Foto de Anastasia Samoylova

 

La escritura de Bertrand Russell en Ensayos impopulares (1952) actúa como un laberinto de espejos. En los momentos en que el entusiasmo y su verbo iluminado nos dejan leerlo feliz, refleja múltiples perspectivas y significados; crea una ilusión de espacio y profundidad y juega con la percepción del lector en tanto plantea las preguntas, propone las respuestas y comenta la estupidez humana con ambigüedad e ironía.

Como un rey, una mago, un genio, un viejo o un loco, desarrolla con gravedad nuevas teorías sobre temas menores como los poetas del posromanticismo (y los atuendos que utilizaban, la actitud mansa y “carente del divino fuego que uno espera[ría] en un poeta”, la innecesaria grandilocuencia) y fomenta, sin culpa de contradecir o negar asuntos serios y sagrados, un pensamiento alternativo a las doctrinas que sobrevivieron a todas las épocas y a las supersticiones que resistieron a toda lógica y ciencia hasta hoy. Dice: “no es suficiente reconocer que todo nuestro conocimiento es incierto; es necesario aprender a actuar sobre la base de las mejores hipótesis sin creer dogmáticamente en ellas”.

Es altanero en ocasiones, impertinente en otras, a veces abierto y expectante como un niño, pero en todas ellas, perfecto en su voluntad de ejercer su derecho al pensamiento. Dice del “hombre de mentalidad modernista”: “no tiene ningún deseo de pensar mejores pensamientos que sus prójimos. Suprime en sí lo que tiene de individual, en pro de su admiración por el rebaño”. En cambio Russell nunca es un inerte observador de los pueblos ni un pasivo escucha de las voces de su mundo, aunque todo lo que ha aprendido esté allí. Es un sabio, de él también puede aprenderse todo o mucho, o como él mismo explica en el tema “Las funciones de un maestro”, es un maestro si cumple con la premisa fundamental, “producir la clase de tolerancia que surge de comprender a los que son distintos a nosotros”. Y Russell muestra lo distinto, lo examina, lo desnuda, lo compara, lo penetra, y lo juzga, sí, pero crea un campo en que la convivencia con sus ideas no sea sólo conceptual sino real.

 

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Elogia y censura por igual a la moralidad, la religión, la política o la educación; fantasea, como los distopistas Orwell y Huxley, que no “existen límites para las absurdidades que, mediante la acción del gobierno, pueden llegar a ser creídas en general”; inventa tres finales para la raza humana (uno de ellos, dice en plena Guerra Fría, no será en la próxima guerra mundial, a menos que esta se postergue demasiado tiempo); por los senderos del pasado y el presente, viaja, a veces errando, hacia el futuro al que su retórica lo lleva (de allí aquella máxima de Wittgenstein de que “los límites de tu lenguaje son los límites de tu mundo”).

En el prólogo, el mismo Russell afirma que sus ensayos “tienden a combatir el desarrollo del dogmatismo, ya sea de derecha o de izquierda”. Pero, ¿qué significa “combatir” los dogmatismos en este siglo de polarización? ¿Es posible evitar un mundo en el que las ideologías y las creencias parecen estar cada vez más divididas?

Russell logra su objetivo desafiando las convenciones sociales y el orden establecido a la vez que provoca al lector a cuestionar sus propias convicciones, pero es víctima de una coyuntura paradojal: al buscar “combatir” el dogmatismo, Russell está también, de manera inevitable, contribuyendo a la concentración de un pensamiento, al fin de la discusión. Quizás, consciente de esta trampa que le tiende la dialéctica, se adelanta en el primer capítulo, al decir que “el desprecio por [una] filosofía, si se desarrolla hasta el punto de hacerse sistemático, es en sí mismo una filosofía.”    

 

Bertrand Rusell

 

Un hito en estos ensayos es la exposición que hace acerca de la “santidad de los cadáveres” en ciertas culturas orientales donde la práctica corriente de la medicina occidental de trabajar con cuerpos muertos se ve como una aberración, mientras que enseñar las técnicas de disecado con criminales vivos, parece ser menos escandalosa. En el contexto de estos ensayos, es difícil no ver una analogía con los discursos tradicionales intocables y asimismo intangibles, pues poseen un carácter metafísico y se originan de sociedades arcaicas, y los nuevos pensamientos, vivos, orgánicos, modernos y contemporáneos, pero fácilmente condenables sin que medie culpa ni contrición.

Pero la prueba sobresaliente de su humor lateral y una ironía pulida en los devenires de la vida ilustrada, es la escritura de su propia necrológica en 1937 (ya había ejercitado ese tipo textual y probado la extraña sensación de leerse muerto tempranamente en 1920), dando que pensar si fuera aquella una expresión augural que le permitía vivir el resto de sus años de acuerdo a “sus principios curiosos, pero que, fueren lo que fuesen, gobernaban sus acciones.”  

En una época de libros que se leen y se desechan, Ensayos populares resiste al polvo de los estantes, siendo de esos de consulta obligatoria, que nos permite reconocernos en nuestra misteriosa humanidad como en un espejo.

 

Lucas Damián Cortiana