, El comensal, donde da cuenta de la muerte de su madre por cáncer y el asesinato de su abuelo por ETA en 1977. Ybarra ha querido corporizar en cierta medida la muerte, que es ausencia, justo para restarle importancia. En todos estos casos, y a través de la narrativa, se da forma a una especie de exorcismo mediante la escritura, donde esa terapeútica del arte se transmite mediante el uso íntimo de la lectura a aquel que lo comparte. Es una literatura de la intimidad más dolorosa, y aquí el personaje literario es el autor mismo, y bastante desnudado. Una forma de dar cuenta de lo íntimo que es muy moderna. Los tiempos anteriores se caracterizaban por un pudor mucho mayor a la comunicación pública. Es modalidad literaria imposible de concebir en épocas donde la discreción era norma común en lo social.
De índole muy distinta son la novela de Luís Landero, donde evoca la figura de su abuela, El balcon en invierno; la de Javier Marías, Así empieza lo malo, donde figura un personaje que es su tío, el cineasta Jesús Franco, apenas velado y aparece el filólogo Francisco Rico y Lo que a nadie le importa, de Sergio del Molino, una disección de la España de los sesenta mediante la recreación de su abuelo y sus padres en esos años. Aquí lo personal no se evoca por un dolor sobrevenido sino por la necesidad de explicarse uno mismo esa parte de la personalidad que tiene que ver con los vínculos familiares. Otro modo de intimidad más pausado pero no menos intenso. Aquí lo que se esclarece es el pasado mediante el uso del album de familia. Es la búsqueda de los vínculos de un léxico familar, en feliz expresión de Natalia Ginzburg. Por su parte, el libro de Juan Cruz, El niño descalzo, es celebración del abuelo que es él en carta dirigida al nieto Oliver donde le da cuenta de su vida y la de la madre del niño, que es su hija. Juan Cruz es escritor que borda la evocación familiar y en este libro ha realizado un tour de force literario que puede remontarse a esa alegría en la celebración de lo familiar que es El arte de ser abuelo, de Víctor Hugo.
Pero esa tendencia respecto a la expresión se ha visto desbordada últimamente por una tendencia a la novela de iniciación, de buena fortuna en la literatura centroeuropea desde que Schiller sentó sus bases y Goethe la canonizó en cierta manera con Las cuitas del joven Werther y que entre nosotros nunca tuvo arraigo, piénsese que el Pedrito Andía de Sanchez Mazas es una rareza, lo que no deja de ser curioso en un país de claras tendencias afrancesadas, en el siglo pasado Le grand Maulnes y en otro orden de cosas Zazie dans le métro renuevan el género en nuestro vecino país. Pues bien, en cuestión de pocos meses han aparecido en el mercado tres novelas de clara tendencia a la Bildungroman, e incluso que cumplen casi estrictamente, si salvamos la obligada quiebra temporal, con el canon otorgado al género. Me refiero a la novela de Sabino Méndez, Literatura Universal, a Entusiasmo, de Pablo D´Ors y a El joven sin alma, de Vicente Molina Foix, subtitulada con pleno acierto Novela romántica, narraciones que se desmarcan de esa tendencia a expresar lo que se debe a los ancestros para fijar la mirada en la propia tendencia espiritual, a ese crecimiento que desde Schiller es, al describirlo, digno de ser tomado en cuenta por los demás, al modo de un espejo que reflejara una imagen por vía vicaria de uno mismo.
Las tres novelas son, además, expresión de una época, la que se extiende desde los años sesenta a los ochenta, algo nada raro si tenemos en cuenta que los tres autores pertenecen por edad a reflejar esas determinadas décadas: Molina Foix la de los sesenta; Sábino Méndez la de los setenta, téngase en cuenta que el autor fue letrista y guitarrista de Loquillo y los trogloditas y, por ultimo, la del escritor y sacerdote Pablo D´Ors cuya manera de expresarse refleja muy bien la tendencia posmoderna tan común en los ochenta y noventa.
No es momento de analizar esta curiosa tendencia a la Bildungroman, pero sí dejar constancia de ello para lo que nos ocupa, el de dar cuenta de esa tendencia a difuminar al personaje literario a favor de una indagación en lo personal. Tendencia que refleja como pocas cosas el carácter de nuestra época, dada a la indagación en un yo que está ya partido en innumerables partes y necesita recomponer una apariencia de unidad, aunque se sepa ficticia o, por lo menos, abocada al fracaso.

Fotografía de Ben Sandler