El metro entre uno y otro, la distancia maldita, coherente pero irracional a la vez. Son tres baldosas de 30 cm y un poco más, es el sistema métrico de la cola de los bancos y Rapipagos. Cuerpo emancipado de otro cuerpo, no sujetos, no juntos, en divorcio, como la última voluntad de las comunidades, esconder el cuerpo propio del alma ajena. Es un metro, y entre medio, un territorio que no se puede usurpar. Puede ser la loma de una vereda despareja, el pozo, bosta o paloma muerta. “Se me separa, señora”, dice el milico de chaleco naranja flúor: los ojos de un estado que pretende ubicuidad. Fila de hormigas estáticas —insectitos no comunitarios que responden a intereses privados— que se alarga hacia atrás, una cuadra, gira en la esquina, rebota contra un auto que sale del garaje sin tocar bocina: todos se enteran de la indiferencia. Desde las 7 de la mañana el primero; el último acaba de llegar y son casi las 10, dice un “buen día” bloqueado por barbijo que nadie escucha, no hay contacto con los ojos, todos se muestran las espaldas y ese muro no se derriba con fórmulas de cortesía. Lo consigue romper una tos, carraspear de limpiarse la garganta, uno lo manda a morir al dormitorio. Otro estornuda un estornudo de sol: un muchacho barbón a la moda; el vecino inquiere en los bigotes, por gotas de saliva, otro más lo mira, receloso, el muchacho abandona la fila y se lanza abruptamente a la soledad dispersa de otras soledades.
Algunos quieren escapar de la sombra de los edificios altos, buscan la hendija que caliente. Porque hoy hace frío, hay viento, pero el solcito, hela. “Me hubiese quedado en mi casa”. “¿Para qué?” —le responden— ¿Tenés a alguien que te abrace?” Yo entendí “abrase”: como suele suceder, no sirve para mucho buscar las metáforas, ellas nos encuentran cuando la tristeza empieza a ganar. Pero ya que están allí, en la hilera dura y rigorosa, existiendo, consienten en reaccionar con fastidio, porque el imaginario colectivo es infectocontagioso: uno piensa, pero piensan todos…: huir, nunca haber venido, respirar menos contigo, despejar la ciudad de este, de aquel, de ese. Tomar la determinación de no dirigir la palabra, esquivar el aire que propala. Pero la fila reúne y a la vuelta habrá que quemar las ropas, desnudarse en la ducha para no quedar marcados por ese signo de muerte que está en las calles del centro. Los músculos tensos, protegiendo desde adentro, al dios profundo, que es uno mismo ¿Cómo conciliarnos si la impresión del otro es la del enemigo? Porque el territorio no es virgen, es más parecido a un campo de batalla. Por eso, encarnizados por la vida, sabemos de inmediato qué vida vale más. Cuál vale menos. ¿Y qué hay si esa precaución descuida al otro, si en la paranoia izamos los puentes que conectan y no dejamos pasar a nadie? ¿Si volvemos a casa sin extrañar al otro? ¿Si empezamos a extrañarnos a nosotros mismos, lo que alguna vez supimos ser? Muy en serio, esa distancia que tomamos puede distanciarnos, también, de nuestro centro, como una fuerza centrífuga que deshumaniza.