Foto de Rodney Smith

 

Hace treinta y dos años leí por primera vez El país de octubre (1955), de Ray Bradbury, en la séptima edición de Minotauro, de 1979. Tenía unos diez años y la puerta abierta de la biblioteca del Colegio Santa Cecilia ofrecía universos y promesas, el futuro irrompible y la vida por delante. La lectura me resultó una revelación difusa que me generaba un tumulto en el corazón y en la mente; sentía la aparición del mundo adulto pero algo más, las palabras que daban vigor a un submundo, a una contracara de la realidad, a un revés de los sueños. Los cuentos de Bradbury hablaban de momias en catacumbas en un pueblito de México, de un viejo muerto en una cama pasando su legado a otro hombre, de un laberinto de espejos; imágenes que retuvo mi memoria con una mezcla de temor y presagio. La cara de Bradbury que obtuve de una edición de Crónicas marcianas se me aparecía por las noches, y al encender las luces permanecía la emoción oscura, la quietud de la niñez que se veía perturbada. El autor aseguraba que en aquel “país de octubre” “la medianoche no se mueve”, que por allí pasa gente “por las aceras desiertas con un sonido de lluvia”. El libro era, antes que una estación del otoño boreal, un estado de ánimo, un calendario secreto que Bradbury le mostraba al que quisiera internarse en él. Y yo lo crucé a la primera.

Poco más de treinta años después, abrí el mismo libro en un hospital. Mi amigo Andrés dormía en la cama, con los tubos y los sonidos metálicos de los aparatos interrumpiendo el silencio. Una barba débil y blanca le había crecido en el rostro imperturbablemente lampiño. Yo estaba en la silla de acompañante, con una luz mínima y el ejemplar abierto sobre las rodillas. Era ya de madrugada. Releí aquellas páginas como si fueran nuevas, aunque las recordaba de memoria. Cuando llegué a “El siguiente en la fila” pensé que Bradbury había escrito para ese instante preciso, para una vigilia en la que uno comprende que el tiempo humano es finito, que la vida es demasiado frágil.

Este hombre caminaba y este hombre cantaba y este hombre tenía tres mujeres, y este hombre murió de esto, y aquel de aquello, y el tercero de otra cosa, y el cuarto fue fusilado, y el quinto fue apuñalado, y el sexto cayó muerto de pronto, y el séptimo se emborrachó hasta morir, y el octavo murió de amor, y el noveno se cayó del caballo, y el décimo tosió sangre,…

y así enumerando hasta el vigesimosexto.

 

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El alma del libro funcionó en tiempo real, colándose por un intersticio de la habitación. Donde a los diez años veía una poética de lo macabro, ahora veía una conversación con la muerte. La muerte como visitante discreta que se sienta en la habitación y espera sin apuro. Quieta y anhelante, venida por sus asuntos pendientes. Cada cuento resonaba distinto, menos como fábula de terror, casi nada como retrato exagerado, más y más como la confirmación de que todo octubre personal llega. Abandonados a un cielo demasiado ancho, a una habitación demasiada estrecha, desplegando algún tipo de alas, entre pájaros extraños y solos. ¿Habría visto Andrés alguna vez un cielo así? Cada amistad, cada cuerpo, cada palabra compartida, con su límite invisible que de pronto se vuelve tangible. ¿Habría visto alguna vez pájaros como esos? ¿Los habría soñado?

Mi amigo falleció al día siguiente. Pienso que, de alguna manera, la relectura fue un modo de acompañar su tránsito: leer en voz baja, aunque no dijera nada, era estar del lado de la vida mientras él iba entrando en otra parte del país de octubre. No sé si lo escuchó, no sé si lo percibió, pero yo necesitaba ese gesto mínimo de leerle como quien enciende una vela, como quien descarga un peso terrible, como quien suspira muy profundo y se alivia.

La literatura —pero también la tristeza y la vida y la muerte—, en ese momento, yendo y viniendo por mi antigua memoria juvenil, como por pasadizos polvorientos, quitando telas de araña, arrastrando viejas noches del fondo de un pasado insistente hasta llegar al presente con la intensidad de lo inalterable. Y como un pequeño sol que aún no asoma, la literatura, arma de la resistencia, murmullo contra la oscuridad, insignificante y sin embargo eficaz. Bradbury estaba esa madrugada, como la enfermera holística, con la contundencia de la palabra verdadera, mientras todo lo que amamos se pierde, mientras lo perdido encuentra un lugar en nosotros, como una sombra irregular en un territorio otoñal donde sigue habitando.

El remanido Heráclito diría que nadie puede leer el mismo libro dos veces: ni uno ni el libro son el mismo. Algo que ayer parecía verdadero puede volverse falso, un país fantástico puede ser mapa íntimo de lo vivido y lo perdido. Por ejemplo, el cielo no es el mismo, ni tampoco lo son las calles, y alguien vendrá a explicarnos que a los diez uno es ingenuo y hay algo puro que no tiene la resignación de los cuarenta y dos, y la confusión que es misteriosa a los diez y es imbecilidad a los cuarenta y dos. Y leer. Que al principio aparenta una apropiada bienvenida, pero todos sabemos que leerle a un hombre que apoya su cabeza en la almohada y cierra los espesos ojos, se parece a un acto de despedida.

 

Ray Bradbury