Charles Baudelaire. Retrato de Nadar 1855

 

Decir que a un autor se le juzga únicamente por su obra es perpetuar una de las mentiras más elegantes de la literatura. Leemos sus libros, analizamos y sopesamos el valor de las aportaciones, desde luego, pero a la mínima oportunidad de filtrarnos entre las páginas de sus diarios o de memorias y biografías, no vacilamos. La línea entre estas dos curiosidades es demasiado difusa. Puede ser interés por el contexto o puede ser lo que hace años una joven poeta polaca denominaba “intrusismo en el más allá” a propósito de la vida de algunos ilustres finados.

Ilustrísimo entre todos es Charles Baudelaire (París, 1821 – París, 1867), que cumple los requisitos de esa ambivalencia como figura de las letras. Dandi por antonomasia, coqueto merodeador de los bajos fondos parisinos, quizá el primer flâneur y hombre desesperado, fue nombrado padre de la poesía moderna –con suficiente perspectiva– por Marcel Proust. Bajo su influencia han escrito innumerables poetas (y aspirantes) desde entonces y acerca de su biografía se han interesado destacados intelectuales posteriores a ese tiempo: Jacques Rivière, Paul Valéry, T. S. Eliot, Jean-Paul Sartre o Walter Benjamin. Y aunque queda fuera de toda duda su genialidad poética, pocos lectores se han sustraído al placer voyeurista de indagar en la trama de su vida y las líneas maestras de su oscurísimo carácter.

Una de las aportaciones más sustanciosas la hizo un discípulo de Mallarmé llamado Camille Mauclair, homme de lettres que enfocó directamente el asunto más capital y turbio de la vida del poeta francés –y de casi cualquiera–. En 1927, sesenta años después de la muerte del protagonista, publicó la Vida amorosa de Charles Baudelaire. Ahora, casi un siglo más tarde, la editorial WunderKammer recupera este clásico en un mes tan propicio como febrero. La intención de Mauclair es clara desde el prefacio: «Me he limitado a mostrar las relaciones de Baudelaire con la feminidad y el amor, que ocupan un lugar extenso en su obra», y para ello acude a la información –y, sobre todo, los indicios– que le proporcionan los escritos por entonces inéditos del poeta, la correspondencia, las biografías que sobre él se escribieron, los retales que quedaron de la vida de sus amantes y, sobre todo, lo que de esas relaciones cristalizó en sus libros –con especial atención, como es evidente, a Las flores del mal–. Esa labor de arqueología literaria le permite encontrar fundamento para construir un ensayo ligero que se puede leer como una novela en la que destaca el simultáneo ascenso del autor y la caída del hombre.

¿De qué modo pudo haber amado una persona que declaraba que «la voluptuosidad única y suprema del amor consiste en la certeza de hacer el Mal»? La respuesta es obvia: de un modo precario. En Vida amorosa de Charles Baudelaire empezamos conociendo a un niño que, en palabras del autor del libro, experimenta un «incesto sentimental» con su madre, a la que idolatra durante su viudez y posteriormente pasa también a despreciar por los celos que siente tras sus segundas nupcias con el general Jacques Aupick. Esa doble vertiente le marca de por vida. Continuamos descubriendo, en una aproximación fielmente cronológica, cómo se muestra incapaz de interpretar el amor como una integración emocional y erótica: en los prostíbulos vence su timidez y contrae la sífilis; allí conoce a la joven Sahara, en la que descubre su gusto por las anomalías físicas (la llama Louchette haciendo referencia a sus ojos bizcos). Poco después, en un teatro, queda prendado de Jeanne Duval, mujer que le acompañará durante el resto de sus días en una extraña dependencia mutua de placeres y economías. Por último, revive la esperanza de un amor total con Madame Sabatier, de la que Judith Gautier dijo: «Tres gracias irradiaban de ella en la primera impresión: belleza, bondad y alegría». Durante cinco años el poeta envió cartas con remitente anónimo para conquistar a esta joven que, entretanto, era pareja de su amigo Hippolyte Mosselman. Pero como impotencia e infidelidad fueron siempre una constante en su vida amorosa, al tiempo que estas mujeres la protagonizaron Baudelaire frecuentó la compañía de otras, siempre desde una actitud de timidez y menosprecio y siempre, también, dedicándoles algunos versos en los que casi siempre aparecían mitificadas.

Según Mauclair, Las flores del mal «son solamente la continuación orquestada de los acontecimientos íntimos de la vida de su autor, y sin estos acontecimientos los poemas perderían su verdadero sentido». En esta afirmación percibimos de manera muy visible la refinada mentira a la que aludíamos al principio: sin ocultarlo, pero sí barnizándolo con la prosa y el artificio de la investigación filológica, Camille Mauclair sostiene que los poemas quedan subordinados a su razón y origen, como si la obra no se defendiese por sí misma. En todo caso, y tal cómo él mismo sigue apuntando: «Con detritus sucios, la Naturaleza hace admirables cosas. Es pura química. Con sórdidas aventuras y tristes desgarramientos permite a ciertos seres hacer poemas maravillosos».

 

 

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