Ramón Gómez de la Serna, nacido en Madrid, siempre tuvo, como tantísimos vecinos de la Villa y Corte, mucho miedo al frío de nuestra ciudad, hasta tal punto que en su literatura, periodística, memorialista o en sus cartas, dejó numerosos testimonios de ello. Su biógrafo, Gaspar Gómez de la Serna, en Ramón (Obra y Vida) (Taurus, 1963) ha dejado constancia de ello. En una carta que le envía Ramón en mayo de 1959 desde Buenos Aires le escribe: “Me he aclimatado en este cuarto de siglo a un clima blando y gracias a eso también vivo”. En esos años, Ramón consideraba la posibilidad de volver a Madrid definitivamente. Gaspar nos informa que previendo ya el final de su vida -la mala salud y la enfermedad le fatigaban- “vivía agitado entre el deseo de ir a Madrid y el miedo a ir, en cuyo dilema llegó a imaginar que acaso podría arbitrar un sistema alternante entre Madrid y Lisboa que le permitiera pasar sus últimos años esquivando la dureza del invierno madrileño, al que había cobrado verdadero temor”. “Siempre luchaba esa ilusión -apostilla Gaspar- con el miedo al clima de Madrid”. Sensible a los efectos devastadores del frío, muchos años antes, como ejemplo, entre otros muchos, que se podrían traer a colación, escribió desde la capital de Francia, un artículo para La Tribuna (3 de noviembre de 1921) titulado “París. Se anuncia el frío” en el que escribió: “En pocos días se ha verificado un cambio radical en París, al que azota el cierzo del invierno. Es la hora de irse, de tomar los trenes que llevan hacia ciudades menos desoladas. Ahora que no existe Moscú -parece que a Moscú y a Petrogrado se los ha tragado la tierra-, París los sustituye. […]. Ya es hora que gracias a nuestras repetidas visitas a París, pensemos otra cosa”. Pero lo interesante de ese artículo es que lo ilustró con un dibujo suyo de un árbol despojado de hojas entre cuyas ramas se repite con insistencia de caligrama la palabra “frío”.

Cuando Ramón escribió el artículo “Todo Madrid constipado” -que hoy rescatamos del olvido- para el periódico vespertino La Tribuna que ahora tienes, estimado lector, en tus internauticas manos, contaba con treinta y un años. Es muy conocido el refrán “El aire de Madrid mata a un hombre y no apaga un candil” que “alude a lo sutiles y finos que son los aires que soplan del Guadarrama sobre la capital de España, que ocasionan no pocas pulmonías con sus tristes resultados, cuando no parece que tienen fuerza alguna” (cita recogida de “PR ParemioRom. Paremiología romance: refranes meteorológicos y territorio”).

Ramón nunca sintió simpatía por la sierra madrileña, ni por el ideario que de ella hicieron los fundadores y pedagogos de la Institución Libre de Enseñanza para quienes Guadarrama era un hito y emblema de su ideario de renovación pedagógica e higienista. Por eso valiéndose del dominio de la greguería (metáfora + humorismo) que él había inventado, habla en él de “las balas de las ametralladoras del Guadarrama” que causan estrago en la población. Como es bien sabido, el temor al frío, y a sus efectos más perniciosos, lo combatía una parte de la población madrileña concurriendo a diario a los cafés, cuyas tertulias se prolongaban durante horas y horas, debido al caldeado ambiente que ofrecían estos establecimientos, que se calentaban por medio de unas estufas cilíndricas -llamadas chubesquis- de las que salían unas largas tuberías que, también, dibujó Ramón, y cuyo dibujo reprodujo en su libro La sagrada cripta de Pombo.

El artículo que ahora reproducimos íntegro de Ramón fue publicado en La Tribuna, el 29 de abril de 1919; contiene elementos literarios y de observación que encierran paralelismos con la situación que vivimos en este momento. Y me ha hecho recordar un pensamiento atribuido al filósofo francés Pascal: «Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación.»

II

 

 

Variaciones. Todo Madrid constipado

 

Cuando sentimos ayer la primera ráfaga del frío, la forada del viento helado, nos dimos cuenta de lo que ya no tenía remedio, ni podía contenerse. “Todos” acababan de constiparse sin remisión. El contraste había sido más brusco “como nunca” y tan brusco “como siempre”. Yo conozco mi mar, como un verdadero marino de la sierra madrileña, y sé lo terribles que son estas inundaciones en que el mar frígido entra en la primavera y coge a la ciudad en fiesta, todos desprevenidos y sin chalecos salvavidas. Por eso yo soy el que, sin ningún amor propio, se pone inmediatamente la escafandra, el gabán y la bufanda, apenándome ver a los que se creen buenos nadadores y se lanzan a cuerpo al mar helado, por no sacar de los armarios los gabanes guardados ya con alcanfor, y por no perder la vana esbeltez y la ligereza.

El constipado general ha sido irremediable. El polvo de rapé que levantó el viento frío produjo coros de estornudos. Las gargantas quedaron ortigadas, de ese modo particular, indudable e irrevocable, que en vano se intenta “pasar”, carraspeando, tragando saliva, bebiendo algo. Ni un raspado de la garganta podría con esa ortigación recalcitrante.

¡Hora traidora con algo de toro, que después de parecer bien matado, se levanta y comienza a embestir y a matar en el ruedo lleno de gentes confiadas!

En el primer momento, como quien da la alarma, hubiera ido gritando por los jardines y los paseos: “¡Sobre todo, huid con los niños!… ¡A casa con los niños!”

Menos mal que no ha caído en domingo el día de la sorpresa, porque el domingo lleno de blusas ligeras y de faroleros trajes de primavera, t[enue]s vestidos y en el paseo para toda la tarde, hubiera quedado sembrado de cadáveres.

En el primer momento de la escaramuza, las balas de las ametralladoras del Guadarrama, han silbado certeras, cargadas, con espiritado aire colado, con las reservas filtradas cernidas por todo el invierno. Solo se habrán salvado aquellos en que haya tropezado la bala puntiaguda y fina en un botón, en una hebilla, en la cartera o en el varillaje de las costillas.

Los médicos han debido pensar, como agricultores sorprendidos por el granizo: “¡Adiós la cosecha!”

El hecho fatal es que la ciudad está constipada. Y hoy todos con la sordera del constipado, se cuidan cada cual con su procedimiento, aunque todos deben preocuparse de no ser imprudentes, porque este es el catarro puente, el catarro que, si se pasa, se ha ganado vida hasta el próximo invierno, y si no, “¡HASTA QUE NOS VEAMOS!”.

Tengamos miedo de las complicaciones, de esa pérdida de cinco minutos, de esa precipitación, de ese pequeño descuido, de esa dosis aumentada o disminuida, de esa omisión o de esa extremosidad, porque “eso” tan sencillo, ese doble y rápido traspiés es casi siempre la muerte. Lo irremediable, generalmente, no es más que ese ligero aturdimiento, ese enredo sencillo y fácil del hilo de la vida.

Así es que, cuidado y a aliviarse. Un poco de paciencia. No hay que preocuparse. Yo ya paso el parte por todos; “Por hallarse indispuestos todos los que se dieron cita anteayer para verse alrededor de tal farola o en tal otro sitio, no podrán concurrir.”

Los jefes, los profesores, los directores, se tienen que dar cuenta también de la catástrofe general. Deben tener un poco de imaginación y no agravar hasta la muerte lo que puede ser ausencia de un día. ¿Es que se necesita un temblor de tierra para ver gráficamente la catástrofe? Un temblor de aire y de temperatura son invisibles, sutiles, pero son tan graves.

Leamos un libro, estornudemos con discreción -aquí no se sabe estornudar, y cada estornudo es una agresión para los demás-, no nos sonemos demasiado y desconfiemos unos días de la Naturaleza, porque la seducción más venenosa y más aciaga para el enfermo es la seducción del sol y del paseíto por el campo que le salvará.

                  Ramón GOMEZ DE LA SERNA