Infantería norteamericana durante la batalla de Phuoc Vinh, en Vietnam del Sur, 1967
En una escena de Guerra y paz de Tolstoi, Denisov, próximo a entrar en fuego, se ha afeitado, perfumado y lavado los dientes, además se ha puesto su mejor dormán y adornado a sus caballos. Aún en los preparativos de la batalla de Schöngrabern, Denisov no tiene nada que envidiarle a la aristocracia de San Petersburgo que asiste a la velada de Ana Pavlovna al principio de la novela y a la que los hombres se presentan con pantalón, plastrón y frac, según la moda de la época. Como los condenados a la pena capital, es un gesto de humanidad último y digno, prepararse para la muerte o para el combate como para una gala; al menos con una ropa decente como pequeño consuelo para la hora final.
En el Vietnam que narra Alberto Laiseca en La puerta del viento (2014), la noción de limpieza y dignidad se vuelve efímera y esquiva. En el corazón de la jungla vietnamita todo es mugre, en las manos, en las armas, en las decisiones sometidas a decisiones políticas, en las torturas. Para colmo de males, el monzón es aliado de la brutalidad y la deshumanización. Los monzones, con sus cuatro meses de lluvia implacable, propenden a una atmósfera de putrefacción; el aire se carga de olores a podredumbre y la humedad propaga enfermedades: dice, “se desprenden emanaciones infectas y viscosas […], dengue, disentería, cucarachas campeonas de la inmundicia”. Es imposible atravesar inmaculado un infierno de barro y sangre; ni siquiera Nixon, de riguroso traje frente a los micrófonos diciendo que “causa menos bajas combatir a los comunistas que retirarse y dejar que hagan lo que quieran con el territorio ganado” o los pacifistas de blanco y descalzos que festejaban las vejaciones del ejército norteamericano para afianzar su posición.

Alberto Laiseca
La imaginación también se mancha. Laiseca, que quiso pelear en Vietnam, pero cuya carta al presidente Lyndon B. Johnson nadie contestó, dedica su libro a los veteranos de la guerra: “A los que estuvieron y a los que no pudieron estar”. Así, concibe su propio sentido de una guerra que no peleó, buscando un placer en la culpa y un castigo en la inocencia. Para ello recurre a la esquizofrenia con dos personajes que son uno solo y que lo representan: el Teniente Lai, un ente metafísico que pese a su invisibilidad puede morir, beber cerveza y tomar la Colina de la hamburguesa con una M16; una construcción fantasmal del Laiseca al que le revocaron su voluntad de combatir. Y lieutenant Reese, un héroe condecorado, el primero en sumarse a las misiones suicidas, el loco de la guerra que podría haber sido Laiseca, una especie de Walter Sobchack del film The Big Lebowski ―de acuerdo a la reseña de Damián Huergo―, un veterano agresivo y temperamental con tendencias conspiranoicas. De hecho, Laiseca, en el tercer capítulo, se encuentra en el bar Moderno de Buenos Aires argumentando por qué apoyar a los Estados Unidos significaba estar del lado de los débiles.
Hasta el hartazgo se ha dicho que Laiseca hace “realismo delirante” y él mismo se propone una meta elevada, incluso más elevada que la de quienes compartieron sus aspiraciones, a saber, hacer de la desmesura un método. Dijo, alguna vez, azuzado por su propio personaje que “lo que no es exagerado, no vive”. Y en La puerta del viento, entre médicos que mandan a casa a “mutiladitos e inútiles” e interrogatorios en helicópteros con saltos al vacío, Laiseca da rienda suelta a su rol de monstruo descomunal en el mundo de la literatura con el concepto griego de hybris que recuerda la desmesura de Edipo que lo lleva a sacarse los ojos. Laiseca justifica a Vietnam y los actos desmedidos de Reese con la hybris y le permite argüir su juego absurdo, plenamente poseído y compenetrado hasta el agotamiento. Laiseca se advierte a sí mismo que los dioses castigan esas conductas, sin embargo escribe todo, con valentía, sin consuelo, con hastío, con miseria e impregnado en muerte. Dice: “esta novela es tan políticamente incorrecta que puede significar el fin de mi carrera como escritor”. Pero hybris es todo, se repite, “la guerra misma es hybris”, la literatura es hybris. “Hybris hubiera sido no hacerlo”, dice y habla de meter las manos en el barro y ensuciarse para decir una verdad intolerable.