Bertrand Rusell
Estoy leyendo Ensayos impopulares (1950) de Bertrand Russell y no puedo parar de reírme. No, no es una falta de respeto al filósofo británico, Nobel de Literatura y muerto hace casi cincuenta años. Es que los genios hacen reír, sino, no son genios. Son otra cosa. Y aquí me meto en un embrollo, porque esto no significa que todos los que hagan reír son genios, sólo que el buen Russell, que supo analizar críticamente cuestiones profundas y controvertidas como la sexualidad, el sufragio femenino, la igualdad racial y el comunismo, en la obra ya mencionada se permite licencias para el humor inteligente. El mismo autor comenta en el prefacio que dichos “ensayos fueron escritos para combatir el dogmatismo”, palabra seria si las hay, y a lo largo de sus doce exámenes no se sonroja ni un poco en comentarios sobre Gandhi, los teólogos de Boston y Aristóteles, aglutinados todos bajo el encabezado “Esbozo del disparate intelectual”.
“Por otro lado, Tennyson”. Así comienza el primero de sus seis renglones dedicados al poeta inglés. ¡Seis renglones! Brutal. Primero, porque lo sucinto de la descripción le resta prominencia a la personalidad eminente que uno espera encontrar en el capítulo “Hombres eminentes que he conocido”; y segundo… lo segundo es el rigor del chiste y lo bochornoso de ciertas apariencias. Veamos: las fotografías que se conservan de Tennyson lo dejan ver como una especie de hechicero oscuro o astrólogo loco, con una barba larguísima de rey mago y ojos agotados aunque severos. Gran poeta. Gran. Todas sus biografías coinciden en que es uno de los más ilustres de la literatura universal. Posromántico, treinta y tres poemarios, siete obras teatrales, composiciones en verso blanco miltoniano. Sin embargo, lo que a Russell lo llevó a despreciarlo, fueron su “flotante capa italiana” con la que se paseaba por la campiña y que —la indumentaria contribuyó a la impresión— “actuaba siempre de poeta” y exhibía “el comportamiento adecuado a la distracción poética”. La pregunta, está expuestamente manifiesta: ¿qué es actuar siempre de poeta? ¿Qué es comportarse según el despiste que se espera que los poetas tengan? Quien se conduce por la vida como un poeta, ¿se gana enemigos?
El problema, por lo que se ve, no es ser poeta, sino actuar de poeta. El problema para Russell, era el poeta que en reunión de amigos se alejaba a descansar unos instantes de la risa y el bullicio, del vino y la necedad de la “gente común”, de las conversaciones nimias y la ordinariez, y que con aires sombríos y mirada inquisidora, recorría los jardines —imagino exquisitos en Pembroke Lodge— a observar la luna o a sentarse junto a un lago a improvisar loas a los cisnes. Actuar de poeta, con el consabido miramiento ganado a través de la facultad —cultivada en el estudio de Letras, de Latín, tetrástrofos monorrimos y sextillas manriqueñas— o en el venturoso y casi azaroso don, es pedantería y un boicot a la elegancia de la profesión.
Por lo demás, el poeta es, según la RAE, alguien con sensibilidad, no importa de qué índole, importa la sensibilidad. Esa ternura no se actúa; es la susceptibilidad que se percibe sincera y también, igual o más reprochable, si se advierte agotada en el espíritu del poeta o si las apatías, burguesas o burocráticas, la abdujeron de su centro. Más reprochable para Russell, también, quien le dedica a Robert Browning, para muchos el mayor poeta de su tiempo, la peor de las máximas: “completamente domesticado, carente del divino fuego que uno espera en un poeta.” Ser un poeta y olvidarse de serlo es un pecado que debería tener reservado un círculo en la Comedia de Dante.