“Así cumplo mi deber en la vida que es el de contar cuentos”. Las palabras finales del cuento “Clave para un amor” (del libro Historia prodigiosa, 1956, pero que también editó Losada de manera autónoma en 1999) pertenecen al alter ego de Bioy Casares, pero en esos términos, uno sospecha, acierta un elogio para sí mismo como autor y una condena, porque escribir es sentir la desesperación y el hondo hastío por el mundo. Una penitencia autoimpuesta y a la vez huidiza de la voluntad de uno.
Pareciera, sin embargo, que no aplica en Bioy aquella sentencia del a veces resentido Hemingway de que escribir es sencillo, “todo lo que tienes que hacer es sentarte frente a una máquina de escribir y sangrar”, decía. Bioy escribe, sí, pero su agobio no corresponde a una inversión emocional sino a la labor de componer conceptos arduos y estructurarlos como un arquitecto analítico y reflexivo. No en vano “Clave para un amor” cuenta con dos momentos aclaratorios, como si Bioy creyera que el mundo de la literatura, tantas veces ambiguo y confuso, necesitara una coyuntura expositiva de claridad y precisión.
Su deber fue el de contar cuentos o a ese destino finalmente sucumbía, explorando temas filosóficos, metafísicos o científicos, que daban a su narrativa un tono intelectual y especulativo. A la vez, sus personajes, a menudo sumergidos en el análisis de sus pensamientos y emociones, añadían una complejidad introspectiva a la desde ya compleja atmósfera fantástica.

Que es un perito arquitecto lo muestran los restos de templete grecorromano consagrado a Baco que construye enigmáticamente y acaso su erudición se despliegue en las variadas expresiones latinas, alemanas o francesas (“miles gloriosus”; “das Ende, finis, balte lá”; “le vent se lève”) que armonizan con un personaje que busca respuestas en la Enciclopedia Hispanoamericana sobre los detalles de la liberalia.
De esta colección de seis cuentos destaco el segundo, que contiene muchos de los atributos que Bioy concedía y al que se le puede sumar otro, el ejercicio de la literatura del tipo “misterio de habitación cerrada”. Aunque no se trate en sí de una ficción detectivesca, comparte sus elementos característicos, que involucra un misterio o crimen en un lugar aislado o cerrado y un grupo de personas, por lo general numeroso, compuesto por víctimas, culpables y secretos.
Si en Asesinato en el Orient Express, Agatha Christie propone un viaje en tren desde Estambul y en Diez negritos, una mansión en una isla azotada por la tormenta que los incomunica con el mundo; si el juego Cluedo ofrecía en un tablero las habitaciones, pasillos y pasajes secretos de una casa para intentar descubrir quién asesinó al Dr. Black, con qué arma, y en qué habitación; si en el cine hay todo un género conocido como «whodunit», porque hay que responder a la pregunta de «¿quién lo ha hecho?» («Who’s done it?”); Bioy emplaza las acciones en un hotel kafkiano y responde a la pregunta básica con las alternativas que da su ficción conjetural y teórica.

Adolfo Bioy Casares
Que el marco sea inquietante por su absurdidad hace la diferencia y demuestra la codicia literaria de Bioy, su imaginación emergida de un sueño y volcada al papel con líneas cristalinas. El cuento propone una aparición divina que exalta el carácter y las habilidades de los individuos. No tan curioso es que al narrador lo sofocara “una suerte de júbilo intelectual” y que se disipara antes de escribir la historia para hacerlo con sus modestas facultades.
El cuento se divide en dos partes. En la segunda, Bioy desarrolla, explica, aclara, argumenta, usa la razón, se siente amenazado por su lógica implacable y cede a sus peticiones. La primera es puro goce. Se lo lee dominado por la cordialidad y la alegría. En ocasiones pareciera que no quiere llegar a ningún lado, y eso es bueno. En la segunda parte, cree que no ir a ningún lado perjudica una trama que aún no existe en su totalidad. En la segunda parte, obligadamente, debe crear la trama.

Lucas Damián Cortiana
