Orlando Agosti (derecha), Jorge Rafael Videla (centro) y Emilio Massera, figuras centrales de la dictadura militar argentina, asisten a una ceremonia oficial en 1977. AFP

 

Dos de mis metáforas favoritas acerca de la dictadura militar argentina están contenidas —aunque decir “contenidas” no les hace justicia porque en realidad fueron liberadas al éter y liberadoras para la gente silenciada— en las canciones “Canción de Alicia en el país” y “Los dinosaurios”. Ambas escritas por Charly García; la segunda grabada por Serú Girán. Demostraciones de que los vencidos también cuentan una historia; que la pena de un pueblo vale la pena ser descrita y si es contemporánea, vale la valentía. Metáforas para no olvidar a los desaparecidos, acerca de la fragilidad del poder y la inevitabilidad del cambio, de la represión orquestada por un gobierno de facto.

No fueron los únicos en hablar, en una época donde todo asomo de pensamiento parecía un gesto subversivo y la ironía una forma de resistencia: “No cuentes lo que hay detrás de aquel espejo, no tendrás poder, ni abogados, ni testigos”, decían, utilizando a la Alicia de Carroll como representante de un pueblo argentino sin libertad. Entre aquellos, María Elena Walsh se destacó escribiendo uno de los textos más audaces y entrañables de nuestra literatura política: “Desventuras en el País-Jardín-de-Infantes”. El título, deliberadamente pueril, opera como una máscara: la escritora no infantiliza la tragedia, sino que la expone desde la lógica deformada de quienes, desde el poder, trataron a una nación entera como a un conjunto de criaturas incapaces. Dice: “Hace tiempo que somos como niños y no podemos decir lo que pensamos o imaginamos […]. El ubicuo censor transforma uno de los más lúcidos centros culturales del mundo en un Jardín-de-Infantes fabricador de embelecos […]. Es un estafador de energías, un ladrón de nuestro derecho a la imaginación”. El país-jardín no es un espacio de aprendizaje ni de juego, sino un régimen de obediencia, donde el censor vigila lo que se canta, lo que se lee, lo que se piensa, y hasta lo que se desea.

 

 

El ensayo —publicado en Clarín en 1979, en pleno régimen militar, y en 1993 por Editorial Sudamericana— es una pieza breve pero devastadora. Un texto en que Walsh pone su cuerpo en el frente de la batalla física y desgarrada, y su espíritu libre en la guerra cultural invisible contra las mentes déspotas: “somos veinticinco millones de sospechosos de querer pensar por nuestra cuenta, asumir la adultez y actualizarnos creativamente, por peligroso que le parezca a bienintencionados guardianes.” Y lo hace con un tono lúdico y corrosivo, convirtiendo en fábula lo que era una pesadilla colectiva. Se coloca en la categoría de lo sedicioso y agitador pero con la noción clara del precio que se podía pagar. La represión no aparece descrita desde el espanto, sino desde el absurdo: la prohibición de canciones inofensivas, la censura de ficciones, el temor a la metáfora. Y la compara con la España franquista: “Esa triste España donde había que someter a censura previa las letras de canciones, donde el doblaje de las películas convertía a los amantes en hermanos, legalizando grotescamente el incesto”. El disparate, dice sin decir, se ha vuelto norma. Y lo que no encaja en el molde escolar —esa suerte de pedagogía autoritaria— debe ser eliminado, silenciado o corregido con línea punteada. Walsh ya había escrito “El reino del revés”, un mundo con la lógica invertida, con leyes disparatadas que invitaban a pensar en que las sociedades pueden cambiar sus valores y normalizar las injusticias, el odio y la apatía: “un ladrón es vigilante y otro es juez”; o “que dos y dos son tres” a la manera orwelliana en 1984 en que 2+2 “son cinco. Y otras, tres. Y en ocasiones son cuatro, cinco y tres a la vez”, refiriendo a la manipulación de la verdad que ejercen los poderes políticos.

Más que una denuncia explícita, el texto nos obliga a mirar el rostro del autoritarismo desde la distancia crítica del humor, pero sin concesiones. Walsh denuncia que el “reino”, el “país” o el pueblo vive con la tensión fascista en cada esquina y que hasta “el taxista calvo” proclama suelto y atrevido que “fusilaría a los muchachos de pelo largo”. Al nombrar al país como “jardín de infantes”, Walsh subvierte el lenguaje de los opresores, lo exhibe en su ridiculez y, con esa operación, lo desarma. La infancia forzada a la que alude no es la de los niños reales, sino la del ciudadano reducido a la obediencia. El resultado es una alegoría feroz de la censura y de la infantilización sistemática del pensamiento. Algunos, zombis con la voluntad dominada, engranajes del mecanismo, fascinados por el rostro monstruoso que también seduce, condicionados en su voz interna por jerarquías externas, agacharon la cabeza naturalizando el Proceso, otros prefirieron “mil veces correr el riesgo que entraña la libertad”.

Ese gesto —el de escribir en medio del terror con la valentía del juego— fue, en sí mismo, un acto de libertad. En un país donde lo simbólico era perseguido con ferocidad, María Elena Walsh se atrevió a escribir como si todavía se pudiera cantar. En un país donde las grandes mentes debían dejar su patria para no morir, Walsh permanecía de pie en su tierra como si las metáforas no fueran condenadas al exilio. Y combatía con su derecho a pensar como si la lucidez no fuera un delito.

 

María Elena Walsh